Authors: Daniel Montero Bejerano
El último punto del
Código de buen gobierno del Gobierno
establece que el Consejo de Ministros recibirá cada año un informe del Ministerio de Administraciones Públicas sobre los incumplimientos del código deontológico. Es decir, que el Gobierno pasará revista a sus filas e impondrá sanciones a todos aquellos que pequen de mala conducta. Sin embargo, parece que no es suficiente con manifiestos abusos, grandes derroches, falta de transparencia y una posición privilegiada. Hasta el día de hoy, este último punto nunca se ha cumplido.
Ningún miembro de la Casta, ni uno solo de los 80.000 cargos electos que hay en España, ha sido sancionado por incumplir el manual del buen político.
RICO DE ESPÍRITU, POLÍTICO DE PROFESIÓN
Los cargos electos cobran el paro, pero nadie puede ir al INEM a reclamar su puesto
L
os periódicos de la mañana abrieron con la noticia de que Arnaldo Otegi había quedado en libertad. Un día antes, el líder de la ilegalizada Batasuna se había sentado por primera vez en el banquillo de la Audiencia Nacional, acusado de un delito de enaltecimiento del terrorismo. Bajo su cabeza pendía una petición de quince meses de prisión por su intervención en el entierro de la etarra de veinte años Olaia Castresana Landaberea, que falleció en junio de 2001 mientras manipulaba un artefacto explosivo en un apartamento de Torrevieja. En el entierro civil organizado por la familia de la terrorista fallecida, Arnaldo Otegi solicitó «un aplauso más caluroso a todos los
gudaris
que han caído en esta lucha por la autodeterminación». A última hora de la noche, tras un día completo esperando la llegada del responsable
abertzale
a la Audiencia Nacional, la Fiscalía consideró que estas declaraciones estaban amparadas por la libertad de expresión y retiró los cargos, después incluso de que Otegi fuera trasladado a Madrid desde su domicilio en un avión fletado con urgencia por el Ministerio del Interior.
Era 22 de marzo de 2007 y quedaban dos meses escasos para la llegada de las elecciones municipales, fijadas para poco antes del verano. La maquinaria política estaba en marcha y todo acto público era sopesado en una balanza por la posibilidad de arañar un puñado de votos. Ese día, mientras las bolsas jugaban al sube y baja por la batalla que mantenían las eléctricas Acciona y Endesa, y el empresario Jesús de Polanco se despachaba contra el Partido Popular en la junta general de accionistas del Grupo Prisa, entró en vigor la llamada Ley de Igualdad. La medida era una de las banderas del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Contempla medidas de discriminación positiva para equiparar el trato de hombres y mujeres en distintos ámbitos sociales, como la empresa privada o la política. La nueva normativa traía cambios para todos. Las grandes empresas tendrían que incorporar mujeres en sus consejos de dirección hasta alcanzar el 40 por ciento de los puestos, los sueldos tendrían que equipararse entre ambos sexos y se endurecerían las penas por acoso sexual en el trabajo.
Sin embargo, para quien más cambios aportaba esta ley era para la Casta. Y cambios peligrosos. La nueva reglamentación afecta de lleno a los políticos españoles, ya que exige, entre otras cosas, la paridad en las listas electorales de todos los partidos. Es decir, las candidaturas de cada ayuntamiento, diputación y asamblea regional tendrían que contar desde aquel momento con el mismo número de hombres y mujeres.
Cambiaron las normas del juego democrático demasiado pronto para adaptarse a las inminentes elecciones. Y arrancó un baile de nombres y sobre todo de puestos en el que participaban 79.000 personas entre concejales, alcaldes y diputados provinciales. Algunos ediles históricos tendrían que dejar su puesto para cumplir las cuotas dispuestas para las mujeres. Gente con años de experiencia sirviendo a la ciudadanía y con escasa o nula formación laboral fuera del ámbito político tendría que dejar el calor del nido municipal para aprender a volar en solitario. Sin embargo, las reglas son las reglas: no había sitio para todos. Ni tampoco cargos de confianza suficientes en los ayuntamientos y organismos afines para colocar a todos los que se quedaban fuera.
Había que minimizar daños y la Casta se movió rápido. Cerró filas y buscó una solución sencilla, incluso ya planificada: los concejales que se cayeran de las listas electorales no se quedarían con una mano delante y otra detrás. En vez de eso, cobrarían el paro.
Unos meses antes de que la Ley de Igualdad entrara en vigor se aprobó sin mucho ruido otra ley de vital importancia para la Casta. En pleno puente de la Constitución, una fecha festiva durante la cual los medios de comunicación ejercen mucho menos impacto en la ciudadanía, entró en vigor la Ley 37/2006 de 7 de diciembre. La nueva normativa, que pasó desapercibida para la completa mayoría de los españoles, llevaba un nombre poco clarificador: «Relativa a la inclusión en el Régimen General de la Seguridad Social y a la extensión por desempleo a determinados cargos públicos y sindicales». En apariencia se trataba de una ley minoritaria que afectaba a muy pocos cargos de la administración del Estado y a algunos sindicalistas, que a partir de ese momento podrían cobrar el paro tras ser cesados de su puesto. Nada más lejos de la realidad. En el primer punto del articulado quedan enumerados los colectivos afectados: «Los miembros de las corporaciones locales y los miembros de las Juntas Generales de los territorios históricos forales, cabildos insulares canarios y consejos insulares baleares que desempeñen su cargo con dedicación exclusiva o parcial». Es decir, el grueso de la Casta.
