—«Ceñimos nuestros lomos, cantamos nuestras canciones y derramamos sangre en el nombre del Señor». —Sonrió y empezó a moverse—. No hay tiempo que perder.
C’tair Pilru, demacrado y con los ojos enrojecidos, se puso en pie de un brinco. Hacía días que no dormía, y daba la impresión de que vivía más gracias a la adrenalina que a la alimentación. Sus explosivos habrían estallado segundos antes en el cañón del puerto de entrada, abriendo el camino a las tropas Atreides.
—Ha llegado el momento de sacar las armas y convocar a todos nuestros seguidores —gritó C’tair—. La gente está preparada para combatir, ¡por fin! —Su rostro enjuto poseía la apariencia angelical y etérea de un hombre que ha trascendido la necesidad de miedo o seguridad—. Os seguiremos a la batalla, príncipe Rhombur.
La cicatriz de tintaparra de Gurney tembló cuando frunció el ceño.
—Ten cuidado, Rhombur. No te conviertas en un blanco demasiado fácil para nuestros enemigos. Tu cabeza sería un gran premio para ellos.
El príncipe cyborg se encaminó a la puerta. —No me esconderé mientras los demás combaten por mí, Gurney.
—Al menos, espera a que controlemos parte de la ciudad.
—Anunciaré mi regreso desde la escalinata del Gran Palacio. —El tono de Rhombur no invitaba a la discusión—. No me contentaré con menos.
Gurney gruñó pero guardó silencio, mientras pensaba en la mejor forma de proteger a este hombre orgulloso y testarudo.
C’tair les guió hasta una armería oculta, una pequeña habitación que contenía maquinaria de ventilación, y que habían habilitado para sus propósitos.
Rhombur y Gurney ya habían distribuido componentes desgajados del sofisticado módulo de combate Atreides. Habían entregado a los voluntarios armas, explosivos, escudos y aparatos de comunicación.
C’tair cogió lo primero que encontró, dos granadas y un garrote aturdidor. Rhombur ciñó a su cinto una serie de cuchillos, y después agarró una pesada espada de dos filos con una de sus poderosas manos. Gurney eligió un cuchillo de duelo y una espada larga. Los tres se proveyeron de escudos corporales y los activaron, hasta oír el zumbido familiar. Preparados.
No tocaron los fusiles láseres. En una lucha cuerpo a cuerpo, con los escudos activados, no querían correr el riesgo de desencadenar una mortífera interacción entre los escudos y los rayos láser, capaz de desintegrar la ciudad subterránea.
Mientras las alarmas continuaban sonando, algunas puertas de las instalaciones tleilaxu se cerraron automáticamente. Otras se quedaron atascadas. Durante los últimos días, los rumores habían alertado a los ixianos de lo que podía ocurrir, pero muchos todavía no creían que los salvadores Atreides habían llegado. Ahora, estaban ebrios de alegría.
C’tair pidió apoyo a gritos y corrió por los túneles.
—¡Adelante, ciudadanos! ¡Al Gran Palacio!
Muchos de los obreros tenían miedo. Algunos sentían una cauta esperanza. Las cuadrillas de suboides corrían de un lado a otro, confusas, y C’tair gritó hasta que corearon el lema.
—¡Por la Casa Vernius! ¡Por la Casa Vernius!
Arrojó su primera granada contra un grupo de aterrados administradores tleilaxu. Estalló en la caverna con un ensordecedor estampido. Después, utilizó el garrote para apartar de su camino a todos los hombrecillos grises que encontraba.
Cuando Rhombur cargó como una locomotora, un dardo voló hacia su cabeza, pero el escudo lo rechazó. El príncipe avistó a un amo tleilaxu acuclillado a un lado y le alcanzó en el pecho con un cuchillo, y después partió en dos a otro invasor con la espada. Siguió corriendo hacia delante.
Iba reclutando a todos los rebeldes que encontraba. Gurney y él entregaron armas a ansiosos luchadores y les indicaron dónde había más.
—¡Ahora es nuestra oportunidad de liberar a Ix de los invasores para siempre!
Gurney no paraba de lanzar órdenes mientras avanzaba hacia el centro de la caverna, preocupado por la idea de que estos revolucionarios mal organizados fueran presa fácil de los profesionales Sardaukar.
El holocielo destelló en el techo de la gruta cuando una serie de explosiones arrasaron las subestaciones de control de los edificios estalactita. El edificio más espléndido, la catedral invertida del Gran Palacio, era como el Santo Grial que Rhombur anhelaba conquistar. En los niveles superiores, tropas Atreides corrían por una pasarela elevada detrás de un maestro espadachín de cabello oscuro, con las espadas en alto.
—¡Allí está Duncan! —Gurney señaló hacia la pasarela—. Hemos de llegar ahí arriba.
Rhombur clavó su mirada en el Gran Palacio.
—Vamos.
La improvisada banda, que seguía a C’tair mientras gritaba y atacaba con ferocidad, se iba nutriendo de voluntarios que surgían de todas partes. Los rebeldes se apoderaron de una barcaza de carga vacía, una pesada plataforma ingrávida destinada a transportar materiales extraplanetarios desde el cañón del puerto de entrada hasta las instalaciones de construcción subterráneas.
Gurney trepó al puente de control de la barcaza y activó los motores de ingravidez. Emitieron un chirrido agudo. —¡A bordo! ¡A bordo!
Los luchadores subieron a la plataforma, algunos desarmados pero dispuestos a combatir con uñas y dientes si era necesario. Cuando el vehículo empezó a elevarse en el aire, algunos rebeldes apretujados en el borde cayeron al suelo. Otros saltaron y se agarraron de la barandilla, y quedaron colgando hasta que sus compañeros les izaron a la cubierta.
