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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

La conjura de Cortés (10 page)

BOOK: La conjura de Cortés
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Soltó la espada y alzó los brazos en señal de sometimiento. Apercibiéndose, los pocos ingleses que aún peleaban sobre la cubierta también se rindieron. No eran ya más de seis o siete.

—¡Vuestra gracia, patria y linaje! —exigí al capitán.

—Mi nombre es Thomas Bradley, de Aylesbury, Buckinghamshire, al sudeste de Inglaterra.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Juanillo.

—¡Que es inglés, majadero! —tronó Rodrigo—. ¡Yo sí os conozco, hideputa! Sois ese Tomás Brali que, por su mismo ser, ha estado asaltando las islas de Barlovento
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desde hace años, matando a cientos de personas y robando hasta el último grano de trigo, trozo de tela y gota de vino de aquellas poblaciones.

—Me alegra gozar de tanta fama entre mis enemigos.

Rodrigo estaba encolerizado.

—¿Vuestros enemigos, gusano malnacido? —le increpó, apoyando la daga en el vientre del pirata—. ¿Vuestros enemigos, decís? ¿Acaso las mujeres y los niños que matasteis eran vuestros enemigos? ¿Acaso eran vuestros enemigos los viejos a los que abristeis en canal o las doncellas a las que deshonrasteis? ¿Acaso los pueblos que quemasteis habían atacado a vuestro
Aiburi
en Inglaterra?

Bradley sonrió.

—Aylesbury —repuso muy tranquilo—. Se dice Aylesbury, español ignorante.

Traté de sofrenar a Rodrigo con un golpe de mi brazo mas ya era tarde. Hundió su daga hasta la empuñadura y la retorció.

—¡Pues esto se dice morir, inglés ignorante! —profirió rabioso—. ¡Anda que no me lo van a agradecer en Puerto Rico!

Y era bien cierto pues, en cuanto entregáramos los cautivos al capitán de alguna nao militar valederamente española (a no dudar, alguna más nos atacaría antes de llegar a la Nueva España), éstos cantarían como canarios y, así, Rodrigo, ufano como un príncipe, sacó su daga del aún agonizante Thomas Bradley y, secándose con la manga la lluvia que le bañaba el rostro, se dio la vuelta y se encaminó a la
Gallarda
dando bandazos por culpa de la tormenta.

Un negro del palenque se me allegó precipitadamente.

—Maestre, hay prisioneros españoles abajo.

Miré a Juanillo.

—Yo voy, maestre —dijo.

—Apresúrate, que la nao se hunde.

—¡Voy!

La lluvia arrastraba la sangre hacia los imbornales, limpiando una cubierta que presto se hallaría en el silencioso y tranquilo fondo de la mar. Salté al planchón dispuesto entre ambas naos y crucé hasta la
Gallarda
. Los piratas ingleses se hallaban reunidos junto al palo mayor, bien custodiados por un corro de hombres con espadas. Los demás, al verme llegar, lanzaron vítores y bonetes.

—¡Rodrigo! —le dije a mi compadre, tieso como un palo junto al sonriente señor Juan—. ¿Se ha podido recaudar algo?

—¡Nada que valga la pena! —exclamó.

—¡Pues, en cuanto vuelva Juanillo con los prisioneros españoles, corta los cabos antes de que esa triste nao nos arrastre al fondo!

—¿Y qué hacemos con los prisioneros?

—¡Atadlos y guardadlos en algún rincón oscuro y sucio donde no tornemos a saber de ellos!

—¡Como mandes!

Y con el griterío de los hombres en los oídos me dirigí a mi cámara para quitarme la ropa manchada y serenar mi ánimo con un buen vaso de vino antes de allegarme al sollado para ver cómo estaba Alonso quien, tras tres semanas de cuidados, seguía tan desvanecido como el primer día que lo rescatamos. Madre también se tomaba un vaso de vino después de una dura noche de trabajo en la mancebía, aunque, a diferencia de mí, ella tenía a su querido Esteban, a sus loros, a su viejo mico y a los perros para acompañarla.