El 6 de junio de 2006 comenzaron los primeros trámites para que los diputados autonómicos y concejales pudieran cobrar el paro. Era martes y la escena política estaba convulsa. El presidente del Gobierno tenía cita para acudir al Congreso, donde pediría autorización de forma oficial, por primera vez en democracia, para entablar un proceso de diálogo con la banda terrorista ETA. Los primeros contactos con el entorno
abertzale
abrieron ya una brecha pública entre los principales partidos nacionales, que repartían argumentos e improperios desde todos sus púlpitos. Sin embargo, ese día hubo algo que unió posturas irreconciliables, algo que hizo que PP y PSOE, Izquierda y derecha, los antagonistas de la política, junto con el resto de grupos de la cámara votaran en el mismo sentido. Por un bien común: el de garantizar una fuente de dinero para los suyos. No para sus votantes, sino para los miembros de sus partidos.
Aquel día la Comisión de Trabajo y Asuntos Sociales del Congreso, compuesta por ochenta y siete miembros de la cámara y presidida por la diputada socialista Carmen Marón, aprobó por unanimidad la proposición de ley para que los políticos locales pudieran acceder al paro. Esta vez no hubo fisuras ni reproches. La Casta votó en bloque. Sólo el PNV puso una objeción, y fue para incluir en la nueva legislación a los miembros de las Juntas Generales de Álava, vizcaya y Guipúzcoa, las cámaras provinciales del País Vasco, donde la formación política tenía una treintena de miembros.
La posibilidad de que los concejales cobraran el paro era una petición histórica de la Federación Española de Municipios y Provincias, que llevaba veinticinco años solicitando este subsidio para los ediles. De hecho, los diputados nacionales disfrutan de indemnizaciones cada vez que dejan su puesto en las Cortes, y los ex ministros mantienen durante dos años una pensión del 80 por ciento de su salario, es decir, unos 5.400 euros al mes, independientemente de que continúen o no su carrera política. Aplicado a la empresa privada, sería como si un alto directivo se jubilara con una cuantiosa pensión pero, además, siguiera trabajando en plantilla y cobrando un sueldo, lo que constituye una práctica totalmente prohibida por la ley. En la actualidad cuatro miembros del Congreso cobran este subsidio para ex ministros pactado por UCD y PSOE en 1980: José Antonio Alonso, Mariano Fernández Bermejo, María Antonia Trujillo y Jesús Caldera combinan su sueldo de diputado con una pensión seis veces superior a la media española. Por ejemplo Caldera, ex ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, recibe 6.319 euros mensuales por su escaño en la cámara baja, donde redondea su sueldo como vocal de la Diputación Permanente y presidente de una comisión. Una de sus principales medidas al frente del Ministerio de Trabajo consistió en subir el salario mínimo a 600 euros. Cuatro años después, su sueldo está diez veces por encima de esa cifra, que recibe simplemente por no abrir la boca. Y esto es literal: según los partes de sesiones del Congreso, Caldera no ha presentado ni una sola iniciativa ni ha intervenido ante la cámara desde que comenzó la legislatura en abril de 2008. Al final, el ex ministro de Trabajo cobrará en 2009 más de 120.000 euros por los servicios prestados.
Los concejales se mueven en otras cantidades más modestas, pero había que garantizar su subsidio con premura. La aprobación de la Ley de Igualdad provocaría que muchos abandonaran su puesto, así que cuanto antes se aprobara la medida, antes podrían empezar a cotizar los ayuntamientos por sus compañeros. Como norma general, antes de aprobar este tipo de leyes se realiza un estudio económico sobre su impacto en los presupuestos públicos, pero en este caso no se hizo. Aunque parezca increíble, no hay ni un solo organismo público en España que conozca cuántos concejales tienen dedicación exclusiva en los ayuntamientos. Ni el Ministerio de Administraciones Públicas, ni la Federación Española de Municipios, ni el Congreso… Nadie sabe cuántos ediles son profesionales de la política en España, y mucho menos lo que cuestan sus sueldos. Las instituciones se escudan en que cada consistorio es independiente para elegir cuántos ediles cobran por ejercer su función pública, así como la cuantía de los emolumentos. Así que todos los partidos políticos votaron a favor de la medida sin saber realmente a cuántas personas afectaba, cuánto tendrían que pagar en total los ayuntamientos y, sobre todo, cuánto dinero le costaría al Instituto Nacional de Empleo.
