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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (26 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—No os alejéis —les gritó Khren, bien consciente de lo fácil que era que esos jóvenes se desviasen de su propósito—. Llega tarde —le dijo a Jebrassy, con voz baja y nerviosa—. Dicen que la intrusión no se produce dos veces en el mismo sitio, pero yo no estoy tan seguro.

Los dos amigos compartieron un rollo de chafa amarga y masticaron pensativamente la fibra, hasta que el silencio pareció serles excesivo. Ya ni siquiera podían oír los enfrentamientos y gritos de los tres jóvenes. Los insectoletras también habían desaparecido.

—Se han ido demasiado lejos —dijo Khren. Se sentó, negándose a seguir a Jebrassy en su paseo de un lado a otro—. Debería ir a buscarlos. —Pero no se levantó. Khren prefería la reflexión al movimiento, incluso cuando estaba ansioso.

—Están bien —dijo Jebrassy—. Un grito bastará para llamarles. Paciencia.

—¿Cómo es de fiar tu fulgente? —preguntó Khren.

Jebrassy iba a responder, pero oyó el eco de pasos tenues y apareció Tiadba, atravesando rápidamente la barandilla. Llevaba los mismos pantalones y la misma prenda atada a la cintura que aquel día en los Diurnos, y parecía cansada.

—Lamento llegar tarde —dijo—. Guardianes grises. Tuve que salir y rodear el primer piso para que no me siguieran. Después de todo, ¿por qué alguien iba a venir
aquí?
—Miró acusadoramente a Khren.

—No conté nada —respondió, girando dos dedos resentidos.

—Claro que no —dijo Tiadba—. ¿Encontraste ayuda?

—Khren reclutó a tres —dijo Jebrassy—. Están muy verdes, pero están animados. Ya se han ido a cazar.

Khren miró a Jebrassy, todavía dolido, y se excusó para ir a buscarles.

—Es un progenie sincero —dijo Jebrassy cuando Khren ya no podía oírle—. Los líderes deben tener cuidado con sus palabras.

Tiadba sorbió.

—Grayne me ha dicho que es mejor por encima del 50. Esos pisos llevan abandonados cientos de generaciones. Por alguna razón, eso afloja más los lomos, o eso dice. Dice…

—¿Cómo es que sabe tanto? —preguntó Jebrassy—. ¿Quién habla con ella? ¿Alzados?

—Los
progenies
hablan con ella —dijo Tiadba—. Hace mucho tiempo que es sama. Los progenies llegan al mercado desde todos los Niveles para hablar con ella. Es lo más cercano que tenemos a un maestro real. Pero iba a decirte…

Un alboroto resonó por un pasillo largo, indicando el regreso de Khren y los tres jóvenes. Más presentaciones y Tiadba suavizó el tono crítico que había usado antes. Los jóvenes no se mostraron tímidos en presencia de una hembra; es más, incrementaron su tumulto estridente y daba la impresión de que podrían explotar en cualquier momento. Sólo Nico parecía dispuesto a mantener una especie de dignidad filosófica.

—¡Haremos una carrera! Cincuenta… eso está cerca de lo más alto —gritó Shewel al ir a la escalera. Llegó su voz—. ¡Podríamos llegar al tejado! —Los otros le siguieron de cerca, pero Mash se quedó atrás… más lento y algo desconcertado.

—¿Para qué queremos libros? —preguntó—. Incluso si son reales, sólo nos hablarán de la época antes de que hubiese progenies. ¿A quién le importa?

—Es un juego —dijo Tiadba—. Eso es todo. Sabes leer, ¿verdad?

—Puedo resolver cualquier desafío de insectoletra, siempre que sea justo —dijo Mash—. Y puedo leer todo lo que un maestro me ponga delante. Soy grande, pero no soy tonto.

El piso cincuenta poseía un olor desolado y bochornoso que hizo estremecer los dedos de Jebrassy. Sólo unos pocos pisos por debajo del tejado de este bloque, la escalera era más amplia y ocupaba casi tres veces el diámetro que tenía en la planta baja, haciendo que los pasos fuesen más cortos, los escalones más anchos, incrementando perversamente la distancia que tenían que subir. Tropezó varias veces. Ninguna de las otras escaleras era así, lo que acrecentaba la sensación de extrañeza… un lugar inapropiado para progenies.

Los jóvenes no parecieron darse cuenta. Ya se habían dispersado, haciendo marcas en la arenilla a la entrada de cada pasillo que investigaban. En este piso había doce pasillos que partían de la escalera, y cientos de nichos… todos vacíos. Ni siquiera el agitar de alas de los insectoletras perdidos rompía el silencio ancestral.

Daba la impresión de que nada vivo quería estar ahí.

Los tres jóvenes rápidamente llenaron el silencio, contando en voz alta de cuántos lomos habían tirado infructuosamente. Sus voces resonaban y se volvían más tenues a medida que se alejaban, hasta que apenas se les podía oír.

—Os dejaré solos y me uniré a ellos —dijo Khren—. Tres es multitud, ¿no os parece?