No, Alonso no despertaba de su mal sueño. Cornelius Granmont, el cirujano francés, lo alimentaba y lo asistía en todo, aunque, una vez concertados los huesos para que se arreglaran y aplicadas las cataplasmas sobre las hinchazones, poco más podía obrar por él. Su otrora gentil cuerpo se iba remediando con cada día que pasaba, mas su entendimiento seguía adormecido. Granmont me aseguraba que algunos acababan resucitando y que Alonso, por su fortaleza y años, era de esperar que así lo hiciera. Todas las mañanas acudía por conocer si seguía vivo y todas las noches por desearle un buen descanso. También bajaba a las horas de las comidas, pues Granmont, en ocasiones, necesitaba ayuda para que tragara las gachas casi líquidas que le iba depositando, cucharada a cucharada, entre los descoloridos labios. Yo sólo tenía en voluntad que retornara, que se moviera y abriera los ojos, que dijera alguna palabra... Mas los días pasaban, las contiendas pasaban, las leguas
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pasaban y él seguía igual de dormido.

Francisco, que con las prisas había dejado el arcabuz en la puerta de mi cámara, ya me había preparado la ropa limpia sobre el lecho. Todo bailaba allí dentro igual que en las cubiertas. La lámpara de plata que colgaba del techo iba de un lado a otro y las velas, con el vaivén, manchaban de cera los vidrios que las cobijaban. El resto de los muebles, como en todas las naos, estaban trincados al suelo y a las paredes.

Tras unos delicados golpes en la puerta, mi particular Curvo entró derechamente en la cámara con una vasija.

—Os traigo un poco de agua limpia.

—Gracias, Francisco.

—Usadla ya, mi señora, o se derramará y no podréis lavaros con ella.

Francisco, con sus finas maneras y su exquisita cortesía, había adoptado la usanza de tratarme como el maestre varón de la nao cuando estábamos en compañía de otros y como dueña cuando nos hallábamos a solas en mi cámara, pues conocía que eso me contentaba.

Cuando principié a quitarme las ropas manchadas de sangre, mi buen Curvo salió discretamente de la cámara aunque, al punto, sonaron nuevos golpes en la puerta.

—¡Maestre! —me llamó Juanillo desde el otro lado.

—¿Qué? —repliqué impaciente, abotonándome la camisa limpia.

—¿Puedo pasar?

—¡No!

—Sea, mas deberías ver a los prisioneros españoles cuanto antes.

—¿A qué esas prisas? —pregunté subiéndome los calzones.

—Son nobles de Sevilla.

—¿Nobles...? ¿Nobles de la nobleza?

—Precisamente, maestre. Aristócratas. Y te conocen —se hizo un extraño silencio tras la puerta—. Quiero decir que... No, no te conocen a ti, a Martín. Conocen a doña Catalina Solís. Se lo han dicho a Rodrigo, que les ha preguntado porque los tenía vistos de Sevilla.

—¿Cuáles son sus títulos?

—Eso no lo sé, maestre. ¿Puedo pasar ya?

—¡Que no! —proferí, enfadada, calzándome las botas—. Vete con Rodrigo, que ahora subiré.

—¡Sea, me voy!

¿Nobles de Sevilla prisioneros en una nao militar española capturada por piratas ingleses y que conocían a Catalina Solís? ¡Por las barbas que nunca tendría, eso sí que era extraño! Terminé de aderezarme y bebí el vino de un trago antes de salir a buen paso de mi cámara y dirigirme a la cubierta. ¡Pobre Francisco! A pesar de sus desvelos, mi tiempo de andar limpia y seca había sido muy corto.

Otra vez bajo la lluvia, me allegué hasta Rodrigo que no se había apercibido de mi regreso.

—¿Qué sucede, compadre? Juanillo me ha llamado con prisas.

Rodrigo se volteó y, con una sonrisa en el rostro barbudo, me señaló al grupo de aristócratas españoles.

