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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (24 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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—Esperen aquí.

—No, pues las calles no son seguras para nosotras —porfié—. Dejad que esperemos dentro. Si no nos quiere recibir, nos marcharemos de inmediato y no le tornaremos a molestar.

Caviló un corto espacio y se determinó a abrirnos la puerta de par en par. En cuanto entramos, la cerró precipitadamente a nuestras espaldas.

—No se muevan de aquí vuestras mercedes —nos advirtió, desapareciendo en el interior de la vivienda.

El zaguán de aquella casa de tablas era pobre, mas estaba muy limpio y cuidado.

—¿Nos recibirá? —me preguntó Zihil.

—Nos recibirá —le aseguré—. La criada se fue tan agitada que, entre eso y los caudales, acudirá él mismo a recibirnos.

Y tal cual dije, aconteció. Don Bernardo, el anciano sabio, apareció en la casapuerta con gesto de preocupación y disgusto. Claro que un hombre tan alto de cuerpo, ancho de espaldas, recto como un báculo, de frente despejada, muy poblado de barba y con los abundantes cabellos tan largos y sueltos como los de una dueña, no se ajustaba muy bien al retrato del anciano que nos habían pintado, aunque, de cierto, la barba, el cabello y las cejas eran tan blancos como la cuajada. Vestía todo de negro, a la española, con botas y coleto, y si bien se avizoraba que tenía ojos al fondo de unos profundos agujeros, resultaba difícil vérselos por el raro aparejo que llevaba montado sobre la nariz. Conocía que había gentes que usaban lentes por su mala visión. El buen y querido marqués de Piedramedina, don Luis Bazán de Veitia, que tanto me había auxiliado en Sevilla, se veía obligado a usar anteojos y los llevaba de oro y con su escudo de armas grabado por dentro. Mas los que calzaba don Bernardo, por más de ser de madera y de tener una pinza tan pronunciada que le subía hasta el nacimiento del pelo, iban atados a las orejas con un cordel, cosa que yo no había visto nunca. Se le debían de caer de la nariz muy a menudo para que precisara de semejantes asideros. Y era por culpa de las lentes que los ojos se le veían como al fondo de unas cuevas.

—¿Qué desean vuestras mercedes que no les es dado esperar a mejores horas? —preguntó muy enfadado.

—¿Cuánto cobraríais por traducir un pliego en náhuatl? —le dije por toda respuesta.

Se me allegó muy cerca para poder verme, tanto que su ganchuda nariz de indio, mestizo o castizo
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casi tocaba la mía.

—¿Tanta molestia por una traducción? —su enfado iba creciendo como la pleamar—. Regresen a sus casas y tornen esta tarde, señoras indias, que ahora no tengo tiempo para asuntos mujeriles.

—¿Qué os parecen cinco mil maravedíes? —solté jactanciosamente, desatando la bolsa que colgaba del cinto del
pic
—. No, mejor que sean diez mil y así no le resultará tan deshonroso a un varón sabio como vos ocuparse a deshoras de asuntos mujeriles.

Don Bernardo se quedó de piedra mármol.

—¿Diez mil maravedíes por pasar al castellano un escrito en náhuatl? —dijo abrumado—. Señora, ¿estáis cierta de poseer esos caudales?

Le lancé la bolsa y él la tomó al vuelo. El peso le sorprendió.

—No lo sé —declaré con sorna—. Contad vos mismo las monedas. ¡Ah, y hacedme la merced de no llamarme señora! Mi nombre es don Martín Ojo de Plata.

Un grito ahogado se escuchó dentro de la casa. La criada, a no dudar, estaba oyendo la conversación.

—¡Martín Ojo de Plata! —exclamó el
nahuatlato
—. ¡Abandonad mi casa ahora, señor, o yo mismo os entregaré a la justicia!

—Sosegaos, don Bernardo, que ni soy un criminal, ni tenía en voluntad asaltar Veracruz, ni he matado a ningún español que no fuera un Curvo y, eso, por un juramento que le hice a mi señor padre en su lecho de muerte. No os haré ningún daño, más bien al contrario. Ya os he entregado diez mil maravedíes, cantidad con la que podríais compraros una casa de cal y canto y abandonar las estrecheces. Me es dado pagaros más, del mismo modo que me es dado deciros que, a la sazón, trabajo secretamente para el virrey don Luis de Velasco y que el documento que os traigo es de vital importancia para evitar una guerra en la Nueva España.

El rostro de don Bernardo se había tornado de cera.

—Si me lo permitís, y si me dais juramento de guardar el secreto, os referiré buena parte de esta extraña historia.

Boqueó como un pez fuera del agua y se giró hacia atrás, como buscando a la criada mas, al no verla, tornó a fijar las lentes de sus extraños anteojos en mí.

—Debéis conocer también que he venido hasta vos por el consejo del hijo de Gaspar Yanga, a cuyas órdenes sirve un joven cimarrón llamado Antón que era esclavo de vuestro vecino y que...

—¡Antón! —exclamó la criada saliendo de su escondite—. ¡Mi niño Antón! ¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?

