Detrás de Rhombur, una estatua tleilaxu erigida en honor a los invasores había sido decapitada durante la lucha, y había fragmentos de su cabeza diseminados por el suelo.
—Esto no va a acabar nunca.
Tropas Atreides, aliadas con los rebeldes ixianos, habían logrado reconquistar los edificios estalactita, los túneles y el Gran Palacio. Bolsas de frenéticos Sardaukar luchaban en el suelo de la caverna, donde la Casa Vernius había construido en otros tiempos los cruceros. Daba la impresión de que el derramamiento de sangre no disminuía.
—Necesitamos otro aliado —reflexionó C’tair—. Si podemos demostrar que la especia artificial defectuosa provocó la muerte de dos Navegantes, incluido mi hermano, la Cofradía Espacial nos apoyará.
—Eso han dicho —dijo Rhombur—, pero habíamos pensado llevar a cabo esta acción sin su intervención.
Gurney parecía preocupado.
—La Cofradía no está aquí, y no llegará a tiempo.
Los ojos oscuros de C’tair centellearon, inyectados en sangre, pero llenos de determinación.
—Yo tal vez podría conseguirlo.
Les guió hasta un pequeño almacén que parecía abandonado. Rhombur miró mientras C’tair sacaba su transmisor rogo improvisado de un contenedor oculto. El extraño aparato estaba manchado y chamuscado, con señales de frecuentes reparaciones. Estaba erizado de varillas de energía cristalinas.
Sus manos temblaron cuando lo sujetó.
—Ni siquiera yo sé muy bien cómo funciona este trasto. Está configurado con la electroquímica de mi mente, y fui capaz de comunicarme con mi hermano gemelo. Estábamos muy unidos cuando éramos jóvenes. Aunque su cerebro cambió y dejó de ser humano, aún podía comprenderle.
Los recuerdos de D’murr se acumularon en él como lágrimas, pero los rechazó. Sus manos temblaron sobre los controles.
—Ahora, mi hermano ha muerto y el rogo está averiado. Esta es la última varilla de cristal, que ya fue… reparada más o menos durante mi última comunicación con él. Quizá si… utilizo suficiente energía, pueda enviar al menos un susurro a otros Navegantes. Quizá no entiendan todas mis palabras, pero sí captar la urgencia.
Rhombur estaba abrumado por todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. Nunca había imaginado algo semejante.
—Si eres capaz de traer a la Cofradía, haremos lo posible por enseñarles lo que Shaddam ha estado haciendo tras un manto de secretismo.
C’tair apretó el brazo artificial de Rhombur con tal fuerza que los sensores cyborg detectaron la presión.
—Siempre he deseado hacer lo necesario, mi príncipe. Si puedo seros de ayuda, para mí sería el mayor honor.
Rhombur vio una extraña determinación en los ojos del hombre, una obsesión que desafiaba el pensamiento racional.
—Hazlo.
C’tair aferró engarces de electrodos y sujetó sensores a su cráneo, nuca y garganta.
—Desconozco la capacidad de este aparato, pero pretendo utilizar toda la energía que pueda enviar por su mediación y por la mía. —Sonrió—. Será un grito de triunfo y un grito de ayuda, mi mensaje más potente al exterior.
Cuando el rogo recibió toda la energía, C’tair respiró hondo para darse fuerzas. En el pasado, siempre hablaba en voz alta durante las transmisiones con D’murr, pero sabía que su hermano no oía las palabras. El Navegante captaba los pensamientos que acompañaban a las palabras. Esta vez, C’tair no diría nada en voz alta, sino que concentraría toda su energía en proyectar sus pensamientos a enormes distancias.
Oprimió un botón de transmisión y envió una descarga de pensamientos, una andanada de señales desesperadas dirigidas a cualquier Navegante de la Cofradía que pudiera oírle, una llamada de socorro cósmica. No sabía lo que fallaría primero, si el rogo o su cerebro, pero sintió que se conectaban… y buscaban.
La mandíbula de C’tair se tensó, sus labios resbalaron hacia atrás y sus ojos se cerraron, hasta que derramaron lágrimas. El sudor cubría su frente y las sienes. Su piel adquirió un tono rojizo. Los vasos sanguíneos abultaron en sus sienes.
La transmisión era mucho más poderosa que cualquiera de las que había intentado con D’murr, pero esta vez no contaba con la inexplicable conexión mental con su hermano.
Rhombur comprendió que C’tair estaba muriendo a causa del esfuerzo, se estaba matando literalmente en un intento final de usar el transmisor. El demacrado rebelde chillaba en silencio dentro de su cabeza.
Antes de que pudieran desconectarle, el transmisor rogo echó chispas y se quemó. La máquina se sobrecargó, y sus circuitos se fundieron. Las varillas de cristal se convirtieron en copos de nieve negros. La cara de C’tair tenía una expresión extraña. Sus facciones se tensaron, como si padeciera un dolor insufrible. Las sinapsis se fundieron en su cerebro, y le impidieron emitir cualquier sonido.
