Mientras Shaddam esperaba en su sala de recibir privada a que comenzaran las discusiones y procedimientos, disfrutó de muy pocos momentos de placer. Ahora comprendía por qué su padre necesitaba beber tanta cerveza de especia. Incluso el conde Fenring, su compañero de desdichas, no podía animarle, con tantas piedras de molino políticas colgadas alrededor de su cuello.
Sin embargo, un emperador también podía afligir a los demás.
Fenring paseaba a su lado, henchido de una energía feroz. Habían cerrado todas las puertas, excepto la de la entrada principal, y alejado a todos los posibles testigos. Hasta los guardias habían recibido la orden de esperar en los pasillos.
Shaddam estaba ansioso.
—Llegarán de un momento a otro, Hasimir.
—Todo se me antoja un poco… infantil, ¿ummm?
—Pero gratificante, y no finjas lo contrario. —Resopló—. Además, es uno de los privilegios de ser emperador.
—Divertios mientras dure —murmuró Fenring, y después esquivó la mirada furiosa de Shaddam.
Vieron que las puertas dobles de bronce se abrían poco a poco. Soldados Sardaukar entraron con una máquina familiar de aspecto horripilante, con gran acompañamiento de ruidos metálicos. Hojas cortantes ocultas zumbaban dentro de la monstruosidad, y surgían chispas por las lumbreras de los circuitos.
Años antes, los acusadores tleilaxu habían llevado el horrible instrumento de ejecución al Juicio por Decomiso de Leto Atreides, con la esperanza de viviseccionarlo con él, vaciarle de sangre y abrir sus tejidos para tomar todo tipo de muestras. Shaddam siempre había pensado que la máquina tenía muchas posibilidades.
Fenring la miró y se humedeció los labios.
—Un aparato diseñado solo para mutilar, herir y causar dolor. Si queréis saber mi opinión, Shaddam, está claro que se trata de una máquina con mente humana, ¿ummm? Quizá sea una violación de la Jihad Butleriana.
—No estoy de humor, Hasimir.
Detrás de la máquina venían seis amos tleilaxu cautivos, sin camisa debido a su conocida tendencia a ocultar armas en las mangas. Eran los representantes tleilaxu llegados a la corte imperial durante los meses precedentes, y retenidos después del fracaso del Proyecto Amal. Antes de que se conociera el fracaso de Ajidica, Shaddam había ordenado su captura y detención.
El conde Fenring también sentía un profundo rencor hacia los cautivos, pues sospechaba que al menos uno era un Danzarín Rostro, que le había suplantado para entregar un informe falsamente optimista sobre el triunfo de la especia artificial. Había sido una táctica dilatoria de Ajidica, para retrasar la venganza imperial y poder escapar. Pero había fracasado.
Por su parte, Shaddam no conseguía distinguir a unos cautivos de otros, y la verdad era que los hombrecillos se parecían mucho.
—¿Y bien? —les gritó—. Poneos junto a la máquina. No me digáis que no conocéis su función.
Los tleilaxu tomaron posiciones alrededor del artilugio con expresión abatida.
—Los tleilaxu me habéis causado muchos graves problemas. Estoy a punto de afrontar la mayor crisis de mi reinado, y creo que deberíais cargar con parte de la culpa. —Escudriñó sus rostros—. Elegid a uno de vosotros, para que pueda ver cómo funciona el aparato, y después de la demostración, los supervivientes lo desmontaréis aquí mismo.
Los guardias avanzaron, provistos de herramientas. Los hombrecillos de piel grisácea se miraron entre sí, pero guardaron silencio. Por fin, uno de los hombres activó la fuente de energía, situada en las placas angulares de la máquina de ejecuciones. El engendro cobró vida con un rugido que sobresaltó al emperador y a los guardias.
Fenring se limitó a asentir, y comprendió que la mitad de la eficacia de esta máquina residía en su naturaleza ominosa.
—Parece que les cuesta elegir, ¿ummm?
—Hemos elegido —anunció un tleilaxu.
Sin la menor palabra o gesto, los seis amos tleilaxu treparon y saltaron dentro de un tragante situado en lo alto de la máquina.
Cayeron en el interior, y se precipitaron al abrazo de cuchillas, cortadores y rebañaduras. Como colofón irónico, gotas de sangre, fragmentos de piel y pedacitos de hueso salpicaron al emperador y a Fenring. Los Sardaukar se dispersaron.
Shaddam farfulló y buscó una capa para secar los restos. Fenring no pareció muy asqueado cuando se quitó un pedazo de carne de los ojos. La máquina de vivisección continuaba tosiendo y moliendo. Los tleilaxu no emitieron el menor grito.
—Creo que eso soluciona el problema del Danzarín Rostro —anunció el emperador, en un tono poco satisfecho.
La verdad suele venir acompañada de la inherente necesidad de un cambio. La expresión más común cuando el cambio se produce es la exclamación de queja: «¿Por qué no nos avisó nadie?». La verdad es que no escuchan, y si escuchan, optan por no recordar.