Jebrassy estuvo a punto de protestar, pero Tiadba dio las gracias a Khren, quien se fue con cierta prisa. Era evidente que no le gustaba estar en presencia de Tiadba, lo que no extrañó a Jebrassy; ella no se había comportado como si quisiese hacer amigos.

Tiadba aprovechó la oportunidad para rozarles los hombros con las manos.

—¿Lo viste?

—¿Ver qué?

—Lo vi justo antes de que Khren hablase. Me pregunto si se darán cuenta.

—¿Darán cuenta de qué?

Tiadba le movió para situarle mirando a un pasillo inexplorado, uno que los jóvenes todavía no habían marcado. Allí había seis estantes a cada lado; cada uno abarcaba una longitud de diez brazos, ocupando los espacios existentes entre las entradas de los nichos, penetrando en la penumbra, hasta el mismo final del pasillo. Por todo lo que podía ver, los falsos lomos marchaban en solemne relieve.

—Espera.
Mira
.

Jebrassy no prestaba atención. Sintiéndose culpable, se inclinó y se obligó a concentrarse en los títulos, frunciendo el ceño al recorrer la fila media de lomos.

—¿Qué busco? —preguntó, intentando mantener la voz normal, el tono humilde.

Y entonces lo vio. Los títulos cambiaron: las extrañas letras parecieron arrastrarse, reordenarse y ajustarse de nuevo, tan inocentes y permanentes como él siempre había creído que eran. La visión logró algo más que sobresaltarle. No pudo controlarse, se echó atrás y chocó contra los estantes de la pared opuesta. Luego miró a Tiadba, con las orejas rojas por la sorpresa. Tal transitoriedad en un rasgo inmutable como los falsos estantes resultaba casi tan aterradora como una intrusión.

Tiadba no se rio de él.

—¿A esto se refería Grayne? —preguntó, sobrecogido—. Aquí, todo cambia, quiero decir… ¿porque nadie mira?

—Nosotros estamos mirando. ¿Por qué cambiar frente a nosotros?

—No… lo… sé —dijo Tiadba, pero alargó la mano y tiró de un falso libro. Por supuesto, se negó a ceder—. Grayne se pasaba de sutil. Esto es un acertijo. Debemos resolverlo para merecerlo.

—Yo no tengo ni idea, pero eso siempre ha estado claro —dijo Jebrassy, con las orejas todavía cálidas—. No me gusta este lugar.

—Quizás estos estantes nos estén mostrando lo que sucede en todas partes, cuando los progenies duermen, y somos demasiado ignorantes, muy poco observadores, o dormimos demasiado bien como para darnos cuenta o que nos importe. Podríamos aprender esos viejos símbolos. Podríamos apuntarlos en lienzos de agitar y luego compararlos después de dormir varias veces…

De pronto Jebrassy comprendió. Olvidando momentáneamente su miedo, regresó al estante y palpó los lomos, pero no tiró, dando por supuesto que todavía no se había ganado ese privilegio.

—Los libros que se
pueden
soltar, los que se pueden saltar, son siempre los mismos —dijo—. Pero se mueve. Los títulos se mueven. ¿Ése es el secreto?

Tiadba sonrió y alargó la mano para tirar de algunos lomos más. Sin suerte. Luego silbó de emoción y corrió pasillo abajo.

—Quizá sean como insectoletras —dijo Jebrassy, yendo hacia ella—. Quizá los libros de los estantes en realidad
se reproducen
. Quizá los títulos producen nuevos títulos… quizá producen nuevos libros.

—No sé cómo nos ayuda saber eso —le gritó ella.

—¿Cómo
podríamos
saberlo? —susurró Jebrassy, la conmoción del descubrimiento disipándose tan rápidamente como había llegado—. No podemos leerlos… no sabemos de cuál tirar… se mueven o se multiplican cada periodo de sueño, cuando nadie mira… y eso significa, dado que los estantes nunca crecen, que los títulos desaparecen.
Excrementos
—juró—. Es un
juego de dados
.

—¡Y los dados están cargados! —dijo Tiadba—. No podemos ganar. Nunca encontraremos un libro. Pero aun así la hermandad de Grayne dio con algunos. —Se le iluminó la cara—. ¿Ése es el desafío? ¿No es maravilloso?

Jebrassy la miró.

—Bien, eso no puede ser todo —dijo—. Se nos está pasando algo importante.

—Llama a tu amigo y a los jóvenes —dijo Tiadba—. Quizá nos ayuden… quizás ellos encuentren sus propios libros.

Jebrassy miró a los otros pasillos, radiando a los Niveles exteriores, miles de estantes, no podía ni pensar en cuántos títulos.

—Eso va a llevar una
eternidad
.

—¿Qué significa eso? —preguntó Tiadba.

Ninguno de los dos había oído antes esa palabra; no formaba parte de la lengua progenie.

31

Antes de cruzar la calle Cuarenta y cinco, justo delante del cinematógrafo, Whitlow miró a derecha e izquierda; después de pasar tantos años en Londres y París, le resultaba imposible decidir de qué dirección caerían sobre él los vehículos tirados a caballo o impulsados por gasolina.