Con la inclusión de los concejales en el INEM a costa de los ayuntamientos se blindó el escalafón más bajo y mayoritario de la Casta. De paso se acercó a los subordinados a unos privilegios de los que disfruta la élite política en España desde los años del franquismo: las pensiones vitalicias, un dinero para toda la vida por los servicios prestados a la ciudadanía. Otorgado por ellos mismos pero pagado por todos. Según la legislación española, desde 1983 todo ex presidente del Gobierno tiene derecho a una indemnización del 80 por ciento de su sueldo durante cuatro años, además de servicios de por vida: una secretaria y un asistente elegidos por él mismo, a dedo, una oficina pagada, transporte gratis por tierra, mar y aire, coche oficial y una escolta personal.
Esta situación jurídica ha sido emulada por varios presidentes de los parlamentos autonómicos, e incluso superada. Para los políticos es impopular subirse el sueldo, pero es una medida menos alarmante legislar para otros, aunque en realidad redunde directamente en el propio beneficio. Jordi Pujol rigió los designios de Cataluña durante dos décadas. Tiempo suficiente para que el máximo responsable de Convergència i Unió dejara solucionado su futuro fuera de la política gracias al bolsillo de los votantes. Seis meses antes de abandonar su cargo, tras veintitrés años al frente del Parlament, Pujol se blindó. Firmó una ley por la que los ex presidentes catalanes podrían cobrar una pensión del 80 por ciento de su sueldo durante la mitad de años de lo que duró su mandato. Sólo ciento cincuenta días después dejó la política. Así que el líder de Convergència Democràtica de Catalunya cobrará 76.800 euros al año como ex presidente de Cataluña hasta 2014. Y después una pensión vitalicia de 57.600 euros durante el resto de su vida. El modelo, lejos de ser criticado, fue copiado en 2007 por la Junta de Extremadura, que lo aprobó con los votos a favor del PP y el PSOE, y el rechazo de Izquierda Unida.
En el caso del ex presidente de Andalucía, Manuel Chaves, las cifras son todavía más abultadas. Sobre todo porque en lugar de abandonar la política, chaves ha dejado su escaño de presidente en la Junta de Andalucía para cobrar un nuevo sueldo como vicepresidente de Asuntos Territoriales en el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Es decir, que le ascienden y encima cobra una indemnización. A su sueldo de ministro, de 81.155 euros anuales, habría que sumar otros 46.000 euros como indemnización por abandonar la presidencia andaluza. Dos sueldos del Estado que son totalmente compatibles, al contrario que para el resto de los españoles. Según la legislación está prohibido percibir dos sueldos distintos procedentes de la administración del Estado. Y tampoco se pueden cobrar dos pensiones por distinto concepto, aunque se haya cotizado por ellas. Sólo los ex altos cargos del Estado quedan exentos de esta norma.
El ex
lehendakari
Juan José Ibarretxe recibe también, desde que dejó su puesto al frente del gobierno vasco, unos 45.000 euros, la mitad de su sueldo como presidente. Y lo recibirá de por vida, igual que todos los miembros de su ejecutivo. Este tipo de jubilaciones están muy por encima del límite legal estipulado para el resto de los españoles, que en ningún caso pueden sobrepasar los 32.000 euros anuales, por mucho que hayan cotizado a lo largo de su vida. Por supuesto, el dinero recibido por los más longevos de la Casta está libre de incompatibilidades. Así que los ex presidentes combinan la pensión estatal con conferencias, libros y actividades empresariales de cualquier tipo.
El 11 de mayo de 2006 el socialista Jesús Caldera acudió a un desayuno informativo organizado por una agencia de noticias. Eran las diez de la mañana cuando, rodeado de cámaras y micrófonos, anunció a toda España que el Gobierno endurecería los requisitos para alcanzar la jubilación. El motivo: garantizar la estabilidad de la caja común y el mantenimiento de las pensiones. Así que, desde aquella fecha, un español necesita cotizar al menos treinta y cinco años a la Seguridad Social, quince de ellos con la base más elevada, para lograr los 32.000 euros de la pensión de jubilación máxima.
Aunque los requisitos no son iguales para todos. Ese mismo año, y de nuevo en plenas vacaciones estivales, las Cortes aprobaron que los diputados y senadores recibieran la jubilación más alta simplemente con siete años cotizados. Siete años en los que sus aportaciones a la Seguridad Social se cargan a los presupuestos de la cámara, en lugar de a sus nóminas, como al resto de los españoles. Siete años de cargo público frente a toda una vida de trabajo. Por si esto fuera poco, un tercio del salario de los parlamentarios está exento de tributaciones fiscales, ya que se entrega en forma de dietas e indemnizaciones. Además, los diputados y senadores cuentan con el llamado Plan de Previsión, un fondo de pensiones personal con cargo al presupuesto público al que contribuyen con el 10 por ciento de su asignación constitucional. Y cobran una nueva indemnización cuando la cámara se disuelve ante la celebración de elecciones. Si no son reelegidos de nuevo, tanto diputados como senadores reciben una pensión de un mes por cada año de mandato o fracción de seis meses. Un dinero completamente compatible con cualquier otra actividad y que reciben sin haber aportado un solo euro a la caja común del INEM. Si después de esta lluvia de privilegios económicos el parlamentario demuestra ante la cámara que no ha podido encontrar trabajo, las Cortes abonan sus cuotas para que siga cotizando a la Seguridad Social.