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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (28 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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Tomé una de las hachas y la tendí hacia el marinero de la
Gallarda
al que le habían asignado la primera guardia. Era arcabucero, de cuenta que al cinto llevaba siempre el yesquero y la mecha de cáñamo. La sacó con mucho tiento y la allegó hasta el esparto y el alquitrán, que aun siendo viejos prendieron bien, de cuenta que cuando alcé el brazo con el hacha, una hermosa llama ardía en el extremo.

En mi ausencia, los compadres habían dispuesto una escalera hacia la puerta-tabla con uno de los bancos, el altar y el confesonario, que crujió peligrosamente cuando me subí encima. Así, sólo con alzar un poco la pierna ya estaba dentro del agujero. Era un cuarto tan angosto que sólo cabía una persona pues, al ser la pared una de las que daba al exterior de la casa, don Hernán —o, por mejor decir, su primo, el maestro de obras— se las tuvo que ingeniar para no alterar demasiado el ancho del muro. A mi siniestra, unos escalones descendían hacia la vieja estructura de la pirámide
tlahuica
. Principié el descenso, oyendo como alguien más pisaba el confesonario y venía detrás de mí.

—¿Rodrigo? —pregunté.

—No, mi señora esposa —repuso Alonso con sorna—. Aunque, si preferís a vuestro compadre para guardaros las espaldas, sólo tenéis que decirlo.

—¡Calla, majadero! —me reí—. Te prefiero a ti.

—Me alegro —dijo— pues tornar atrás con estas estrechuras sería imposible.

—¡Estrechuras que yo estoy ocupando! —bramó Rodrigo—. ¡Ni se te ocurra retroceder, pues me quemarías las barbas!

—¿Quién quiere retroceder? —preguntó desde arriba la voz apurada de Juanillo—. Me viene siguiendo Carlos Méndez y...

—¡Calla, grumete! —le espetó Rodrigo de malos modos—. ¿Qué tienes delante, Martín?

—La misma escalinata interminable que tienes tú —respondí aguzando la mirada y estirando el brazo todo lo que me era dado por ver si hallaba el final de aquel descendimiento—. Escalones iguales hasta donde me alcanza la vista.

—Pues, hala, sigue —me animó mi compadre—. Y, tú, Alonsillo, tiento con el hacha, que al final me quemarás. ¡Llévala delante, patán!

Y seguí, vaya si seguí, y un buen rato, pues cuando ya tuve para mí que había bajado a lo menos la misma altura que tenía el imponente palacio de don Hernán, el descenso prosiguió otro trecho igual o mayor. A medio descendimiento resultó incuestionable que el tipo de edificación había mudado de castellana a indígena. Ni el mampuesto era el mismo, ni las junturas, ni tampoco el ras de los escalones. Finalmente, con grande alivio, avisté el último. Daba a un rellano amplio que se abría hacia la diestra, de tamaño y forma similares a los de la capilla y cerrado por cuatro macizos muros de sillares de piedra con la única salida (y entrada) de la escalinata. Entretanto Alonso, Rodrigo y yo mirábamos con grande asombro el extraño lugar, los demás fueron arribando y pasmándose, tan sorprendidos como nosotros por la conclusión del lance.

—¿Y ahora, qué? —preguntó el señor Juan, que aún resollaba por el esfuerzo de la bajada.


Xikokuitlatl
—exclamó don Bernardo.

—¿Qué dice? —se extrañó Juanillo.

—Cera —le expliqué en voz alta para que me oyeran todos—. La puerta que nos abrirá esta sala hacia algún otro lugar se halla referida o concernida derechamente con la cera, igual que la representación en tabla del Descendimiento escondía la puerta hasta aquí.

Todos conocían las tres palabras de don Hernán Cortés que el
nahuatlato
no había podido relacionar con el resto del mapa en Veracruz, mas era menester traérselas a la memoria para que no se les fuera el entendimiento por otros andurriales.