Reverenda madre H
ARISHKA
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Discursos completos
Tras semanas de agitación, las repercusiones de los complots descubiertos y los secretos enmarañados todavía asolaban Kaitain. Lo único que quedaba por hacer era apagar los últimos fuegos, analizar la resaca política, intercambiar favores y pagar deudas.
Leto Atreides, ataviado con el uniforme rojo ceremonial del viejo duque, lleno de botones y medallas centelleantes, estaba sentado sobre una plataforma elevada en el centro de la Sala de la Oratoria. Esta reunión histórica sería en parte censura, en parte inquisición…, y en parte sesión de pactos.
El emperador Shaddam Corrino se enfrentaba solo a la sala.
Al lado de Leto, se sentaban seis representantes de la Cofradía y un número igual de nobles del Landsraad, incluido el recién restaurado príncipe Rhombur. Las banderas de las Grandes Casas colgaban alrededor de la estancia, un impresionante despliegue de insignias y colores como arco iris después de una tormenta, incluida la púrpura y roja de Vernius, la cual sustituía de manera oficial a la que había sido arriada y quemada en público después de que Dominic Vernius fuera declarado renegado. La mayor de todas era la bandera con el león dorado de la Casa Corrino, en el centro, flanqueada a cada lado por las banderas igualmente grandes de la Cofradía Espacial y de la CHOAM, de moaré a cuadros.
Lujosos palcos negro y marrón albergaban a los nobles, damas, primeros ministros y embajadores de todas las Grandes Casas. No lejos de Leto se sentaba la delegación oficial Atreides, que incluía a su concubina Jessica y a su nuevo hijo, que solo contaba unas semanas de edad. Les acompañaban Gurney Halleck, Duncan Idaho, Thufir Hawat y cierto número de valientes oficiales y soldados Atreides. También estaba Tessia, que no dejaba de mirar a su marido. Rhombur flexionó su nueva mano, que el doctor Yueh le había implantado sin dejar de reprender a su paciente.
La mesa de la acusación había sido reservada para los sombríos representantes de las Casas de Ix, Taligari, Beakkal y Richese. El primer ministro Ein Calimar estaba sentado muy tieso, mientras contemplaba los procedimientos con sus ojos metálicos, adquiridos a los tleilaxu.
Los Bene Tleilax, repudiados más que nunca como resultado de sus actos, no estaban representados. Los escasos miembros de la raza acreditados en la corte imperial habían desaparecido. Leto no tenía ganas de escuchar la larga lista de sus crímenes y atrocidades morales, pero imaginaba que los detestados hombrecillos recibirían todo el peso de la culpa y los castigos.
Al sonar la primera campanilla, el anciano presidente de la CHOAM se alzó ante el atril.
—Durante esta época tempestuosa, se han cometido muchas equivocaciones terribles. Otras fueron impedidas a duras penas.
Ni el barón Harkonnen ni el embajador oficial de la Casa Harkonnen estaban presentes. Después de la debacle de Arrakis, parecía que al barón le costaba encontrar pasaje para salir del planeta, y su mentat pervertido había desaparecido del palacio. Leto estaba seguro de que los Harkonnen estaban implicados en lo ocurrido, al menos en parte.
En el ínterin, muchas familias rivales acechaban como buitres, con la esperanza de apoderarse del sabroso botín de Arrakis, pero Leto no dudaba de que la Casa Harkonnen conservaría su feudo, aunque por poco. El barón debería pagar ingentes multas, y ya habría sobornado a las personas adecuadas.
El Imperio ya había padecido suficientes sobresaltos.
Los preliminares tardaron horas en leerse. Mentats expertos en leyes recitaron largas descripciones y sumarios del Código Legal Imperial. Los interrogantes y acusaciones eran muy extensos. El público empezaba a aburrirse.
Por fin, llamaron a Rhombur. El príncipe cyborg iba vestido con uniforme militar y gorra de oficial. Subió al estrado y enlazó sus manos mecánicas.
—Tras muchos años de opresión, los invasores tleilaxu han sido expulsados de mi planeta. Hemos logrado la victoria en Ix.
Los delegados aplaudieron, aunque ninguno había reaccionado a la solicitud de ayuda lanzada por Dominic Vernius muchos años antes.
—Solicito oficialmente la restauración de los privilegios de una Gran Casa para la familia Vernius, que se vio obligada a declararse renegada por culpa de maniobras traicioneras. Si recuperamos nuestro antiguo papel en el Imperio, todas las Casas aquí presentes se beneficiarán.
—¡Apoyo la propuesta! —gritó Leto desde su asiento.
—El trono la aprueba —dijo Shaddam en voz alta, sin que nadie se lo hubiera pedido. Miró al embajador Pilru, como si hubieran llegado a un acuerdo previo. Como ningún representante protestó, el público expresó su asentimiento a gritos, y la medida fue aprobada por aclamación.
