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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (9 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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L
A CASA
que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco, de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle. Jugaban fulbito. Se ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos, disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún otro eufórico pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio, y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, «nos siguen, nos están siguiendo». Y nadie volvía la cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían «rápido, nos siguen, han llamado a la Policía», y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el esfuerzo, gritaba: «¡al barranco, vamos al barranco!». Y todos lo seguían, diciendo «sí, sí, al barranco» y él sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital, que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir: «vamos al barranco». Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos y ademanes de los héroes de las películas: «por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza; de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será más fácil, al otro lado hay musgo y podríamos resbalar, fíjense que ese camino llega hasta la playita donde no hemos estado». Si alguno oponía reparos (Emilio, por ejemplo, que tenía vocación de jefe), Alberto defendía su tesis con fervor; el barrio se dividía en dos bandos. Eran discusiones vibrantes, que caldeaban las mañanas húmedas de Miraflores. A su espalda, por el Malecón, pasaba una línea ininterrumpida de vehículos; a veces, un pasajero sacaba la cabeza por la ventanilla para observarlos; si se trataba de un muchacho, sus ojos se llenaban de codicia. El punto de vista de Alberto solía prevalecer, porque en esas discusiones ponía un empeño, una convicción que fatigaban a los demás. Descendían muy despacio, desvanecido ya todo signo de polémica, sumidos en una fraternidad total, que se traslucía en las miradas, en las sonrisas, en las palabras de aliento que cambiaban. Cada vez que uno vencía un obstáculo o acertaba un salto arriesgado, los demás aplaudían. El tiempo transcurría lentísimo y cargado de tensión. A medida que se aproximaban al objetivo, se volvían más audaces; percibían ya muy próximo ese ruido peculiar, que en las noches llegaba hasta sus lechos miraflorinos y que era ahora un estruendo de agua y piedras, sentían en las narices ese olor a sal y conchas limpísimas y pronto estaban en la playa, un abanico minúsculo entre el cerro y la orilla, donde permanecían apiñados, bromeando, burlándose de las dificultades del descenso, simulando empujarse, en medio de una gran algazara. Alberto, cuando la mañana no era muy fría o se trataba de una de esas tardes en que sorpresivamente aparece en el cielo ceniza un sol tibio, se quitaba los zapatos y las medias y animado por los gritos de los otros, los pantalones remangados sobre las rodillas, saltaba a la playa, sentía en sus piernas el agua fría y la superficie pulida de las piedras y, desde allí, sosteniendo sus pantalones con una mano, con la otra salpicaba a los muchachos, que se escudaban uno tras otro, hasta que se descalzaban a su vez, y salían a su encuentro y lo mojaban y comenzaba el combate. Más tarde, calados hasta los huesos, volvían a reunirse en la playa y, tirados sobre las piedras, discutían el ascenso. La subida era penosa y extenuante. Al llegar al barrio, permanecían echados en el jardín de la casa de Pluto, fumando «Viceroys» comprados en la pulpería de la esquina, junto con pastillas de menta para quitarse el olor a tabaco.

Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores; sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y le jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: «ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido». Y, a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

P
ERO NO
vinieron, por culpa de los oficiales, tenía que ser. Creíamos que eran ellos y saltamos de las camas pero los imaginarias nos aguantaron: «quietos que son los soldados». Los habían levantado a medianoche a los serranos y los tenían en la pista de desfile, armados hasta los dientes, como si fueran a la guerra, y también los tenientes y los suboficiales, es un hecho que se la olían. Pero quisieron venir, después supimos que se pasaron la noche preparándose, dicen que hasta tenían hondas y cócteles de amoníaco. Qué manera de mentarle la madre a los soldados, estaban furiosos y nos mostraban las bayonetas. No se olvidará de este servicio, dicen que el coronel casi le pega, o tal vez le pegó, «Huarina, es usted un cataplasma», lo fundimos delante del ministro, delante de los embajadores, dicen que casi lloraba. Todo hubiera terminado ahí, si al día siguiente no hay la fiesta ésa, bien hecho coronel, qué es eso de exhibirnos como monos, evoluciones con armas ante el arzobispo y almuerzo de camaradería, gimnasia y saltos ante los generales ministros y almuerzo de camaradería, desfile con uniformes de parada y discursos, y almuerzo de camaradería ante los embajadores, bien hecho, bien hecho. Todos sabían que iba a pasar algo, estaba en el aire, el Jaguar decía: «ahora en el