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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (13 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—Te dejó eso —le dijo su madre, desde la puerta. Suspiró—: Es lo único que acepté. ¡Pobre hijito mío, no es justo que tú también te sacrifiques!

Él abrazó a su madre, la levantó en peso, giró con ella en brazos, le dijo: «todo se arreglará algún día, mamacita, haré todo lo que tú quieras». Ella sonreía gozosa y afirmaba: «no necesitamos a nadie». Entre un torbellino de caricias, él le pidió permiso para salir.

—Sólo unos minutos —le dijo—. A tomar un poco de aire.

Ella ensombreció el rostro pero accedió. Alberto volvió a ponerse la corbata y la chaqueta, se pasó el peine por los cabellos y salió. Desde la ventana su madre le recordó:

—No dejes de rezar antes de dormir.

F
UE VALLANO
quien comunicó a la cuadra su nombre de guerra. Un domingo a medianoche, cuando los cadetes se despojaban de los uniformes de salida y rescataban del fondo de los quepis los paquetes de cigarrillos burlados al oficial de guardia, Vallano comenzó a hablar solo y a voz en cuello, de una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus ojos saltones giraban en las órbitas como una bola de acero en un círculo imantado. Sus palabras y el tono que empleaba eran fogosos.

—Silencio, payaso —dijo el Jaguar—. Déjanos en paz.

Pero él siguió hablando mientras tendía la cama, Cava, desde su litera, le preguntó:

—¿Cómo dices que se llama?

—Pies Dorados.

—Debe ser nueva —dijo Arróspide—. Conozco a toda la cuarta cuadra y ese nombre no me suena.

Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella. Se daban codazos y reían. «¿No les dije?, decía Vallano, orgulloso. Guíense siempre de mis consejos». Una semana después, media sección la conocía y el nombre de Pies Dorados comenzó a resonar en los oídos de Alberto como una música familiar. Las referencias feroces, aunque vagas, que escuchaba en boca de los cadetes, estimulaban su imaginación. En sueños, el nombre se presentaba dotado de atributos carnales, extraños y contradictorios, la mujer era siempre la misma y distinta, una presencia que se desvanecía cuando iba a tocarla o lo sumía en una ternura infinita y entonces creía morir de impaciencia.

Alberto era uno de los que más hablaba de la Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que sólo conocía de oídas el jirón Huatica y sus contornos porque él multiplicaba las anécdotas e inventaba toda clase de historias. Pero ello no lograba desalojar cierto desagrado íntimo de su espíritu; mientras más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, que reían o se metían la mano al bolsillo sin escrúpulos, más intensa era la certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer, salvo en sueños, y entonces se deprimía y se juraba que la próxima salida iría a Huatica, aunque tuviese que robar veinte soles, aunque le contagiaran una sífilis.

B
AJÓ EN
el paradero de la avenida 28 de Julio y Wilson. Pensaba: «he cumplido quince años pero aparento más. No tengo por qué estar nervioso». Encendió un cigarrillo y lo arrojó después de dar dos pitadas. A medida que avanzaba por 28 de Julio, la avenida se poblaba. Después de cruzar los rieles del tranvía Lima–Chorrillos, se halló en medio de una muchedumbre de obreros y sirvientas, mestizos de pelos lacios, zambos que se cimbreaban al andar como bailando, indios cobrizos, cholos risueños. Pero él sabía, que estaba en el distrito de la Victoria por el olor a comida y bebida criollas que impregnaba el aire, un olor casi visible a chicharrones y a pisco, a butifarras y a transpiración, a cerveza y pies.

Al atravesar la plaza de la Victoria, enorme y populosa, el Inca de piedra que señala el horizonte le recordó al héroe, y a Vallano que decía: «Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica». La aglomeración lo obligaba a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. Es la esquina de 28 de Julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias. Miró: un grupo de hombres y mujeres discutía con odio en torno a una mesa cubierta de botellas. Se demoró unos segundos en la esquina. Estaba con las manos en los bolsillos y espiaba las caras que lo rodeaban; algunos hombres tenían los ojos vidriosos y otros parecían muy alegres.

Se arregló la chaqueta e ingresó en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada; su rostro lucía una media sonrisa despectiva, pero su mirada era angustiosa. Sólo debió caminar unos metros, sabía de memoria que la casa de la Pies Dorados era la segunda. En la puerta había tres hombres, uno detrás de otro. Alberto observó por la ventana: una minúscula antesala de madera, iluminada con una luz roja, una silla, una foto descolorida e irreconocible en la pared; al pie de la ventana, un banquillo. «Es bajita», pensó, decepcionado. Una mano tocó su hombro.

—Joven —dijo una voz envenenada de olor a cebolla ¿Está usted ciego o es muy vivo?

Los faroles aclaraban sólo el centro de la calle y la luz roja apenas llegaba a la ventana; Alberto no podía ver el rostro del desconocido. En ese instante comprobó que la multitud de hombres que ocupaba el jirón, circulaba pegada a las paredes, donde permanecía casi a oscuras. La pista estaba vacía.

