Apuñaló a las dos formas inertes, jadeante, excitado, solo para asegurarse. Era absurdo correr riesgos.
El bebé yacía sobre la mesa, pataleaba y lloraba. Tan vulnerable.
Al otro lado de la sala de partos, vio a Jessica acostada sobre una amplia cama, agotada después del parto, con los ojos vidriosos a causa de los analgésicos. Aún demacrada y cubierta de sudor, era hermosa y fascinante. Pensó en matarla, para que el duque ya no pudiera poseerla nunca más.
Tan solo habían transcurrido unos segundos, pero no podía perder más tiempo. Cuando extendió las manos hacia el bebé, los ojos de Jessica se abrieron de par en par, debido a la sorpresa. En su cara apareció una expresión de angustia y desdicha.
Oh, esto es mucho mejor que matarla.
La joven intentó incorporarse. ¡Se disponía a bajar de la cama y perseguirle! Cuánta devoción, cuánto dolor maternal. De Vries le dedicó una sonrisa, pero debido al maquillaje y el disfraz, sabía que nunca le reconocería.
El mentat decidió proceder antes de que le interrumpieran. Encajó la porra y el cuchillo en su cinturón. Mientras Jessica se levantaba de la cama, envolvió al niño en una manta, con movimientos serenos y eficaces. Ella nunca le alcanzaría a tiempo.
Vio que tenía el camisón manchado de sangre. La joven se tambaleó, cayó al suelo. De Vries sostuvo en alto al niño para burlarse de ella, y después salió corriendo al pasillo. Mientras bajaba una escalera, intentando ahogar el llanto del bebé, las posibilidades giraban en su mente.
Había tantas…
Después de su celebrado discurso, Leto salió de la Sala de la Oratoria con la cabeza bien alta. Su padre habría admirado su representación. Esta vez, le había salido a la perfección. No había pedido permiso a nadie para actuar. Les había avisado, y sus actos eran irrevocables.
Cuando nadie le vio, sus manos empezaron a temblar, aunque no le habían traicionado durante todo el discurso. A juzgar por los aplausos, sabía que la mayoría del Landsraad admiraba sus acciones. Sus hazañas se harían legendarias entre los nobles.
No obstante, la política daba extraños giros. Lo que se ganaba en un momento dado podía perderse al siguiente. Muchos delegados habrían aplaudido llevados por el entusiasmo. Después, se lo pensarían mejor. Aun así, Leto había conseguido nuevos aliados. Solo restaba determinar la cantidad de sus ganancias.
Pero había llegado el momento de ir a ver a Jessica.
Cruzó la elipse enlosada a paso rápido. Una vez dentro del palacio, desechó la escalinata y eligió un ascensor para subir a la sala de partos. ¡Quizá el niño ya había nacido!
Pero cuando salió al último piso, cuatro guardias Sardaukar le cortaron el paso con las armas desenfundadas. Una multitud alarmada se congregaba en el pasillo detrás de él, incluyendo cierto número de Bene Gesserit.
Vio a Jessica derrumbada en una butaca, envuelta en una bata blanca demasiado grande para ella. Al verla tan débil, tan acabada, se quedó consternado. Tenía la piel cubierta de sudor, y todos sus movimientos delataban miedo.
—Soy el duque Leto Atreides, primo del emperador. Lady Jessica es mi concubina. Dejadme pasar.
Se abrió paso, empleando movimientos que Duncan Idaho le había enseñado para apartar armas amenazantes.
Cuando Jessica le vio, se deshizo de los brazos de las Bene Gesserit que la rodeaban y trató de ponerse en pie.
—¡Leto!
La abrazó, temeroso de preguntar por el bebé. ¿Había nacido muerto? Y en tal caso, ¿qué hacía Jessica fuera de la sala de partos, y rodeada de tanta seguridad?
La reverenda madre Mohiam se acercó, con el rostro convertido en una máscara de cólera y desazón. Jessica intentó decir algo, pero se deshizo en lágrimas. Leto observó sangre en el suelo bajo ella. Las palabras de Leto fueron frías, pero tenía que verbalizar la pregunta.
—¿Mi hijo ha muerto?
—Tenéis un hijo, duque Leto, un hijo sano —dijo Mohiam—, pero ha sido secuestrado. Dos guardias y dos hermanas Galenas han muerto. Quien se llevó al niño lo deseaba con todas sus fuerzas.
Leto no pudo asimilar todas las terribles noticias a la vez. Solo consiguió abrazar a Jessica con más fuerza.
Durante largas eras caracterizadas por los restos de planetas destruidos, el hombre fue una fuerza geológica y ecológica sin saberlo, apenas consciente de su propia fuerza.
P
ARDOT
K
YNES
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El largo camino a Salusa Secundus
El número de cruceros que se agrupaban sobre Arrakis fue aumentando, hasta que el barón fue incapaz de respirar. Durante toda la tarde, naves de guerra Sardaukar continuaron saliendo de las panzas de las naves de transporte de la Cofradía. Nunca había tenido tanto miedo.
