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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (8 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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Esta misma tarde, al salir del comedor ante la mirada lánguida de la vicuña, surgió la primera pelea en la sección. «¿Yo me hubiera dejado, Vallano se hubiera dejado, Cava se hubiera dejado, Arróspide, quién? Nadie, sólo él, porque el Jaguar no es dios y entonces todo hubiera sido distinto, si contesta, distinto si se mecha o coge una piedra o un palo, distinto aun si se echa a correr, pero no a temblar, hombre, eso no se hace». Estaban todavía en las escaleras, amontonados, y de pronto hubo una confusión y dos cayeron dando traspiés sobre la hierba. Los caídos se incorporaban; treinta pares de ojos los contemplaban desde las gradas como desde un tendido. No alcanzaron a intervenir, ni siquiera a comprender de inmediato lo ocurrido, porque el Jaguar se revolvió como un felino atacado y golpeó al otro, directamente al rostro y sin ningún aviso y luego se dejó caer sobre él y lo siguió golpeando en la cabeza, en el rostro, en la espalda; los cadetes observaban esos dos puños constantes y ni siquiera escuchaban los gritos del otro, «perdón, Jaguar, fue de casualidad que te empujé, juro que fue casual». «Lo que no debió hacer fue arrodillarse, eso no. Y además, juntar las manos, parecía mi madre en las novenas, un chico en la iglesia recibiendo la primera comunión, parecía que el Jaguar era el obispo y él se estuviera confesando, me acuerdo de eso, decía Rospigliosi y la carne se me escarapela, hombre». El Jaguar estaba de pie, miraba con desprecio al muchacho arrodillado y todavía tenía el puño en alto como si fuera a dejarlo caer de nuevo sobre ese rostro lívido. Los demás no se movían. «Me das asco —dijo el Jaguar—. No tienes dignidad ni nada. Eres un esclavo».

—O
CHO Y
treinta —dice el teniente Gamboa—. Faltan diez minutos.

En el aula hay una especie de ronquidos instantáneos, un estremecimiento de carpetas. «Me iré a fumar un cigarrillo al baño», piensa Alberto, mientras firma la hoja de examen. En ese momento la bolita de papel cae sobre el tablero de la carpeta, rueda unos centímetros bajo sus ojos y se detiene contra su brazo. Antes de cogerla, echa una mirada circular. Luego alza la vista: el teniente Gamboa le sonríe. «¿Se habrá dado cuenta?», piensa Alberto, bajando los ojos en el momento en que el teniente dice:

—Cadete, ¿quiere pasarme eso que acaba de aterrizar en su carpeta? ¡Silencio los demás!

Alberto se levanta. Gamboa recibe la bolita de papel sin mirarla. La desenrolla y la pone en alto, a contraluz. Mientras la lee, sus ojos son dos saltamontes que brincan del papel a las carpetas.

—¿Sabe lo qué hay aquí, cadete? —pregunta Gamboa.

—No, mi teniente.

—Las fórmulas del examen, nada menos. ¿Qué le parece? ¿Sabe quién le ha hecho este regalo?

—No, mi teniente.

—Su ángel de la guarda —dice Gamboa—. ¿Sabe quién es?

—No, mi teniente.

—Vaya a sentarse y entrégueme el examen. —Gamboa hace trizas la hoja y pone los pedazos blancos en un pupitre—. El ángel de la guarda —añade— tiene treinta segundos para ponerse de pie.

Los cadetes se miran unos a otros.

—Van quince segundos —dice Gamboa—. He dicho treinta.

—Yo, mi teniente —dice una voz frágil.

Alberto se vuelve: el Esclavo está de pie, muy pálido y no parece sentir las risas de los demás.

—Nombre —dice Gamboa.

—Ricardo Arana.

—¿Sabe usted que los exámenes son individuales?

—Sí, mi teniente.

—Bueno —dice Gamboa—. Entonces sabrá también que yo tengo que consignarlo sábado y domingo. La vida militar es así, no se casa con nadie, ni con los ángeles. —Mira su reloj y agrega—: La hora. Entreguen los exámenes.

III

Y
O ESTABA
en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba: «¿qué sabes de él?». «Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió». «¿A dónde vas tan apurado?, ven a conversar un rato». Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me decía: «¿qué tomas?». «No sé, cualquier cosa, lo que tú». «Bueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos cortos!» Y después me daba una palmada: «cuidado te emborraches». El pisco me hacía arder la garganta y lagrimear. Él decía: «chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo». Hablábamos de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. «Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro años. ¿No te sientes viejo?» Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergüenza que mi madre pudiera sospechar. Sacaba los libros y decía «voy a estudiar al lado» y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza, a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere. Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería, dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo «estudien en la cocina, ahí hay más luz». Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos colores. Yo le decía «serás una pintora» para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo. A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era su cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre «tengo montones de deberes», para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía «si estas cansada me voy a mi casa», pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. «Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno». La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes.

P
ERO MEJOR
que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpapeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: «un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los jefes». Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección estaba con nosotros y nos apoyaba. «Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo». Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. «Mis cadetes, la altura me da vértigos». El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: «¿sabes de quién te vas a burlar, perro?». En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. «Trepa, trepa, muchacho», decía el Rulos. «Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero igual que un artista, moviendo las manos». Estaba prendido como un mono y la escalera tac–tac sobre la loza. «¿Y si me caigo, mis cadetes?» «Te caes», le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. «Ahorita se rompe la crisma», decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? «Creo que se ha sacado el dedo», decía el Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. «Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches, hasta que aparezcan los culpables». La sección se portó bien y el Jaguar les decía: «¿por qué no quieren entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?». Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce, nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron? Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la cristina. «¿Está usted tomándome el pelo?» «No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha caspa». Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos. Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. «Qué apretura, yo tengo mucho poto para tan poca banca» decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le cobraba a alguien, «oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?», ya estaba oscuro y le decían «cállate o va a llover». Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para buscarlo y todos comenzaron a moverse. «Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver la película». «¿A mí me habla, cadete?», le pregunté. «No, al que está a su lado». «¿A mí?», le dijo el Jaguar. «¿A quién sino a usted?» «Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow-boys». «¿No va a sacar esos ladrillos?» «Creo que no», dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. «¿No quiere usted obedecer?», dijo el de quinto. «No, dijo el Jaguar, ¿por qué?», le estaba tomando el pelo a su gusto. Y entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar «ay, ay, ay» y toda la sección lo siguió. «¿Se están burlando de mí?», preguntó el de quinto. «Parece que sí, mi cadete», le dijo el Jaguar. Se va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. O algún amigo que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, «luces, suboficial, luces, ¿está usted sordo?». Y los perros se pusieron a gritar «luces, luces», no sabían qué pasaba y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban, todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha. Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién iba a distinguir. «¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos animales se están matando?» Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. «Abran paso, carajos, abran paso», maldita sea si alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el salón de actos y comenzamos a cantar «ay, ay, ay». «Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo fregaban», decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: «los de quinto están furiosos, los hemos dejado en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto». Los oficiales andaban de un lado a otro como ratones, preguntando «¿cómo empezó esta sopa?», «hablen o al calabozo». Ni siquiera los oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen, griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano, así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras también se preparan para la gran mechadera. «No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta, vamos a sacar unas cuantas losetas». Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada, no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no los machuquen los de quinto.

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