—¿Y? —dijo el hombre—. ¿En qué quedamos?

—¿Qué le pasa? —preguntó Alberto.

—A mí me importa un carajo —dijo el desconocido—, pero no soy un imbécil. Nadie me mete el dedo a la boca, sépalo. Ni a ninguna otra parte.

—Sí —dijo Alberto—. ¿Qué quiere?

—Póngase a la cola. No sea conchudo.

—Bueno —dijo Alberto—. No se sulfure.

Se separó de la ventana y la mano del hombre no intentó retenerlo. Se puso al final de la cola, se apoyó en la pared y fumó, uno tras otro, cuatro cigarrillos. El hombre que estaba delante de él entró y salió pronto. Se alejó murmurando algo sobre el costo de la vida. Una voz de mujer dijo, al otro lado de la puerta:

—Entra.

Atravesó la antesala vacía. Una puerta de vidrios empavonados lo separaba del otro cuarto. «Ya no tengo miedo, pensó. Soy un hombre». Empujó la puerta. El cuarto era tan pequeño como la antesala. La luz, también roja, parecía más intensa, más cruda; la pieza estaba llena de objetos y Alberto se sintió extraviado unos segundos, su mirada revoloteó sin fijar ningún detalle, sólo manchas de todas dimensiones, e incluso pasó rápidamente sobre la mujer que estaba tendida en el lecho, sin percibir su rostro, reteniendo de ella apenas las formas oscuras que decoraban su bata, unas sombras que podían ser flores o animales. Luego, se sintió otra vez sereno. La mujer se había incorporado. En efecto, era bajita: sus pies sólo rozaban el suelo. El pelo teñido dejaba ver un fondo negro bajo la maraña desordenada de rizos rubios. La cara estaba muy pintada y le sonreía. Él bajó la cabeza y vio dos peces de nácar, vivos, terrestres, carnosos, «para tragárselos de un solo bocado y sin mantequilla», como decía Vallano, y absolutamente extraños a ese cuerpo regordete que los prolongaba y a esa boca insípida y sin forma y a esos ojos muertos que lo contemplaban.

—Eres del Leoncio Prado —dijo ella.

—Sí.

—¿Primera sección del quinto año?

—Sí —dijo Alberto.

Ella lanzó una carcajada.

—Ocho, hoy —dijo—. Y la semana pasada vinieron no sé cuántos. Soy su mascota.

—Es la primera vez que vengo —dijo Alberto, enrojeciendo—. Yo…

Lo interrumpió otra carcajada, más ruidosa que la anterior.

—No soy supersticiosa —dijo ella, sin dejar de reír—. No trabajo gratis y ya estoy vieja para que me cuenten historias. Todos los días aparece alguien que viene por primera vez, qué tal frescura.

—No es eso —dijo Alberto—. Tengo plata.

—Así me gusta —dijo ella—. Ponla en el velador. Y apúrate, cadetito.

Alberto se desnudó, despacio, doblando su ropa pieza por pieza. Ella lo miraba sin emoción. Cuando Alberto estuvo desnudo, con un gesto desganado se arrastró de espaldas sobre el lecho y abrió la bata. Estaba desnuda, pero tenía un sostén rosado, algo caído, que dejaba ver el comienzo de los senos. «Era rubia de veras», pensó Alberto. Se dejó caer junto a ella, que rápidamente le pasó los brazos por la espalda y lo estrechó. Sintió que bajo el suyo, el vientre de la mujer se movía, buscando una mejor adecuación, un enlace más justo. Luego las piernas de la mujer se elevaron, se doblaron en el aire, y él sintió que los peces se posaban suavemente sobre sus caderas, se detenían un momento, avanzaban hacia los riñones y luego comenzaban a bajar por sus nalgas y sus muslos y a subir y a bajar, lentamente. Poco después, las manos que se apoyaban en su espalda se sumaban a ese movimiento y recorrían su cuerpo de la cintura a los hombros, al mismo ritmo que los pies. La boca de la mujer estaba junto a su oído y escuchó algo, un murmullo bajito, un susurro y luego una blasfemia. Las manos y los peces se inmovilizaron.

—¿Vamos a dormir una siesta o qué? —dijo ella.

—No te enojes —balbuceó Alberto—. No sé qué me pasa.

—Yo sí —dijo ella—. Eres un pajero.

Él rió sin entusiasmo y dijo una lisura. La mujer lanzó nuevamente su gran carcajada vulgar y se incorporó haciéndolo a un lado. Se sentó en la cama y lo estuvo mirando un momento con unos ojos maliciosos, que Alberto no le había visto hasta entonces.

—A lo mejor eres un santito de a deveras —dijo la mujer—. Échate.

Alberto se estiró sobre la cama. Veía a la Pies Dorados, de rodillas a su lado, la piel clara y un poco enrojecida y los cabellos que la luz que venía de atrás oscurecían y pensaba en una figurilla de museo, en una muñeca de cera, en una mona que había visto en un circo, y ni se daba cuenta de las manos de ella, de su activo trajín, ni escuchaba su voz empalagosa que le decía zamarro y vicioso. Luego desaparecieron los símbolos y los objetos y sólo quedó la luz roja que lo envolvía y una gran ansiedad.