Como allí no había nada que alzar, rasgar, mover, sajar, sacudir, aporrear o palpar, los bárbaros permanecieron quietos y mudos, a la espera de que don Bernardo o yo diéramos con la solución al problema. Miré al sabio
nahuatlato
y él me miró a mí y, luego, cada uno echó a andar por opuestos rumbos para seguir haciendo averiguaciones en aquel despojado lugar. Yo había tenido para mí que la palabra
xikokuitlatl
, cera, se hallaba relacionada con cirios y velas, o con aceites, bálsamos, ungüentos o afeites, como esos mejunjes tocantes a dueñas que, como pegotes o parches pegajosos, sirven para quitar el vello. Mas, a lo que se veía, aunque la disposición de las tres palabras y el orden de los lugares a los que se referían fuera sucesivo, en aquella pétrea sala de enormes sillares cabalmente ajustados ni había cera ni se precisaba ungüento alguno para nada, como no fuera que alguno de los sillares se desplazara resbalando sobre bálsamo.

—¡Por vida de...! —exclamó Rodrigo—. ¡Voto a tal! ¿Será posible?

Todos nos volvimos raudos hacia él.

—¡Martín, fíjate! —me dijo enseñándome algo que portaba en la palma de su mano.

—¿Qué es? —pregunté.

—Pues diría que la
sikoku
esa.


Xikokuitlatl
—le aclaró don Bernardo.

—Lo que sea —le ignoró mi compadre—. ¡Por todos los demonios, es cera!

—¿De dónde la has sacado? —quise saber con curiosidad.

—¡De aquí, del muro! —me dijo, señalando con la punta de la daga uno de los sillares de la pared en cuyo extremo diestro se abría la escalinata—. No veía argamasa entre las piedras y se me ocurrió rascar un poco. Esta viruta salió como si fuera mantequilla.

Por supuesto. ¿Qué otro cabeza de alcornoque que no fuera Rodrigo habría encontrado tan flaca y magra razón para rascar un muro con su daga en una situación como aquélla? Con todo, a lo que parecía, le había soplado el viento de la fortuna.

Me encaminé hacia la pared y la palpé con ambas manos. Sentí algo muy extraño. Mi ojo veía bloques de roca tallada y mis manos tocaban la aspereza que les correspondía, sin embargo aquella piedra no estaba fría. Crucé el rellano hacia la pared opuesta y, al tocarla y sentirla casi helada, conocí que el falso muro, aunque perfectamente esculpido y pintado, era de cera. Saqué la daga y, como había hecho Rodrigo, arañé un poco entre los mentidos sillares y, en efecto, virutas de cera cayeron al suelo.

—¡No doy crédito a lo que estoy viendo! —exclamó mi señor suegro por encima de mi hombro.

—Nuestros ojos nos traicionan —dijo el señor Juan tocando el muro de cera—. Y nuestros dedos.

—¡Qué sencillo es engañar a los sentidos! —dejó escapar don Bernardo, lleno de admiración—. ¿Quién hubiera sospechado que la piedra no era piedra sino cera de abejas?

—¿Y qué ponemos en ejecución? —preguntó Juanillo, adelantándose—. ¿Principiamos a acuchillar el muro para descuartizarlo?

—A la parte alta no llegas ni tú —observó Francisco alzando el rostro hacia el techo.

—Mejor sería fundirla —propuso mi señor esposo—. Es cera. El calor del fuego de las hachas la derretirá.

—Acabaríamos antes —atajé yo— y, desde luego, más limpiamente, cortando sólo una pieza por la que poder pasar.

—¿Con las espadas? —inquirió el joven Carlos, quien, lejos de sus hermanos pequeños (a los que, naturalmente, no se les había permitido bajar), parecía ganar en edad y presencia.

—¿Qué otro filo alcanzaría el grueso de estos falsos sillares? —repuso Rodrigo.

—Quizá no sean tan gruesos como los de verdad —comentó fray Alfonso.

