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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (27 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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En su pequeño estudio, Whitlow echó atrás la cabeza, cerró los ojos y sonrió como si escuchase una hermosa música, esperando a que la tormenta ganase fuerza y adoptase forma… una forma familiar y femenina.

Sólo quedaban días para el final.

Y siempre la presencia de la pregunta sin respuesta:
¿Por qué nuestros gigantes se molestan con granos tan diminutos? Nosotros nos agitamos sin sentido e ignorantes en el gran oleaje entre los mundos
.

¿Por qué les importa?

32

Reina Ana

Jack se sentó en la oscuridad frente a la pequeña mesa de la cocina, con una taza de té caliente en la mano. Pero esta mañana temprana el té no le ofrecía ningún confort. Burke se retrasaba; quizá se hubiese juntado con sus amigos del restaurante y se hubiese ido a recorrer clubes.

Todo tranquilo. Excepto por una lluvia tremenda y destellos de rayos al sur.

Miró al reloj de la cocina. Dos de la madrugada.

Burke tenía un teléfono bajo un cojín, tras el sofá. A menudo dormía de día, pero la superstición le impedía desconectar el timbre; de ahí el cojín.

Jack manoseó el trozo de periódico. El prefijo 206 era local. No habría cargos adicionales en el precioso teléfono de Burke. Lo peor que podría pasar es que acabase hablando con un chiflado solitario y se dedicaran a comparar el tiempo que hacía fuera con sus aburridas pesadillas. Lo que en sí mismo no tendría que estar mal… un oído compasivo.

Metió la mano bajo el sofá para retirar el cojín y coger el teléfono. El contestador junto al auricular parpadeó en rojo: cuarenta mensajes antiguos y dos nuevos. Burke también tenía supersticiones a propósito de borrar mensajes antiguos. El primer mensaje nuevo era de alguien llamado Kylie de la tienda de especias.

El segundo era de Ellen.

—Un mensaje para Jack. Mis disculpas. Fue muy mal comienzo. Pensé que sería divertido hablarlo con las chicas. Tu salida fue muy impresionante. ¿Podrías hacerlo otra vez… repetirlo? —suspiró—. Encontré el periódico, Jack. Debe de ser un periodo difícil para ti. No te apresures. Por favor. Llámame de inmediato. Hagas lo que hagas, no…

La máquina emitió un pitido, habiéndose agotado su memoria. Tocó la caja del bolsillo. Tres números entre los que escoger. Harborview, el anuncio por palabras… o Ellen. Más por vergüenza que por furia, no quería hablar con Ellen ahora mismo. Miró hacia la esquina occidental del salón. Dos paredes se unían al techo. Tres líneas formaban una esquina. Tira de la esquina como si fuese una cuerda, hasta el infinito, retuerce todas las líneas, uniéndolas… mucho más fuerte.

¿Qué camino, qué consecuencias?

Ahora está siendo irracional. Decídete
.

Dio un salto como si alguien le hubiese soplado en la oreja.

Supéralo. Queda trabajo por hacer, y ayudas o no. Haz
algo.

Descolgó y marcó el primer número que le vino a la cabeza.

Naturalmente, se trataba del número del anuncio, y llamaba a las dos de la mañana a un desconocido total. De alguna forma parecía correcto, un
camino dulce
. Todo saldría bien.

Al otro lado descolgaron antes de que terminarse de sonar el primero tono.

—Redacción local —dijo una voz husky—. Revista de Elucubraciones Oníricas.

—¿Este es el número… de los sueños?

—¿Te suena que lo es?

—Me he equivocado de número, lo siento.

—Explícate. Todavía es temprano.

—Necesito saber sobre el Kalpa —dijo. Tomó aliento con fuerza y cubrió el auricular con la mano, sobresaltado por esa palabra, por ese lugar.

—Nombre y dirección, por favor. —La voz era áspera, confiada… no sonaba somnolienta.

—¿Disculpe?

—Has preguntado por el Kalpa —dijo la voz.

—Ni siquiera sé qué es eso.

—¿Hay ausencias? ¿Momentos perdidos?

—Eso creo.

—¿Con qué frecuencia se producen sus sueños, dónde y cuándo? Pequeños detalles.

—He visto a una doctora…

—Nada de médicos. Necesito detalles. Tengo el bolígrafo preparado.

—¿Se trata de un negocio? ¿Quién es usted?

—Me llamo Maxwell Glaucous. Mi socia es Penelope Katesbury. Respondemos a las llamadas y en ocasiones respondemos a las preguntas. Hay poco tiempo. Bien, nombre y número de referencia, por favor.

—Me llamo Jack. El número de teléfono es…

—Ése lo tengo. Lo que quiero es un
número de referencia
. Le han asignado un número de referencia, ¿no es así?

—No me lo parece. No sé.

—Existe
ese
número, usted
tiene
ese número —dijo la voz con certidumbre—. Vaya a buscarlo y luego vuelva a llamar. Propongo que sea rápido. Si alguien más descubre lo de sus ausencias, las cosas podrían complicársele. Sin embargo, nosotros podemos ayudarle.