estadio tenemos que ganarles todas las pruebas, no podemos perder ni una sola, hay que dejarlos a cero, en los costales y en las carreras, en todo». Pero no hubo casi nada, se armó con la prueba de la soga, todavía me duelen los brazos de tanto jalar, cómo gritaban «dale Boa», «dale duro, Boa», «fuerte, fuerte», «zuza, zuza». Y en la mañana, antes del desayuno, venían donde Urioste, el Jaguar y yo y nos decían «jalen hasta morirse pero no retrocedan, háganlo por la sección». El único que no se la olía era Huarina, gran baboso. En cambio la Rata tiene olfato, cuidado con hacer cojudeces delante del coronel y no se me ría nadie en las barbas, soy chiquitito pero me he cansado de ganar campeonatos de yudo. Quieta, perra, saca tus malditos dientes, Malpapeadita. Y estaba lleno de gente, los soldados habían traído sillas del comedor o eso fue otra vez, pero digamos que estaba lleno de gente, imposible distinguir al general Mendoza entre tanto uniforme. El que tiene más medallas y me voy a quedar seco de risa si me acuerdo del micro, el colmo de la mala suerte, cómo nos divertimos, me voy a hacer pis de risa, me corto la cabeza que si está Gamboa, voy a reventar de tanta risa si me acuerdo del micro. Quién hubiera pensado que sería tan serio, pero mira cómo están los de quinto, nos mandan candela con los ojos y abren las bocas como para mentarnos la madre. Y nosotros comenzamos también a mentarles la madre, bajito, despacito, Malpapeada. ¿Listos, cadetes? Atención al pito. «Evoluciones sin voz de mando», decía el micro, «cambios de dirección y de paso», «de frente, marchen». Y ahora los barristas, espero que se hayan lavado bien el cuerpo, carcosos. Una, dos, tres, vayan al paso ligero y saluden. Ese enano es buenazo en la barra, casi no tiene músculos y sin embargo qué ágil. Al coronel tampoco lo veíamos pero ni hacía falta, lo conozco de memoria, para qué echarse tanta gomina con semejantes cerdas, no vengan a hablarme de porte militar cuando pienso en el coronel, se suelta el cinturón y el vientre se le derrama por el suelo y qué risa la cara que puso. Creo que lo único que le gusta son las actuaciones y los desfiles, miren a mis muchachos. Qué igualitos están, tachín, tachín, comienza el circo, y ahora mis perros amaestrados, mis pulgas, las elefantas equilibristas, tachín, tachín. Con esa vocecita, yo fumaría todo el tiempo para volverme ronco, no es una voz militar. Nunca lo he visto en una campaña, ni lo imagino en una trinchera, pero eso sí, más y más actuaciones, esa tercera fila está torcida, cadetes, más atención oficiales, falta armonía en los movimientos, marcialidad y compostura, gran baboso, la cara que habrás puesto con lo de la soga. Dicen que el ministro transpiraba y que le dijo al coronel «¿esos carajos se han vuelto locos o qué?». Justo estábamos frente a frente, el quinto y el cuarto, y en medio la cancha de fútbol. Cómo estaban, se movían en sus asientos como serpientes y al otro lado los perros, mirando sin comprender nada, espérense un momento y van a ver lo que es bueno. Huarina daba vueltas junto a nosotros y decía «¿creen que podrán?». «Puede usted consignarme un año si no ganamos», le dijo el Jaguar. Pero yo no estaba tan seguro, tenían buenos animalotes, Gambarina, Risueño, Carnero, tremendos animalotes. Me dolían los brazos desde antes y sólo de nervios. «Que el Jaguar se ponga delante», gritaban en las tribunas y también «Boa, eres nuestra esperanza». Los de la sección comenzaron a cantar «ay, ay, ay» y Huarina se reía hasta que se dio cuenta que era por fregar a los de quinto y comenzó a jalarse los pelos, qué hacen brutos, ahí está el general Mendoza, el embajador, el coronel, qué hacen, la baba se le salía por los ojos. Me río si me acuerdo que el coronel dijo «no crean que la soga es cuestión de músculos, también de inteligencia y de astucia, de estrategia común, no es fácil armonizar el esfuerzo», me muero de risa. Los muchachos nos aplaudieron como nunca he oído, cualquiera que tenga un corazón se emociona. Los de quinto ya estaban en la cancha con sus buzos negros y a ellos también los aplaudían. Un teniente trazaba la raya y parecía que estábamos en plena prueba, cómo chillaba la barra: «cuarto, cuarto», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», «le guste o no le guste, cuarto vencerá». ¿Y tú que gritas?, me dijo el Jaguar, ¿no ves que eso puede agotarte?, pero era tan emocionante: «un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá; chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, rá–rá–rá». Ya, dijo Huarina, les toca. Pórtense como deben y dejen bien el nombre del año, muchachos, ni sospechaba la que se venía. Corran muchachos, el Jaguar adelante, zuza, zuza, Urioste, zuza, zuza, Boa, dale, dale, Rojas, ufa, ufa, Torres, chanca, chanca, Riofrío, Pallasta, Pestana, Cuevas, Zapata, zuza, zuza, morir antes que ceder un milímetro. Corran sin abrir la boca, las tribunas están cerquita y a ver si le vemos la cara al general Mendoza, no se olviden de levantar los brazos cuando Torres diga tres. Hay más gente de la que parecía y cuántos militares, deben ser los ayudantes del ministro, me gustaría verles la cara a los embajadores, cómo nos aplauden y todavía no hemos empezado. Eso es, ahora media vuelta, el teniente debe tener la soga lista, padrecito del cielo que le haya hecho buenos nudos, qué tales caras de malos que ponen los de quinto, no me asusten que tiemblo de miedo, alto. «Chajuí, chajuá, rá–rá–rá». Y entonces Gambarina se acercó un poco y sin importarle un comino el teniente que estiraba la soga y contaba los nudos, dijo: «así que se la quieren dar de vivos. Cuidado que se pueden quedar sin bolas». «¿Y tú madre?», le preguntó el Jaguar. «Después hablamos tú y yo», dijo Gambarina. «Basta de bromas», dijo el teniente, «vengan aquí los capitanes, alinéense, comiencen a jalar al silbato, apenas uno atraviese la línea enemiga toco el pito y paran. La victoria será por dos puntos de diferencia. Y no me vengan con protestas que yo soy hombre justo». Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar o estoy loco, qué espera para tocar el pito. «Listos, muchachos», dijo el Jaguar, «dejen el alma en el suelo». Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que daba más ánimo eran los muchachos, se me rían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra, ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, «trampa, mi teniente», «no habíamos cruzado la línea, mi teniente», chajuí, los de cuarto se han levantado, se han sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de malosos que reviento de risa, chajuí, chajuá. «No murmuren», dijo el teniente, «uno cero a favor de cuarto. Y prepárense para la segunda». Zuza compañeros, qué barra, la del cuarto, eso es rugir de verdad, te estoy viendo serrano Cava, Rulos, griten que eso calienta los músculos, estoy transpirando como una regadera, no te escapes culebra, quédate quietecita y no me metas los dientes, Malpapeada. Los pies, eso es lo peor, se resbalan como patines en la hierbita, creo que se me va a romper algo, se me salen las venas del cogote, quién es el que anda aflojando, no te agaches, pero quién es el traidor que anda soltando, aprieten la culebra, piensen en el año, cuatro, tres, ufa, qué le pasa a la barra, maldita sea Jaguar, nos empataron. Pero les costó más trabajo, se pusieron de rodillas y se tiraban al suelo con los brazos abiertos, respiraban como animales y sudaban. «Van tablas a uno», dijo el teniente, «y no hagan tantos aspavientos que parecen mujeres». Y entonces comenzaron a insultarnos para bajarnos la moral. «Apenas se termine el juego, mueren», «como que hay Dios en el cielo, los machucamos», «cierren las jetas o nos mechamos ahora mismo». «Malditos desconsiderados», decía el teniente, «No ven que las lisuras se oyen en las tribunas, me la van a pagar caro». Como si lloviera, tu madre por aquí, chajuí, la tuya, rá–rá–rá. Esta vez fue más rápido y más chistoso, todos comenzaron a rugir con la barriga, con los pescuezos hinchados y las venas moradas. «Cuarto, cuarto, silben, fuiiiiiiii, boom, ¡cuarto!», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: «se nos van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?». Las lisuras de las barras volaban sobre la cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo, brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, «vienen los de quinto», se puso a gritar el Jaguar, «a defenderse, muchachos», cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales, pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó, mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. «Se trata de un complot, mi general, pero seré implacable», «qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen de pelear», «mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto», pito y azote, tantos tenientes y ni los veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita. Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: «¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero». Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba «cadetes» y se paraba y volvía a decir «cadetes» y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir «cadetes, cadetes, cadetes», ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo «los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro?» ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni
los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, «coronel», «excelentísima señora», todos se movían, pero qué es lo que está pasando, «le ruego, coronel», «ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras», «cierren el micro», «le suplico, coronel», ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, «¿lo hará usted por mí, coronel?», el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. «Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora», dicen que Gamboa dijo después «qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles», y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, pammm, y de nuevo y después, pam–pam–pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam–pam–pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam–pam–pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pam–pam–pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam–pam–pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, «¿dónde está Gambarina para darle un beso en la boca?», decía el Jaguar, «quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di», la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida del colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra.

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