El barón sabía que Shaddam nunca desintegraría Arrakis, como había hecho con Zanovar, pero no era impensable que el barón decidiera destruir Carthag. Con él dentro.
Tal vez debería huir en una de mis naves. Enseguida.
Pero ninguna nave podía despegar. Todas estaban inutilizadas. El barón no tenía forma de escapar, salvo a pie, al desierto. Y no estaba tan desesperado…, todavía.
Desde la burbuja de observación del espaciopuerto de Carthag, vio una estela anaranjada que se recortaba contra el cielo oscuro: una lanzadera que descendía de un crucero. Le habían ordenado que saliera a recibirla cuanto antes. Esta situación sin precedentes le ponía enfermo.
Al maldito Shaddam le gustaba jugar a los soldaditos, pavonearse en su uniforme, y ahora se estaba comportando como el mayor matón del universo. Los satélites de observación orbitales del barón habían sido destruidos como si tal cosa.
¿Qué demonios querrá el emperador de mí?
El barón frunció el ceño, de pie bajo la luz mortecina del ocaso. Gracias a que había enviado mensajeros, contaba con una pequeña compañía de tropas, apostada en la zona de recibimiento del espaciopuerto. Del pavimento se desprendía el calor residual del día, el cual evaporaba productos químicos y aceites que impregnaban el campo. A su alrededor, las naves embargadas descansaban con los sistemas desconectados.
En el horizonte, donde los colores del anochecer llameaban como un fuego lejano sobre el borde arenoso del planeta, vio una mancha de polvo. Otro de aquellos malditos gusanos de arena.
La pequeña nave aterrizó. El barón se sintió como un animal acosado. Las tropas que había traído de Giedi Prime no podrían hacer frente a una invasión de tamaña escala. Si tuviera más tiempo, llamaría a Piter de Vries para que volviera de Kaitain, actuara de emisario y negociara un desenlace diplomático para lo que debía ser un simple malentendido.
Flotó en sus suspensores para recibir al séquito de la CHOAM y la Cofradía, y forzó una sonrisa. Un albino delegado de la Cofradía bajó de su nave, con un traje que le instilaba especia de manera constante. Detrás de él iba el Supremo Bashar y un auditor mentat de la CHOAM, de aspecto ominoso. El barón desvió sus ojos hacia el mentat y comprendió que aquel hombre era el auténtico problema.
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —Apenas podía disimular la expresión desolada de su cara, y cualquier observador atento se daría cuenta de su nerviosismo—. Colaboraré en todo lo posible, por supuesto.
—Sí —anunció el albino delegado, mientras inhalaba una profunda bocanada de gas de especia—, colaboraréis en todo lo posible.
La arrogancia era como una segunda piel para el trío.
—Pero… antes debéis explicarme cuál es la infracción que en vuestra opinión he cometido. ¿Quién me ha acusado falsamente? Os aseguro que se trata de un error.
El auditor mentat se acercó, con el Supremo Bashar a su lado.
—Nos facilitaréis el acceso a toda la documentación económica y de los embarques. Tenemos la intención de examinar todos los recolectores de especia, almacenes legales y manifiestos de producto. Nosotros comprobaremos si ha existido un error.
El delegado de la Cofradía les siguió.
—No intentéis ocultar nada.
El barón tragó saliva y les guió hacia la salida del espaciopuerto. —Por supuesto.
Sabía que Piter de Vries había falseado a su modo la documentación, repasado cada documento, cada informe, y el mentat pervertido era muy minucioso en su trabajo. No obstante, el barón sentía frío en su interior, seguro de que hasta las manipulaciones más cuidadosas no resistirían el escrutinio de aquellos demoníacos auditores.
Les indicó que subieran a una plataforma de transporte, la cual les conduciría hasta la residencia Harkonnen. —¿Os apetece un aperitivo?
Quizá encuentre una forma de deslizar en sus bebidas veneno o drogas aturdidoras.
El Supremo Bashar le dedicó una sonrisa despectiva.
—Creo que no, barón. Nos hemos enterado de vuestra hazaña social en el banquete de gala celebrado en Giedi Prime. No podemos permitir que tales… humoradas retrasen los asuntos imperiales.
Incapaz de inventar más excusas, el barón les guió hasta Carthag.
Desde el desierto, Liet-Kynes y Stilgar contemplaron la llegada de los cruceros. Las naves crearon una nube de ionización en el aire que apagó casi todas las estrellas.
Liet sabía, no obstante, que se trataba de una tormenta engendrada por la política, no de un fenómeno natural.
—Grandes fuerzas se mueven más allá de nuestro alcance, Stil.
Stilgar sorbió las últimas gotas del café especiado que Faroula les había llevado a su escondite, las rocas situadas por debajo del sietch de la Muralla Roja.
—En efecto, Liet. Hemos de averiguar algo más.