Con la mano que le quedaba, Rhombur arrancó los engarces de electrodos de la cabeza y cuello del rebelde, pero C’tair se desplomó sobre el suelo del almacén. Sus dientes castañeteaban, su cuerpo se retorcía, y sus ojos humeantes no volvieron a abrirse.
—Ha muerto —dijo Gurney.
Rhombur, abatido por la tristeza, acunó al rebelde, el más leal de todos los subditos que habían servido a la Casa Vernius.
—Después de tanto luchar, duerme en paz, amigo mío. Descansa sobre suelo libre.
Acarició la piel fría.
El príncipe cyborg se puso en pie, con su cara surcada de cicatrices más sombría que nunca, y salió del almacén, seguido de Gurney Halleck. Rhombur ignoraba si la transmisión de C’tair había tenido éxito, o cómo reaccionaría la Cofradía a la llamada, si la había captado.
Pero a menos que recibieran refuerzos pronto, la batalla podía resultar estéril.
El noble ixiano habló con voz profunda e implacable a los soldados Atreides que le rodeaban.
—Terminemos de una vez.
Para producir la alteración genética de un organismo, colócalo en un entorno que sea peligroso pero no letal.
Apócrifos tleilaxu
Después de la muerte de Hidar Fen Ajidica, el conde Fenring vio que las tropas Atreides estaban ganando la batalla contra los Sardaukar imperiales.
Un acontecimiento muy molesto.
Le sorprendía que después de tantos años el duque Leto Atreides hubiera autorizado una maniobra militar tan audaz. Tal vez las tragedias familiares, que habrían aplastado a cualquier otro hombre, le habían incitado a entrar en acción.
Aun así, era una brillante estrategia, y estas instalaciones ixianas constituirían un impresionante botín económico para una Gran Casa como la Atreides, incluso después de años de mal funcionamiento y deficiente mantenimiento. Fenring no podía creer que Leto se las cediera sin más ni más al príncipe Rhombur.
Fenring vio por la pantalla de comunicaciones del pabellón que soldados Atreides se estaban acercando al complejo. Eso le dejaba con escaso tiempo para hacer lo que era necesario. Tenía que destruir todas las pruebas del proyecto Amal y de su propia culpabilidad.
El emperador buscaría un chivo expiatorio por la debacle, y Fenring estaba decidido a no ejercer de tal. El investigador jefe Ajidica había fracasado de manera espectacular, y ahora yacía destrozado entre los cuerpos bovinos de las mujeres descerebradas. Varias hembras axlotl, todavía conectadas a los tubos de sus contenedores, habían caído alrededor del hombrecillo, en una parodia de extravagante sexualidad.
El cadáver de Ajidica serviría para un último propósito.
Los demás científicos tleilaxu estaban aterrorizados. Los Sardaukar se habían precipitado al corazón de la batalla, y les habían abandonado en el pabellón de investigaciones. Como sabían que el conde era el representante oficial del emperador, los tleilaxu le miraron como pidiendo consejo. Algunos hasta debían creer que era Zoal, el Danzarín Rostro, como Ajidica había planeado. Quizá obedecerían sus órdenes, al menos durante un breve período de tiempo.
Fenring se irguió en la pasarela y levantó las manos como había hecho Ajidica antes de su histriónica despedida. Olores repugnantes ascendían de los tanques de axlotl destrozados, incluyendo el espeso hedor de desechos humanos.
—Nos han dejado indefensos —gritó—, pero tengo una idea que tal vez pueda salvarnos a todos, ¿ummm?
Los investigadores supervivientes le miraron con una incertidumbre que bordeaba la esperanza.
Fenring conocía la disposición del pabellón, y sus ojos se movieron de un lado a otro.
—Sois demasiado valiosos para que el emperador corra el riesgo de perderos. —Indicó a los científicos una cámara que solo tenía una salida—. Debéis refugiaros ahí y esconderos. Traeré refuerzos.
Contó veintiocho investigadores, aunque algunos otros habrían quedado atrapados en los demás edificios administrativos. Ah, bien, las turbas se ocuparían de ellos.
Fenring bajó al suelo. Cuando los científicos condenados estuvieron congregados en la cámara, se quedó en la puerta, sonriente.
—Nadie podrá entrar. Shhh. —Asintió y cerró la puerta—. Confiad en mí.
Los ingenuos hombrecillos no sospecharon nada hasta que Fenring hubo recorrido la mitad del pabellón. Hizo caso omiso de sus gritos ahogados y los puñetazos contra la puerta. Esos investigadores debían conocer todos los detalles sobre el programa amal. Para evitar que hablaran, se habría tenido que tomar la molestia de matarles de uno en uno. De esta manera, solucionaba el problema con mucha mayor eficacia y esfuerzo mínimo. Al fin y al cabo, como ministro imperial de la Especia, era un hombre muy ocupado.