—Libre y dichoso, señora —repuse—. Él dijo el nombre de don Bernardo cuando se presentó la necesidad de traducir el documento que traigo conmigo. Resulta preciso de todo punto que conozcamos su contenido. ¿Haréis el juramento, don Bernardo?

—Veréis, don Martín... —titubeó—. No termino de creeros. Vestís como una yucatanense y tenéis voz y pechos de mujer.

¿Se me advertían los pechos bajo el
kub
?

—Soy una mujer, don Bernardo. Doña Catalina Solís. La necesidad me llevó a convertirme también en Martín Nevares, el cual, por ser hombre, me ha ganado en fama y crédito. ¿Vais a hacer el juramento, don Bernardo? Ya que, si no es así, nos vamos, pues no tenemos tiempo para perderlo en charlas y confesiones. Y hacedme la merced de devolverme mis caudales.

—No, no... —repuso, apurado—. Si vuestra merced me jura primero no hacernos ningún daño ni a mi esclava Asunción ni a mí, le traduciré el documento.

Puse la mano sobre el corazón.

—Lo juro —declaré—. Y ahora vos.

Repitió el gesto y juró.

—Pues aquí tenéis el documento —le dije, sacando el plegado pañuelo de debajo del
pic
.

Lo tomó entre las manos, lo desdobló y se lo llevó muy cerca de las lentes.

—Preciso de mejor luz —murmuró—. Vayamos dentro.

La casa no era grande. Al dejar atrás la casapuerta, nos hallamos en un salón con una mesa que servía, a la vez, de comedor y sala de trabajo para don Bernardo. Me quedé maravillada al ver las docenas de libros que allí había, apilados de cualquier modo sobre el suelo y los pocos muebles que, por más de la mesa, guarnecían el lugar. Mas don Bernardo, ajeno a mi admiración, se había colocado junto a un muy grande ventanal por el que la luz entraba a raudales.

Asunción, entretanto, con una candelilla prendía los pábilos de los incontables cirios que le eran menester a don Bernardo para trabajar. Aquel hombre sufría de una visión terrible, mucho peor que la mía, que era asaz buena aunque de un solo costado. De cierto, se hallaba bastante ciego, de ahí los extraños anteojos que se sujetaba con cordelillos a las orejas.

De súbito, soltó una exclamación y se agitó como un poseso.

—¡Válgame Dios! ¿De dónde habéis sacado este mapa?

Con la mayor brevedad que me fue posible le referí toda la historia, conjura incluida, mas aquello me llevó una buena parte de la mañana. Don Bernardo, sin soltar el pañuelo de las manos, en ocasiones temblorosas, me escuchaba con tanta atención que bebía con avidez todas y cada una de mis palabras. En un punto, Asunción, que más que esclava era la dueña de la casa y, con seguridad, la vieja enamorada de don Bernardo, nos sirvió vino, aceitunas y unos pescaditos secos y salados bastante buenos. No se sentó con nosotros en torno a la mesa, aunque permaneció en pie junto a una de las puertas para no perderse nada.

—... y eso es todo —acabé—. Y ahora os toca a vos, don Bernardo. ¿Qué dice ese mapa que tanto os alteró?

Se pasó la mano por los blancos cabellos leoninos y se acarició las barbas, nervioso, antes de principiar su explicación.

—El
tlacuilo
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que dibujó este mapa por encargo de don Hernán Cortés pinta al marqués aquí, ¿lo veis?

Y me mostró una pequeña figura sentada, sin piernas, con barba en pico, a la española, y un chambergo negro calado en la cabeza, de cuya boca salía como una voluta de humo.

—Esa vírgula que sale de entre sus labios significa que está hablando y, por más, que está hablando en náhuatl, diciéndole al
tlacuilo
lo que debe escribir en este papel de amate.

—¿Papel de amate?

—El pañuelo —dijo, alzándolo—. Lo que vuestra merced llama pañuelo es una pieza de papel de amate. Era el papel tradicional de los mexicas. En verdad, es más una tela, una tela que no está tejida sino sacada de las cortezas de unos árboles llamados
jonotes
.

—¿Y qué le dijo Cortés al
tlacuilo
que escribiera en este paño de amate?

—Siguiendo el orden náhuatl de lectura —murmuró, pegando la nariz al documento—, el pliego dice que don Hernán Cortés se apoderó de un inmenso tesoro azteca... ¡Válgame Dios! ¡El tesoro de mi bisabuelo Axayácatl! Axayácatl fue el padre de mi abuelo Moctezuma Xocoyotzin, el último
huey tlatoani
[29]
antes de la llegada de los españoles.

—Entonces es cierto —proferí, muy admirada—. Sois de sangre real. Descendéis de los emperadores aztecas.