Por tradición, Faroula había preparado la bebida al final del tórrido día, antes de llevar a su hijo Liet-chih a las zonas de juego comunitarias del sietch. La pequeña Chani todavía estaba al cuidado de una niñera.
Al cabo de unas horas, las empleadas de hogar y criados que servían en la residencia Harkonnen empezaron a enviar alarmantes informes, mensajes codificados orgánicamente e implantados en las pautas sónicas de murciélagos. Con cada pieza nueva del rompecabezas, las noticias se hacían más interesantes.
Liet se alegró al averiguar que la cabeza del barón Harkonnen pendía de un hilo. Los detalles eran escasos, y la tensión aumentaba. Por lo visto, la Cofradía Espacial, la CHOAM y los Sardaukar del emperador habían venido para investigar ciertas irregularidades en la producción de especia.
De modo que Ailric escuchó mis palabras. Que los Harkonnen sufran.
De vuelta en una de las salas comunitarias del sietch, Liet se rascó la barba.
—Los Harkonnen han sido incapaces de ocultar los efectos de nuestras incursiones…, o del secreto que filtramos. Nuestra pequeña venganza ha dado lugar a más repercusiones de las que esperábamos.
Stilgar comprobó su criscuchillo envainado. —Utilizando este incidente como palanca, podríamos conseguir que los Harkonnen fueran expulsados de nuestro desierto. Liet sacudió la cabeza.
—Eso no nos libraría del control imperial. Si el barón es expulsado, el feudo de Dune será entregado a otra familia del Landsraad. Shaddam cree que tiene derecho a hacerlo, aunque los fremen han vivido y sufrido aquí durante centenares de generaciones. Nuestros nuevos señores no serían mejores que los Harkonnen.
El rostro aguileño de Stilgar se tensó.
—Pero tampoco peores.
—Estoy de acuerdo, amigo mío. Tengo una idea. Hemos destruido o robado varios almacenes de especia del barón. Estos actos le causaron graves problemas, pero ahora se nos presenta la oportunidad de asestar un golpe definitivo, con los auditores de la CHOAM presentes. Significará la caída de los Harkonnen.
—Haré lo que me pidas, Liet.
El joven planetólogo tocó el musculoso brazo de su amigo.
—Stil, ya sé que las ciudades no te gustan, y mucho menos Carthag, pero los Harkonnen han establecido otro almacén ilegal de especia allí, justo a la sombra del espaciopuerto. Si prendiéramos fuego a ese almacén, la Cofradía y la CHOAM serían testigos. El barón padecerá las consecuencias.
Los ojos azules de Stilgar se abrieron de par en par.
—Ya sabes que esos desafíos siempre son de mi gusto, Liet. Será peligroso, pero a mis comandos les complacerá enormemente no solo perjudicar a nuestros enemigos, sino también humillarlos.
Mientras el mentat auditor contemplaba los registros de embarques, no parpadeaba ni movía la cabeza. Se limitaba a asimilar los datos, y documentaba las discrepancias en una libreta aparte. La lista de errores aumentaba a cada hora, y la preocupación del barón no cesaba de aumentar. Hasta el momento, sin embargo, todas las «equivocaciones» descubiertas eran poco importantes, lo suficiente para granjearle algunas multas, pero no para suponer su ejecución inmediata.
El auditor mentat aún no había encontrado lo que estaba buscando…
La explosión ocurrida en el distrito de los almacenes pilló a todos por sorpresa. El barón corrió al balcón. Equipos de socorro corrían por las calles. Una columna de humo anaranjado se alzaba hacia el cielo, entre llamas y polvo. El barón comprendió enseguida cuál era el almacén donde se había producido el atentado.
Y maldijo en silencio.
El auditor mentat se puso a su lado en el balcón, mientras observaba con ojos penetrantes. Al otro lado, el Supremo Bashar Garon cuadró los hombros y preguntó:
—¿Qué hay en ese edificio, barón?
—Creo… Es uno de mis almacenes industriales —mintió—. Un lugar donde guardamos materiales de construcción sobrantes, componentes para viviendas prefabricadas, enviadas desde Giedi Prime.
¡Maldita sea! ¿Cuánta especia había ahí dentro?
—Vaya, vaya —dijo el auditor mentat—. ¿Cuál puede ser el motivo de que el almacén haya estallado?
—Una acumulación de productos químicos inflamables, o un obrero descuidado, supongo.
¡Han sido esos malditos fremen!
No le hizo falta fingir una expresión de confusión.
—Inspeccionaremos la zona. De arriba abajo —anunció Zum Garon—. Mis Sardaukar os ayudarán.
El barón se estremeció, pero no podía discutir sin una excusa legítima. Aquella basura del desierto había volado uno de sus depósitos de melange, y los restos aportarían pruebas más que suficientes contra él. Demostrarían que el almacén había sido utilizado para acumular melange, y que la Casa Harkonnen no guardaba registros de dicha reserva.