Desenvainé mi espada y, como si fuera a tirar un altibajo, la clave a la altura de mi cabeza. La cera era vieja y estaba un poco seca, mas la espada la cortó sin dificultad. Al llegar al suelo, ya me hallaba cierta de que aquel muro no tendría más de un palmo de espesor. Y, así, corté un trozo con forma de puerta y, cuando iba darle el empellón final, Rodrigo se me cruzó delante.

—Permíteme que lo ponga yo en ejecución, compadre, pues no conocemos lo que habrá detrás.

Hice un gesto galante para cederle el honor y me retiré junto a mi señor esposo. Rodrigo, con ambas manos, empujó la pieza de cera, que se soltó fácilmente, cayó hacia atrás y, según oímos, se partió en trozos. Mi compadre metió el brazo del hacha en el hueco para iluminarlo y, luego, adelantó su cabeza.

—¿Qué ves? —le pregunté.

—Más escaleras —me respondió con una voz que retumbaba como si me hablara desde una catedral.

Poco después, descendíamos nuevamente por otra escalinata como la primera aunque más luenga y más amplia (lo que nos permitió bajar juntos a Alonso y a mí sin quemarle las barbas a nadie).

—¿Cuánto habremos descendido? —le pregunté tras un rato, cuando principió a escucharse un sonido como el de las aguas de un río.

—A lo menos, unos veinte estados
[35]
—me respondió tan tranquilo, sin dar ninguna muestra de espanto. ¡Veinte estados bajo tierra y no sentía, como yo, ganas de chillar y de echar a correr hacia arriba como una enajenada! Estaba acostumbrada a los amplios espacios de la mar y aquellas oscuras angosturas subterráneas me estaban desquiciando. ¿Y si todas aquellas piedras que teníamos sobre nuestras cabezas se venían abajo y nos aplastaban o, peor aún, nos encerraban y nos obligaban a morir despaciosamente? ¡Cómo añoraba la cubierta de mi
Gallarda
! Por fortuna, tenía a Alonso a mi lado para ayudarme a conservar el juicio (aunque sólo fuera porque no me viera comportarme como una loca).

El sonido de la corriente de agua se acrecentó. Se oía como si estuviera muy cerca.

—Alguna de esas barrancas que vimos al llegar debe meterse bajo tierra y pasar junto a estos muros —dijo mi marido.

Yo no respondí dado que a duras penas me era dado respirar. Debía sosegarme y olvidar dónde me hallaba. Sosegarme, eso era lo principal. O me sosegaba o... No, no me sosegué, lo que hice fue soltar el hacha y abrazarme con todas mis fuerzas a mi señor esposo, que al punto no comprendió lo que me acontecía mas respondió a mi abrazo con toda su ánima y eso me alivió como por brujería. Sólo así, en sus brazos, pude olvidar por completo el horrible lugar que me rodeaba.

—¡Eh, vosotros dos, las habitaciones están arriba! —nos gritó cortésmente mi compadre Rodrigo cuando nos dio alcance en la escalera.

—Hay que ver lo extraño que resulta —comentó don Bernardo, que arribó de inmediato— contemplar a doña Catalina con ropa de hombre abrazando a su señor esposo.

—Vuestra merced tiene la fortuna —le dijo Rodrigo, sobrepasándonos— de poder quitarse los anteojos y quedar ciego. Los demás nos empachamos de melindres por no gozar de esa suerte.

Solté a Alonso, nos miramos y, sin dejar de sonreír, retomé mi hacha del escalón y continuamos descendiendo. Ya me encontraba mucho mejor. Ahora Rodrigo y don Bernardo iban delante de nosotros, de cuenta que fueron los primeros en arribar al siguiente rellano. Los vimos detenerse y avizorar con rostros asombrados lo que fuera que tenían delante. Cuando los alcanzamos, comprendí al punto su sorpresa pues guardo en la memoria la imprevista y extraordinaria imagen de un caudaloso río de, a lo menos, cuatro varas de ancho que cruzaba la sala de parte a parte.