—Repara bien en nuestros invitados —me dijo.

Di dos pasos en su dirección y no pude evitar que se me escapara una exclamación de sorpresa:

—¡Mi señor conde de La Oda! —casi grité viendo al primero de ellos.

El conde de La Oda me miró con altanería y desconcierto, sin conocer quién le hablaba.

Doña Rufina, la necia marquesa de Piedramedina, tras la fiesta que celebré en mi palacio de Sevilla, se presentó cierto día en mi casa para ejercer los humildes oficios de casamentera, informándome de que don Carlos de Neguera, conde de La Oda, un noble de alta cuna pero más pobre que las ratas, tras asistir a la fiesta, había preguntado por mí a su señor esposo el marqués. Preguntar por mí era lo mismo que ofrecerme matrimonio, algo que, a lo que parecía, era valederamente maravilloso pues, según doña Rufina, una mujer debe estar casada, lo quiera o no, con un marido conforme a su calidad o de calidad superior, de cuenta que una boda entre una hidalga rica como yo y un conde arruinado como el de La Oda era la alianza más perfecta que pudiera soñarse. «Vos tenéis los caudales y el conde de La Oda el título. ¿Qué más se puede pedir?», me dijo emocionada. Le aseguré que consideraría el ofrecimiento y le daría al conde una respuesta antes de la Natividad, conociendo que el día que se contaran veinte y uno del mes de diciembre iba a matar a los Curvo y a escapar de Sevilla.

Un año después, en la cubierta de mi nao que mareaba por aguas del Yucatán, aquel conde de La Oda, ataviado con elegantes ropas de viaje y calado hasta los huesos por la lluvia, se hallaba frente a mí con un gesto de desprecio en el rostro.

—¿Cuándo y cómo he podido yo conocer a un rufián tuerto como vos? —me preguntó, insolente, señalando mi ojo de plata.

No le contesté. Atisbé el rostro de los otros y cuál no sería mi sorpresa al descubrir junto al conde, igual de bien vestidos, remojados y desdeñosos, al joven don Miguel de Conquezuela, marqués de Olmedillas, al rollizo don Luis de Vascos y Alija, duque de Tobes, a don Diego de Arana, marqués de Sienes, y a don Andrés Madoz, marqués de Búbal, todos ellos honorables miembros de la más arruinada nobleza de Sevilla.

—¡Oh, mis queridos señores marqueses y mi señor duque de Tobes! ¡Qué grande alegría y honor para mí tornar a verlos!

Sus rostros amarillearon y mostraron cuán asombrados estaban por ser conocidos en aquel lugar. Tuve para mí que la razón de su disgusto no podía ser otra que la baja calidad de quien les hablaba aunque resultó que se trataba de un asunto mucho más torvo y extraño, como quedó al descubierto cuando al majadero del marqués de Sienes se le escapó un exabrupto:

—¡Nuestros nombres y títulos son secretos en estos pagos, bellaco! ¿Cómo te es dado conocerlos si ni siquiera el maestre de la nao que nos trajo de España estaba al tanto? ¿Quién te crees que eres, bribón miserable?

De haber tenido una espada o un simple puñal me habría atravesado el pecho sin reparar en menudencias. Sonreí. ¿Identidades secretas?, ¿viaje furtivo desde España?, ¿espanto mortal en los rostros al ser conocidos?, ¿amenazas, bravatas...? ¿Qué demonios estaba aconteciendo allí?

—Mi señor marqués de Sienes, os ruego que guardéis vuestras desagradables palabras para otra mejor ocasión —repuse con toda gentileza—. Siempre fuisteis bien recibido en mi palacio de Sevilla, señor, al igual que el resto de vuestras mercedes, así que espero un comportamiento cortés a bordo de mi nao y, asimismo, algún pequeño agradecimiento por haberos salvado de tan manifiesto peligro como el que corríais en manos de los piratas ingleses.

—¿Vuestro palacio de Sevilla? —inquirió, de una pieza, el conde de La Oda—. ¿Qué palacio de Sevilla?