—Tomamos nota —dijo el presidente de la CHOAM, sin molestarse en preguntar si había opiniones diferentes.
La cara surcada de cicatrices de Rhombur logró forzar una sonrisa, aunque la restauración de la Casa Vernius era una pura formalidad, puesto que el príncipe nunca podría engendrar un heredero. Alzó la barbilla.
—Antes de bajar del estrado, creo que son necesarios ciertos honores. —Levantó una serie de medallas del atril y las alzó a la luz—. ¿Alguien quiere subir e imponérmelas todas, por favor?
El público rió, un breve respiro después de la tensión y el aburrimiento.
—Es broma. —Adoptó una expresión seria—. Duque Leto Atreides, mi fiel amigo.
Leto subió al estrado, acompañado por un aplauso estruendoso. El resto de la delegación Atreides se reunió con él: Duncan Idaho, Thufir Hawat, Gurney Halleck e incluso Jessica, con el bebé en brazos.
Mientras el duque se ponía firmes, muy orgulloso, Rhombur prendió una medalla en la chaqueta del viejo duque, una hélice de metales preciosos, inmersa en cristal líquido. Dedicó similares honores a los oficiales Atreides, así como al leal embajador Cammar Pilru. El embajador también recibió una medalla póstuma para su valiente hijo, C’tair Pilru, y también para el Navegante D’murr, que había logrado salvar a todos los ocupantes de su crucero extraviado. Por fin, Rhombur extrajo la última medalla de la bandeja y la contempló con perplejidad.
—¿Me he olvidado de alguien?
Leto cogió la medalla y la prendió en el pecho de Rhombur. Los dos hombres se abrazaron entre los vítores de los congregados.
Leto miró al emperador desde el estrado. Ningún gobernante, en toda la larga historia del Imperio, había sufrido una derrota tan ignominiosa. Se preguntó cómo podría sobrevivir Shaddam, pero las alternativas no estaban muy bien definidas. Después de tantos miles de años, hasta los políticos rivales no pondrían en peligro la estabilidad del Imperio, y ninguna facción contaba con apoyos claros. Leto no tenía ni idea del resultado del juicio.
Por fin, Shaddam IV fue llamado para que hablara en su defensa. Murmullos intranquilos recorrieron la sala del Landsraad. El chambelán Ridondo ordenó que sonara una fanfarria imperial para ahogar el ruido.
El emperador del Universo Conocido se puso en pie, con la cabeza bien alta, sin demostrar vacilación, pero no fue al estrado. Con voz ronca (tal vez por culpa de los días que llevaba gritando a sus criados), pronunció un amargo discurso en el que culpó a los tleilaxu y a su propio padre de desarrollar el infausto proyecto de la especia artificial.
—Ignoro por qué Elrood IX se asoció con unos hombres tan despreciables, pero era viejo. Muchos de vosotros recordaréis su carácter tornadizo e irracional hacia el fin de sus días. Lamento muchísimo no haber descubierto antes su equivocación.
Shaddam afirmó que nunca había comprendido del todo las ramificaciones, y había enviado tropas Sardaukar a Ix solo para mantener la paz. En cuanto averiguó la existencia del amal, había enviado a su ministro imperial de la Especia, el conde Hasimir Fenring, para investigar, y habían retenido a Fenring como rehén. El emperador inclinó la cabeza con expresión de pesar.
—La palabra de un Corrino ha de valer algo, a fin de cuentas.
Shaddam dijo todas las palabras convenientes, aunque pocos de los presentes parecieron creerle. Los delegados susurraron entre sí y menearon la cabeza.
—Escurridizo como un bacer untado de grasa —oyó decir Leto a uno de ellos.
Pese a todas las fuerzas alineadas contra él, Shaddam seguía mostrándose orgulloso. Se erguía sobre las espaldas de antepasados poderosos y respetados, que se remontaban a la batalla de Corrin. Sus representantes en el tribunal habían trabajado bajo mano para salvar su cargo, y sin duda se habían garantizado algunas concesiones.
Leto clavó la vista en el techo, sin tener las ideas claras. El viejo Paulus le había enseñado que la política comportaba desagradables necesidades.
El duque tomó una decisión y habló a la asamblea antes de volver a la mesa principal, algo no previsto en el orden del día. El presidente de la CHOAM frunció el ceño, pero le concedió la palabra.
—Hace años, durante mi Juicio por Decomiso, el emperador Shaddam habló en mi favor. Considero apropiado corresponderle en este momento.
Muchos miembros del público reaccionaron con sorpresa.
—Escuchadme. El emperador, por culpa de su… ignorancia, casi ha llevado el Imperio a la ruina. Sin embargo, si esta asamblea tomara medidas radicales, podría provocar aún más disturbios y sufrimientos. Hemos de pensar en el bien del Imperio. No debemos precipitarnos en el caos, como le ocurrió a nuestra civilización durante el Interregno, hace siglos.
Leto hizo una pausa y miró al emperador, cuya expresión traicionaba sentimientos contradictorios.