—¿Sabe lo que me pasa? ¿Es grave?

—Ciertamente es
grave
. Pero no le pasa nada malo. Es una maravilla. Ha sido bendecido. Encuentre el número y vuelva a llamar.

—¿Dónde miro?

—Ha recibido a un visitante. Mire entre sus efectos… lo que haya dejado atrás. —Glaucous tosió y colgó.

Jack se quedó sentado durante un momento, con la cara roja, sintiendo furia y curiosidad. Luego se levantó sobre piernas temblorosas para ir a su pequeño dormitorio y retiró el baúl.

El portafolios había desaparecido. Miró asombrado, para luego poner la habitación patas arriba, mirando bajo la cama, retirando las sábanas, el colchón, volviendo al baúl. Nada.

Palpó en la sombra tras el baúl. Sus dedos sacaron un trocito de papel hexagonal. Lo recogió. El hexágono había sido plegado complejamente, como un origami o uno de esos puzles matemáticos que lo niños aprendían a hacer en el colegio. Era ingenioso, tan preciso que no podías abrirlo lo suficiente para mirar dentro. No había trozos libres. Por lo que podía estimar, todas las esquinas y bordes convergían en el interior.

La verdad es que hay que tener dedos muy ingeniosos para doblar un papel de esa forma
.

—¡Para! —le gritó Jack al aire inmóvil de la habitación. Estiró el papel doblado entre los dedos por dos lados opuestos, luego por otro ángulo, probando todas las combinaciones para intentar abrirlo, como una flor.

Nada. Luego, vacilando:

Quieren un número de referencia. El número de catálogo de tu volumen especial. Hagas lo que hagas, no se lo des, bajo ninguna circunstancia
.

—¿Por qué no?

No hubo respuesta.

—Vete a la mierda. —Sintió una presión creciente en el aire, nublándosele las ideas.

Jack alzó la vista. Alguien subía por las escaleras. Pisadas fuera, fuertes. Esperaba que fuese Burke… alguien con quien hablar. Hoy habían pasado tantas cosas. La presión se incrementó. Le empezaba a doler la cabeza. Lo que fuese por pararlo. La lluvia y el viento eran más intensos.

Los golpes se redujeron hasta el paso de una persona mayor —una persona cautelosa— que no era Burke, porque éste era rápido y atlético. De pronto Jack quiso estar en cualquier lugar menos allí donde estaba. Luego la sensación pasó, recubierta por otra oleada de dulzura omnipresente. Todo saldría bien…

Al otro lado de las cortinas de la ventana del salón, algo enorme proyectó una sombra. La sombra grande pasó y una más pequeña la reemplazó: baja, ancha, como un gnomo.

Un puño pesado golpeó la puerta, agitando el marco y las paredes, y agitando las cortinas.

—Soy Glaucous, muchacho —gritó una voz áspera, la misma que había respondido al teléfono—. He traído a mi dama para conocerte. Vamos a buscar ese número, ¿vale? —El puño volvió a golpear y la voz añadió con una voz baja de diversión—. Tranquila, cariño.

33

El almacén verde

Ginny caminaba frente a la pesada puerta de acero. Pegó la oreja contra el metal frío, muy pintado, escuchando a las voces al otro lado. Murmullos… tonos que se elevaban y caían, varias mujeres hablando con Bidewell.

Sólo entendió unas pocas frases. «…todos aquí. Reunidos…». Luego, Bidewell, «La chica no la lleva encima…». Y otra, otra voz de mujer y profunda: «Casa de empeños, lo habitual…» Ginny acercó las cejas para luego retorcer el cuello y mirar hacia arriba. Una luz escasa, azul gris, llegaba desde el tragaluz para iluminar la zona habitable improvisada, encajada entre pilas de cajas de madera y cartón, todas llenas de libros. Enormes gotas de lluvia resonaban con repiques apagados contra el vidrio reforzado con alambres de los altos paneles arqueados. Se acercaba una tormenta. Podía sentir la electricidad, la humedad del aire. Dos rayos cercanos, destellando en violeta. Un instante después el trueno estremeció el viejo almacén y el eco llegó desde los rascacielos lejanos.

Valoró las sábanas revueltas del jergón, el viejo escritorio dañado situado al pie del catre. Esta parte del almacén era grande, polvorienta y dada a las corrientes de aire.

En otra época había disfrutado de la lluvia, incluso de los truenos; pero ya no. Pero la tormenta no venía a por ella, en esta ocasión no. El almacén la protegía.

No, esta tormenta venía a por alguien como ella, alguien que había visto un anuncio por palabras o un cartel de autopista y estaba a punto de cometer el error de su vida… y Ginny creía saber de quién se trataba: el joven de la bicicleta en el encuentro busker. Deseaba desesperadamente advertirle, descubrir qué sabía. No quedaba demasiado tiempo. Ni para él, ni para ella, ni para nadie.

La tormenta había llegado.

Todos nosotros… soltados y chocando contra el final
.

Esa idea le hizo contener el aliento e hipar con tristeza.