B
AJO EL
reloj de la Colmena, instalado frente a la plaza San Martín, en el paradero final del tranvía que va al Callao, oscila un mar de quepis blancos. Desde las aceras del Hotel Bolívar y el Bar Romano, vendedores de diarios, choferes, vagabundos, guardias civiles, contemplan la incesante afluencia de cadetes: vienen de todas direcciones, en grupos, y se aglomeran en torno al reloj, en espera del tranvía. Algunos salen de los bares vecinos. Obstaculizan el tránsito, responden con grosería a los automovilistas que piden paso, asaltan a las mujeres que se atreven a cruzar esa esquina y se mueven de un lado a otro, insultándose y bromeando. Los tranvías son rápidamente cubiertos por los cadetes; prudentes, los civiles aceptan ser desplazados en la cola. Los cadetes de tercero maldicen entre dientes cada vez que, el pie levantado para subir al tranvía, sienten una mano en el pescuezo y una voz: «primero los cadetes, después los perros».

—Son las diez y media —dijo Vallano—. Espero que el último camión no haya partido.

—Sólo son diez y veinte —dijo Arróspide—. Llegaremos a tiempo.

El tranvía iba atestado; ambos se hallaban de pie. Los domingos, los camiones del colegio iban a Bellavista a buscar a los cadetes.

—Mira —dijo Vallano—. Dos perros. Se han pasado los brazos sobre el hombro para que no se vean las insignias. Qué sabidos.

—Permiso —dijo Arróspide, abriéndose paso hasta el asiento que ocupaban los de tercero. Éstos, al verlos venir, se pusieron a conversar. El tranvía había dejado atrás la plaza Dos de Mayo, rodaba entre chacras invisibles.

—Buenas noches, cadetes —dijo Vallano.

Los muchachos no se dieron por aludidos. Arróspide le tocó la cabeza a uno de ellos.

—Estamos muy cansados —dijo Vallano—. Párense.

Los cadetes obedecieron.

—¿Qué hiciste ayer? —preguntó Arróspide.

—Casi nada. El sábado tenía una fiesta, que al final se convirtió en un velorio. Era un cumpleaños, creo. Cuando llegué había un lío de los diablos. La vieja que me abrió la puerta me gritó «traiga un médico y un cura» y tuve que salir disparado. Un gran planchazo. Ah, también fui a Huatica. A propósito tengo algo que contar a la sección sobre el poeta.

—¿Qué? —dijo Arróspide.

—La contaré a todos juntos. Es una historia de mamey.

Pero no esperó hasta llegar a la cuadra. El último camión del colegio avanzaba por la avenida de las Palmeras hacia los acantilados de la Perla. Vallano, que iba sentado sobre su maletín, dijo:

—Oigan, éste parece el camión particular de la sección. Estamos casi todos.

—Sí, negrita —dijo el Jaguar—. Cuídate. Te podemos violar.

—¿Saben una cosa? —dijo Vallano.

—¿Qué? —preguntó el Jaguar—. ¿Ya te han violado?

—Todavía —dijo Vallano—. Se trata del poeta.

—¿Qué te pasa? —preguntó Alberto, arrinconado contra la caseta.

—¿Estás ahí? Peor para ti. El sábado fui donde la Pies Dorados y me dijo que le pagaste para que te hiciera la paja.

—¡Bah! —dijo el Jaguar—. Yo te hubiera hecho el favor gratis.

Hubo algunas risas desganadas, corteses.

—La Pies Dorados y Vallano en la cama debe ser una especie de café con leche —dijo Arróspide.

—Y el poeta encima de los dos, un sándwich de negro, un hotdog —agregó el Jaguar.

—¡Abajo todo el mundo! —clamó el suboficial Pezoa. El camión estaba detenido en la puerta del colegio y los cadetes saltaban a tierra. Al entrar, Alberto recordó que no había escondido los cigarrillos. Dio un paso atrás pero en ese momento descubrió con sorpresa que en la puerta de la Prevención sólo había dos soldados. No se veía ningún oficial. Era insólito.

—¿Se habrán muerto los tenientes? —dijo Vallano.

—Dios te oiga —repuso Arróspide.

Alberto entró a la cuadra. Estaba a oscuras pero la puerta abierta del baño dejaba pasar una claridad rala: los cadetes que se desnudaban junto a los roperos parecían aceitados.

—Fernández —dijo alguien.

—Hola —dijo Alberto—. ¿Qué te pasa?

El Esclavo estaba a su lado, en pijama, la cara desencajada.

—¿No sabes?

—No. ¿Qué hay?

—Han descubierto el robo del examen de Química. Habían roto un vidrio. Ayer vino el coronel. Gritó a los oficiales en el comedor. Todos están como fieras. Y los que estábamos de imaginaria el viernes…

—Sí —dijo Alberto—. ¿Qué?

—Consignados hasta que se descubra quién fue.

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