—¡Voto a tal! —exclamó Alonso, adelantándose—. ¿Cómo vamos a cruzarlo?

No era tan grande como para que nos resultara imposible vadearlo mas sí tenía una corriente fuerte y, sin otra ayuda que unas hachas, algunas dagas y unas pocas espadas, iba a resultar ciertamente difícil. Rodrigo se asomó al cauce por ver si era profundo.

—Tengo para mí que el fondo se halla a poco más de una braza o braza y media. Con esta luz, no se distingue.

—Si es sólo una braza —dijo don Bernardo—, a mí no me cubre. Podría cruzar el primero.

Ya habían llegado todos y, como si los acechara un peligro, se arremolinaron en torno nuestro fuertemente apiñados.

Aquella sala era como la del rellano de arriba aunque con río y más grande, cerrada también por muros de sillares. De uno de los muros, el que quedaba a nuestra diestra, saltaba con pujanza desde media altura un recio chorro de agua que caía hasta el cauce. Luego, al llegar al muro frontero, el agua se precipitaba por un albañal hacia alguna otra oscura profundidad. Por más, debía de existir cierta pendiente en el fondo que avivaba el raudo discurrir de las aguas que observábamos.

—¿Y para qué queremos cruzarlo? —preguntó Juanillo sacudiéndose las greñas rizadas de la cara—. Al otro lado no hay nada.

Y decía verdad pues, por no haber, no había siquiera la boca de otra escalera. Me dije que era llegado el momento de recurrir a la tercera palabra de don Hernán Cortés —año—, que de bien poco parecía servir aunque, de cierto, su sentido tendría.

—Don Bernardo —le llamé—, tenemos que discurrir sobre la tercera palabra.


Xihuitl
—dijo, asintiendo con la cabeza.

—Año —repetí mirándolos a todos, que no parecieron ni más ni menos interesados ni concernidos por mi aclaración, como si no se les pasara por el entendimiento que cavilar sobre el asunto también fuera su obligación y no sólo de don Bernardo y mía. Suspiré resignadamente y giré la vista hacia el anciano
nahuatlato
.

—¿Qué tiene que ver el agua de este río con un año, medio año o algún año? —le pregunté.

—Mi señora doña Catalina —me respondió muy modestamente—, estoy tan confundido como vuestra merced. Nada de lo que conozco por mis lecturas y estudios me ayuda en esta ocasión.

—Pues pongamos atención en lo único cierto que tenemos —le propuse—. Reconozcamos bien todo el camino del agua por si descubriéramos algo. Y vayamos juntos, pues lo que uno no vea le será dado verlo al otro.

—En ese caso —dijo Rodrigo—, yo también voy. Si lo que quieres son cuatro ojos, con don Bernardo no llegas.

Nos encaminamos hacia el nacimiento, hacia el grueso chorro que brotaba del muro, por ser ésta la parte que teníamos más cerca.

—¿No le veis algo raro a esa fuente? —preguntó mi compadre.

—Que es de factura
tlahuica
—comentó don Bernardo—. Aquí los españoles mudaron bien poca cosa. Don Hernán debió de aprovechar todo lo que quedaba.

—Será lo que vos decís —admitió Rodrigo—, mas lo que yo digo es que el agua no sale del muro por un único caño. ¿Lo ves, Martín?

—Lo veo —afirmé alzando mi hacha cuanto me fue posible—. Veo tres caños arriba y, contando el del lado diestro que es el mismo, tres caños más de esta parte. Tengo para mí que, en total, hay nueve, aunque el agua oculta los demás y no puedo conocerlo de cierto.

—¡Nueve caños! —exclamó Rodrigo—. ¡El agua brota por nueve caños que, de lejos y con estas tinieblas, parecen uno! Eso no es cosa del azar, hermano.

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