Durante unos momentos caminó de un lado a otro frente a la puerta, mordiéndose la uña del pulgar. Había mordisqueado todas las uñas hasta dejarlas al mínimo. En una ocasión su madre le había dicho a Virginia que tendría manos muy bonitas si dejaba de comérselas. Aburrida rápidamente de mordisquear, retorció un mechón de pelo hasta que le colgó delante de la nariz formando un bucle alargado.

Ya basta
.

Alzó un puño frente a la masiva puerta corredera. Antes de poder llamar, la puerta gimió, para luego hacerse al lado lo justo para permitir a Bidewell lanzar un brazo esquelético. Con un gruñido enfático, empujó la puerta sobre las guías hasta que dio contra un tope de goma. Mientras tanto, siguió manteniendo la conversación.

—Creo que usaremos las habitaciones de siglo. Las tengo vacías y listas. Si estáis seguros de poder dar con todos ellos.

En la biblioteca privada de Bidewell, en la mitad posterior del almacén, había tres mujeres sentadas en sillones de lectura de respaldo alto. El rayo blanco destellaba a través de una ventana alta cubierta de barras de acero, tallando brillo en los estantes que llegaban hasta el techo.

—Les encontraremos —respondió una mujer.

Todas las mujeres superaban a Ginny en edad por tres o más décadas. Una tenía pelo castaño corto y ojos verdes, vistiendo un largo abrigo verde y una falda marrón; había respondido a Bidewell. Ginny se volvió para mirar a la segunda, de largo pelo rojo y un rostro bonito y redondeado. Aunque sus ojos verdes parecían confiados, se tocaba los botones de latón de la chaqueta vaquera y se alisaba el vestido de mangas cortas.

Los tacones de Ginny rasparon el viejo suelo de madera al encararse con la tercera mujer. Ésta, vestida de púrpura, un exquisito pañuelo verde sobre los hombros, era la más bajita y más vieja de todos excepto Bidewell, y sus ojos eran audaces y negros. A Ginny no le gustó la forma en que la mujer la valoró: desenrollar, pesar, medir, dispuesta a cortar un trozo.

No estaba seguro de que
ninguna
de ellas le cayese bien.

Bidewell sonrió, mostrando dientes fuertes como losetas de hueso manchado.

—¿Haría el favor de unirse al grupo, señorita Virginia Carol? —le preguntó—. Quizás un poco prematuro. La doctora Sangloss no ha llegado.

Ginny recordaba a la doctora que la había atendido en la clínica, que le había hablado de Bidewell y el almacén verde. Ya nada le sorprendía.

La casa de empeños… su piedra.

Las mujeres la miraron con curiosidad, aguardando su reacción.
Puedo picar. ¿Quiénes son?

Otro trueno.

La mujer del abrigo verde se puso en pie y alargó la mano.

—Me llamo Ellen —dijo. Ginny no se movió, pero la muja avanzó. Al quedarse sin opciones corteses, Ginny se rindió y le dio la mano.

A continuación Ellen le presentó a la pelirroja, que se llamaba Agazutta.

La mujer rechoncha con la mirada valorativa era Farrah. Dijo:

—La tormenta acaba de empezar, Virginia. Esta vez no viene a por ti… todavía no.

—Lo sé —dijo Ginny.

La mujer rechoncha siguió hablando:

—Como mucho tenemos una hora. Deberíamos haber actuado antes.

—He sido lento, es cierto —confesó Bidewell—. Últimamente me siento cansado. Perdonadme. Te necesitamos, Virginia, porque ninguno de nosotros es un desplazador de destino.

—¿Qué es un desplazador de destino? —preguntó Ginny, y luego comprendió. Abrió la boca. Entrecerró los ojos. De pronto se sentía algo más que suspicaz, estaba asustada. Nunca se lo había contado a
nadie
, por miedo a perder aquello que no estaba segura de tener… y ahora había otros que lo sabían. Hecho que lo volvía real, una confirmación de años de sueños temerosos y esperanzas desesperadas, o una locura compartida.

Una habitación llena de locos. Igual que ella.

Pasadas las presentaciones, Ellen levantó una bolsa de plástico y sacó un periódico arrugado, el
Seattle Weekly
:

—Lo encontré en el cubo de reciclaje —explicó, y colocó el periódico sobre la mesa de madera, abriéndolo por la sección de anuncios por palabras. Habían arrancado un pequeño trozo, como del tamaño de uno o dos anuncios—. Virginia podría saber qué significa.

Ginny se apartó, enrojecida.

—No hay necesidad de asustarse o avergonzarse —dijo Bidewell.

—Claro que no. ¿Dónde
está
Miriam? —preguntó Agazutta, mirando a la puerta de madera situada al otro extremo.

Farrah seguía mirando a Ginny, pacientemente, implacable. Midiendo.

—La chica lo sabe —dijo con voz suave—. Ha estado allí, y escapó.

Ginny la miró fijamente, luego a las otras, indefensa, desafiante, como un ciervo rodeado por tigresas. Como si ésa fuese su señal,
Minimus
saltó a la mesa y se sentó sobre el periódico. Alzó una pezuña blanca y rascó enfurecidamente el periódico, dejándolo convertido en jirones.

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