—Así es —dijo sin la menor vanidad en la voz—. Como otros muchos de mis cientos de familiares cercanos y lejanos. Los emperadores mexicas tenían un inmenso número de esposas y, por tanto, cientos de hijos e hijas. No todos eran igual de importantes, naturalmente, pues no era lo mismo el hijo de una princesa que el hijo de una esclava. En mi caso, desciendo legítimamente de Axayácatl tanto por parte de mi padre como por la de mi madre. Mi padre, don Fernando Ramírez de Cuauhxochitl, era nieto de Moctezuma, hijo de una de sus hijas, M
a
Luisa Cuauhxochitl, casada con don Tomás Ramírez, y mi madre, doña Bernardina Moctezuma, que aún vive, es hija de la princesa doña María Mazapil, nieta de Moctezuma. Así que, por ambos lados, desciendo de Axayácatl, aunque por linajes de mujeres, lo cual es poco importante.

—Será poco importante para vos, don Bernardo —le objeté—. La sangre es la misma, venga de hombre o de mujer.

—Tal vez para vuestra merced por vuestra extraña condición, mas los buenos linajes son los masculinos —repuso él con una sonrisa—, y son los únicos que cuentan para los asuntos legales.

No quise discutir. Me hallaba mucho más interesada en lo que decía el mapa, de cuenta que, con un gesto, le solicité que continuara leyendo aquellos dibujos.

—A lo que se ve —prosiguió—, cuando don Hernán Cortés y sus hombres llegaron a México-Tenochtitlán por primera vez, mi abuelo Moctezuma los alojó como invitados en el palacio de su padre, mi bisabuelo Axayácatl, y durante el tiempo que allí se alojaron pidieron y obtuvieron permiso para construir una capilla cristiana en la que orar. Los hombres que ejecutaban las obras, al derribar un muro, hallaron unas cámaras secretas en las que había un enorme tesoro escondido. Estimaron que ascendería a más de cinco millones de ducados. Corrieron, pues, a dar cuenta del hallazgo a don Hernán, quien, después de verlo, ordenó tapiar de nuevo la pared y les hizo jurar que guardarían silencio hasta que el imperio mexica estuviera valederamente en su poder. Según dice el
tlacuilo
, algunos de esos hombres murieron durante la Noche Triste, cuando los españoles tuvieron que huir de Tenochtitlán en mitad de una encarnizada batalla nocturna, y el resto murió en la posterior reconquista de la ciudad. Sólo don Hernán quedó con vida y por eso se atribuyó el palacio de Axayácatl cuando se repartieron las mejores residencias mexicas entre los victoriosos conquistadores.

Yo estaba asombrada de la cantidad de cosas que referían un puñado de dibujos puestos sin aparente orden ni concierto sobre un paño. Mas, por lo que me declaró don Bernardo, los colores, las tramas, los objetos, los tamaños, la naturaleza de los materiales y las direcciones de los dibujos contaban cosas en los escritos náhuatl. Hasta las uñas de los pies de una figura podían relatar una historia si las tenía, pues de no ser así, también.

—Cuando don Hernán —siguió contando el
nahuatlato
— se halló en posesión del inmenso tesoro, tuvo que encontrar la manera de sacarlo de la ciudad sin llamar la atención para guardarlo en algún lugar seguro. La Corona le había entregado numerosos territorios por toda la Nueva España, los mejores para decir verdad, pues él mismo los escogió para sí durante la conquista y luego los solicitó. Lo único que se le denegó fue el puesto de virrey, que era lo que él más ambicionaba.

—¡Por las barbas que nunca tendré! —proferí exaltada—. ¡El padre quiso ser virrey y los hijos y nietos, reyes! ¿Para qué deseaban más si lo tenían todo?

Don Bernardo me miró con indulgencia.

—Cómo se ve que sois dueña, doña Catalina. Las mujeres se contentan con poco. Los hombres, en cambio, ambicionan siempre mucho más que la riqueza. Ambicionan el poder y el poder es una escalera por la cual, cuando se empieza a ascender, no hay ni final ni descenso, salvo la caída, que a muchos les acontece pues arriba no hay lugar para todos.

—Sois cruel, don Bernardo —le dije, conociendo que erraba pues las mujeres no nos contentábamos con poco como si fuéramos tontas, lelas o bobas. Nuestra ambición era igual o mayor que la de los hombres salvo que para cosas diferentes. Quizá las mujeres no ambicionáramos poder, que algunas sí, mas ¿acaso no gustábamos todas de poseer una buena casa, una familia, riquezas y amor? ¿En qué eran menos estas ambiciones que las de poder, cargos o títulos? Cada cual lo suyo sin desdeñar lo de nadie.

Él suspiró hondamente y prosiguió con el relato:

—El
tlacuilo
cuenta que don Hernán no podía sacar el tesoro de Axayácatl de México sin, a lo menos, un recuaje de más de seiscientas mulas, y tampoco se le venía al pensamiento cuál podía ser el mejor lugar para guardarlo pues poseía numerosas encomiendas mas ninguna tan segura como para que nadie pudiera llegar a descubrirlo. Y, entonces, muy preocupado por este asunto, recordó que poseía el lugar perfecto, el escondrijo más seguro de toda la Nueva España.

—¿Dónde, dónde está ese escondrijo perfecto? —inquirí mirando el mapa como si yo pudiera leer lo que decía.

—¿Veis este árbol con tres ramas verdes, raíces rojas y una boca en el tronco de la que sale una vírgula como si el árbol estuviera hablando?

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