El suelo del laboratorio y los sistemas de apoyo de los tanques de axlotl estaban llenos de latas con productos biológicos, sustancias inflamables, ácidos y vapores explosivos. Cogió un aparato para filtrar el aire de una pared. Hombre de variados talentos, se movió por la cámara como un derviche, vertiendo fluidos, mezclando líquidos, liberando gases letales. Prestó escasa atención a los cuerpos femeninos tendidos en el suelo.
Tan cerca. El plan de Ajidica estuvo a punto de triunfar.
Fenring se detuvo ante el cuerpo de la joven fértil que había sido Cristane, la comando Bene Gesserit. Estudió su carne desnuda. Tenía el abdomen abultado, con el útero ensanchado hasta convertirlo en una fábrica al servicio de los propósitos tleilaxu. Ahora, no era nada más que una máquina, una instalación química.
Mientras contemplaba el rostro cerúleo de Cristane, Fenring pensó en su bellísima esposa Margot, que seguiría en Kaitain, dedicada a cuchichear en la corte y beber té. Ardía en deseos de volver con ella y relajarse en sus brazos.
La hermana Cristane nunca enviaría su maldito informe a Wallach IX, y a Fenring no se le escaparía ni un detalle. Ni siquiera con su esposa. Margot y él se amaban profundamente, pero eso no significaba que compartieran todos sus secretos.
Fenring oyó actividad militar en el exterior, cuando las tropas Atreides se enfrentaron a los restantes Sardaukar de la planta. Las tropas imperiales les retendrían un rato, tiempo más que suficiente.
Se encaminó a las cámaras exteriores y se volvió para contemplar el caos del laboratorio: botes aplastados, fluidos derramados, gases burbujeantes, cadáveres, tanques. Desde allí, ya no podía oír los angustiados gritos de los científicos tleilaxu, encerrados en su trampa mortal.
El conde Fenring arrojó un encendedor por encima del hombro. Los gases y productos químicos estallaron en llamas, pero tuvo tiempo de alejarse con sus habituales zancadas. Las explosiones se sucedieron.
Los laboratorios ardieron, destruyendo los tanques de axlotl, el pabellón, todas las pruebas, pero Fenring no se molestó en correr.
El pabellón de investigaciones estalló cuando Duncan Idaho y sus hombres atravesaron las barricadas imperiales.
Una tremenda explosión resonó en todas las instalaciones, y todo el mundo se puso a cubierto. Una lluvia de cascotes se desplomó del techo como una erupción volcánica. Las paredes interiores se derrumbaron. Al cabo de pocos momentos, el complejo se convirtió en un infierno de vidrio, plasacero y carne fundidos.
Duncan alejó a sus hombres del incendio. El corazón le dio un vuelco cuando comprendió que todas las pruebas de los crímenes tleilaxu se iban a quemar. Vapores anaranjados y marrones se elevaron hacia el techo, humo tóxico capaz de matar como las propias llamas.
El maestro espadachín vio que un hombre alto de hombros anchos salía, indiferente por completo. Su silueta musculosa se recortaba contra la muralla naranja de calor. El hombre se quitó una mascarilla para filtrar el aire de la cara y la tiró a un lado. Blandía una espada corta, como la de los Sardaukar. Duncan alzó la espada del viejo duque en una postura defensiva, y se adelantó para cortar el paso al hombre.
El conde Hasimir Fenring avanzó sin vacilar.
—¿No vais a celebrar el hecho de que he escapado, ummm? Es un motivo de celebración, diría yo. Mi amigo Shaddam se alegrará sobremanera.
—Os conozco —dijo Duncan, cuando recordó sus meses de instrucción política en el archipiélago de Ginaz—. Sois el zorro que se esconde tras la capa del emperador y le hace el trabajo sucio.
Fenring sonrió.
—¿Un zorro? Me han llamado comadreja y hurón, pero nunca zorro. Ummm. Me han retenido aquí contra mi voluntad. Esos malvados investigadores tleilaxu iban a realizar terribles experimentos conmigo. —Sus grandes ojos se ensancharon—. Incluso logré frustrar un complot para sustituirme por un Danzarín Rostro.
Duncan se acercó un poco más, con la espada en alto.
—Será interesante escuchar vuestro testimonio ante un comité de investigación.
—Lo dudo.
Daba la impresión de que Fenring estaba perdiendo el sentido del humor. Lanzó una estocada, como si espantara una mosca, pero Duncan la paró. Las hojas entrechocaron con estrépito, y la espada corta fue desviada hacia arriba, pero Fenring consiguió sujetarla.
—¿Osáis alzar una espada contra el ministro de la Especia del emperador, contra el amigo más íntimo de Shaddam? —Fenring estaba frustrado, aunque todavía un poco divertido—. Será mejor que os apartéis y me dejéis pasar.
Pero Duncan siguió avanzando, y adoptó una postura más agresiva.
—Soy un maestro espadachín de Ginaz, y hoy he luchado contra muchos Sardaukar. Si no sois nuestro enemigo, rendid vuestra espada. No es prudente elegirme como contrincante.
—He matado hombres mucho antes de que tú nacieras, cachorro.