—El palacio Sanabria, señor conde. ¿Acaso ya no recordáis que deseabais matrimoniar conmigo?

Tenía yo ya una cierta costumbre de ver esa misma expresión de asombrada confusión en los rostros de quienes descubrían que era una mujer (o que quizá fuera un hombre, como acaecía a tal punto), mas la de aquellos nobles sevillanos fue la mejor y más divertida de todas. Y no sólo me lo pareció a mí pues las carcajadas de mi tripulación, que seguía con curiosidad el suceso, fluyeron estruendosas y fuera de todo límite.

—¿Doña Catalina...? —balbució el conde de La Oda.

—Doña Catalina Solís, señor conde, la misma que viste y calza como don Martín Nevares.

Los hombres, animados por el maldito señor Juan y por Juanillo, empezaron a corear mi sobrenombre de Martín Ojo de Plata entretanto los nobles sevillanos, más lívidos que un pliego de papel blanco, a no dudar tenían en la cabeza mis crímenes contra la familia Curvo, de tan grande escándalo en Sevilla y en toda España.

—¿Nos vais a matar también? —quiso saber el conde, confirmando mis barruntos—. ¡No hemos hecho nada!

—¡Nosotros no matamos españoles! —se indignó mi compadre Rodrigo.

—En resolución, señor o señora, ¿sois varón o sois hembra? —preguntó con grande enfado el marqués de Olmedillas, creciéndose por la declaración de Rodrigo.

Las risas y exclamaciones de mis hombres tornaron a triunfar sobre los sonidos de la tormenta.

—Para vuestras mercedes —exclamé, regocijada—, seré en todo momento Martín Ojo de Plata.

—¿Acaso, señor Martín, nos habéis tomado cautivos? —preguntó burlonamente don Andrés Madoz, marqués de Búbal.

—Don Martín, señor marqués —le precisé—, pues soy hidalgo. Y sí, vuestras mercedes son mis prisioneros.

No mucho después, nos hallábamos todos reunidos en el comedor, a la espera de que Francisco nos sirviera la cena. La tormenta había arreciado desde el ocaso y el señor Juan se agarraba al borde de la mesa como si fuera a caerse del asiento. Los vasos de vino, asegurados en los orificios de la tabla, rebosaban un poco con cada grueso vaivén de la nao.

—¿A qué tanta fanfarria? —me ladró Rodrigo desde el otro lado de la mesa—. ¿A qué esa tontería de «vuestras mercedes son mis prisioneros»?

—Para decir verdad —repuse con una sonrisa—, me enojaron sobremanera llamándome rufián tuerto, bellaco y bribón miserable, aunque debo admitir que me procuró una muy grande satisfacción verlos caminar atados de manos hacia la sentina.

—Sólo harán que estorbarnos, maestre —señaló Juanillo.

—Lo conozco y tengo en voluntad liberarlos al mismo tiempo que a los ingleses.

Rodrigo bufó.

—¿Y tenías también que encadenarlos como a los piratas? ¡Son españoles y eran prisioneros!

Asentí un tanto apesadumbrada.

—Con certeza, me excedí —acepté—. Mas hay algo en ellos que no me gusta. ¿Os apercibisteis de las extrañas palabras del marqués de Sienes?

—¿Quién es ése? —quiso saber el señor Juan.

—El alto de hombros cargados —le expliqué—. El de las botas negras.

—Sí, sí... Ya recuerdo —murmuró agarrándose con más pujanza a la mesa.

—Pues bien, don Diego de Arana, marqués de Sienes —proseguí—, afirmó que viajaban furtivamente, que ni siquiera el maestre de la nao que los trajo desde España conocía sus identidades. ¿A cuenta de qué cinco nobles de prestigioso linaje cruzan la mar Océana para venir al Nuevo Mundo?

—¡Ellos sabrán! —bramó Rodrigo, a quien el hambre siempre ponía de peor humor del que sufría de ordinario—. ¿Qué se nos da a nosotros?

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