Whitlow carecía de sentido del peligro general. Es más, tenía menos que la gente que cazaba. De no ser por el encanto de la Princesa de Caliza, probablemente hubiese muerto mil años antes, en el último Ansia de la ardiente Córdoba.

No encontró ningún artículo de interés en las casas de empeño de la zona. No había esperado lo contrario; era evidente que había fuerzas estableciéndose en la oposición, preparándose para una confrontación.

La marquesina del cine indicaba que proyectaban una película llamada
El libro de los sueños
. Lo que le hizo mostrar una sonrisa amplia, desvelando dientes gruesos y fuertes, todos iguales y del color del marfil antiguo.

Vestía su mejor traje, un poco gastado tras cincuenta años, pero bien cuidado. Recosido invisible, efectivamente. Se había administrado un frotado con esponja bisemanal en su piso estudio de Belltown, se había engominado el escaso pelo negro, se había recortado y encerado el delgado bigote y se había encajado calcetines de lana y botas negras de cordones altos que había hecho fabricar en Italia para ajustarse a sus dedos deformados.

A continuación se había encajado un sombrero de fieltro.

Había estado bien volver a ver a Max Glaucous, su joven protegido, después de tantas décadas; en realidad, más de un siglo. A medida que el tiempo se desengranaba, el pasado parecía amontonarse, formando promontorios y valles, lo que hacía difícil estimar la distancia o el terreno, pero no importaba. Glaucous siempre había sido un cazador productivo, aunque algo brusco y evidente para los estándares de Whitlow.

El propio Whitlow llevaba en Seattle más de un mes, al haber presentido una confluencia, la reunión de líneas de mundo importantes… por supuesto, habiendo recibido la
gracia
de algo del vasto pozo de conocimiento de la Polilla. Porque uno de los talentos de la Polilla era precisamente saber cuándo otros se acercaban al punto de una elección desesperada; y en particular, a un punto de colisión con la Princesa de Caliza o sus empleados: una especialidad cuya importancia no se desestimaba despreocupadamente, ni se discutía con alguien como Glaucous.

Whitlow sabía que no debía acercarse a Glaucous mientras éste estuviese recolectando; incluso conocía el peligro de anunciar su presencia en la ciudad de Glaucous. Pero la Lívida Señora esperaba lo suyo y Seattle acogía ahora a al menos dos blancos y posiblemente a tres.

El tercer blanco no era sólo elusivo, sino también problemático. Algunos miembros de su profesión dudaban que alguien de su tipo respondiese a cualquier incentivo y, sin embargo, podría ser más poderoso que cualquiera de los otros, o que todos ellos combinados.

El mal pastor
.

Durante décadas, Whitlow había mantenido una presencia remota y observadora en ciudades de todo el mundo, sin llamar la atención de otros cazadores, y a menudo sin cazar furtivamente las presas de los otros. Porque la Princesa de Caliza, tras la Gran Guerra, le había asignado una tarea concreta: encontrar al único desplazador que
no
soñaba con la Ciudad sobre la que ella mantenía, decían algunos, una vigilancia eterna… en otra existencia. Whitlow tenía por costumbre mantener un grupo de irregulares pagados con dinero, drogas o ambas cosas; unos pocos escogidos que vivían sus vidas como insectos bajo una piedra, criaturas tímidas y observadoras con nada que perder excepto sus breves y dolorosas extensiones de tiempo. En la mayoría de las ciudades bastaba con cincuenta de ésos dispuestos aleatoriamente. Parecía que los desplazadores siempre entraban en contacto distante con esos seres desarraigados, como si sus propias líneas de mundo —tan estrictamente controladas— se sintiesen atraídas por hilos más cortos y desiguales.

Incluso en algunas circunstancias se funden con ellas
.

Whitlow lo había visto 634 años antes, en Granada. Si las condiciones hubiesen funcionado, si él —fingiendo ser un tratante judío en antigüedades— hubiese logrado capturar a su presa, no habrían sido precisos todos estos siglos posteriores.

El mimo llamado Sepulcher era uno de los suyos, y le había alertado de la existencia de un desplazador llamado Jack, cuyo paradero, por lo demás, era desconocido. Ésa era la presa de Glaucous.

Y ahora, otro explorador hablaba. Seis manzanas al este, la mujer delgada y angulosa llamada Florinda se encontraba a la sombra de un alero sobre la entrada de una pequeña librería. Hablaba con otra mujer regordeta y mayor, con pelo blanco y una cara redondeada y exquisitamente arrugada de fumadora. Florinda sintió la llegada de Whitlow y estiró la cabeza hasta que el cuello se tensó como una cuerda. Abrió los ojos al máximo, tomada por sorpresa, expectante.

Mientras Whitlow hablaba con Florinda, la mujer de pelo blanco murmuró y miró a la calle con indiferencia.

Después, Whitlow le pagó a Florinda en la moneda que más deseaba.

Y esa noche, tendida sobre un paso elevado de la autopista, entrando y saliendo del estupor de la droga —la lluvia golpeando su lona azul, y los primeros destellos lejanos del rayo iluminando su rostro sudoroso, frío, alisado—, se liberó de todas estas líneas de mundo y los hilos que la retenían.

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