La barcaza ascendió mientras los Sardaukar hormigueaban debajo, en un intento de formar regimientos. Una lluvia de dardos brotó de sus armas. Rebotaron en las paredes o alcanzaron a los espectadores del combate. Los escudos corporales pararon o desviaron algunos proyectiles, pero casi todos los ciudadanos inocentes iban sin protección.
Desde su posición privilegiada, los rebeldes abrieron fuego sobre los enemigos. Al contrario que los soldados del emperador, los amos tleilaxu no portaban escudos. C’tair descubrió un arma de proyectiles y la disparó.
Mientras la barcaza ascendía, los soldados imperiales dirigieron sus armas hacia arriba, sin saber siquiera quién se había apoderado del vehículo. Daba la impresión de que la visión de la sangre había enloquecido a los Sardaukar. Uno de los motores de ingravidez estalló, y la barcaza se ladeó. Cuatro rebeldes se estrellaron en el lejano suelo.
Gurney luchó con los controles, pero Rhombur le apartó de un codazo y transmitió más energía a los motores restantes. La barcaza se dirigió hacia los balcones del antiguo Gran Palacio. El príncipe alzó la vista, vio lugares de su juventud, recordó la vida plácida de su privilegiada familia.
Forcejeó con los controles de guía, y el vehículo sobrecargado se desvió hacia uno de los amplios ventanales, un balcón y una plataforma de observación donde se había celebrado la fiesta de aniversario de Dominic Vernius y su hermosa lady Shando.
La barcaza entró por el ventanal, como una estaca clavada en el corazón de un demonio, y destrozó el balcón. A su alrededor cayeron escombros y trozos de vidrio, y los chillidos se mezclaron con los vítores desafiantes. Los motores enmudecieron cuando Rhombur cortó la energía, y la barcaza se detuvo.
C’tair fue el primero en saltar al suelo, entre una confusión de aterrados tleilaxu y un puñado de guardias Sardaukar que se aprestaban a defenderse.
—¡Victoria en Ix!
Los luchadores adoptaron su grito y se lanzaron hacia delante con más entusiasmo que armas.
Acompañado por Gurney Halleck, Rhombur bajó de la barcaza para su regreso triunfal al Gran Palacio. Rodeado de escombros, gritos de batalla y disparos, experimentó la sensación de haber vuelto a casa por fin.
En los niveles del techo, Duncan Idaho condujo a los soldados Atreides al corazón del combate, y la élite Sardaukar respondió con ferocidad. Los soldados imperiales se introdujeron en la boca una especie de obleas (¿una sobredosis de especia?) y se lanzaron al combate.
Como animales enloquecidos, se enzarzaron en una ofensiva inútil contra fuerzas muy superiores en número. Descartaron sus armas de largo alcance e iniciaron una lucha cuerpo a cuerpo con las tropas Atreides, utilizando cuchillos, espadas y hasta las manos desnudas para penetrar en los escudos protectores. Cada vez que los Sardaukar reducían a un soldado del duque Leto, desactivaban su escudo y lo cortaban en pedazos.
El comandante Cando Garon, con el uniforme roto y ensangrentado, se lanzó contra las tropas de Duncan. Aunque llevaba al cinto una espada larga, no la utilizó, sino que prefirió un cuchillo. Reventó ojos, cortó yugulares, sin hacer caso de los Atreides que le rodeaban.
Un intrépido teniente de Caladan deslizó la punta de su espada a través del escudo del comandante y clavó la punta en el hombro de Garon. El comandante Sardaukar paró en seco, meneó la cabeza como para sacudirse el dolor y volvió a cargar con mayor ferocidad aún, indiferente a su atacante.
Los soldados Sardaukar avanzaron lanzando gritos bestiales, una oleada de uniformes que no respetaban la menor formación. Eran eficaces y mortíferos.
Las filas Atreides empezaron a retroceder ante el ataque, pero Duncan gritó a pleno pulmón. Alzó la espada del viejo duque para animarles. Era como si el espíritu de su anterior propietario infundiera poder a la espada. La había utilizado en Ginaz, y hoy conduciría a las fuerzas Atreides a la victoria. Si Paulus Atreides estuviera vivo, el viejo duque se habría sentido orgulloso del mozalbete que había tomado bajo su protección.
Al oír la potente voz del maestro espadachín, los hombres de Leto contraatacaron con renovadas energías. Teniendo en cuenta su superioridad numérica, deberían haber arrasado a sus enemigos, pero los desquiciados Sardaukar no cedían con facilidad. Tenían el rostro enrojecido, como si se hubieran inyectado potentes estimulantes. Se negaban a rendirse.
A medida que la furiosa batalla se prolongaba, Duncan no vio señales de una inminente victoria, ninguna esperanza de que la matanza terminara pronto. Pese a su desorganización, los Sardaukar volvieron a reagruparse.
Comprendió que aquel iba a ser el día más sangriento de su vida.
Mientras los combates se recrudecían en las cavernas subterráneas, Hidar Fen Ajidica corrió hacia el pabellón de investigaciones de alta seguridad, con la esperanza de que le serviría de refugio. A su lado, Hasimir Fenring pensaba si aquella sería su oportunidad de encontrar una salida secreta y escapar. Decidió que no tenía otra alternativa que seguir al tleilaxu y dejar que se destruyera, como parecía ser la intención del enloquecido hombrecillo.
En el interior del inmenso laboratorio, oculto a los ojos de los extraños, Fenring arrugó la nariz cuando percibió el hedor a cuerpos humanos descompuestos que surgía de las filas de tanques de axlotl. Cientos de trabajadores tleilaxu vigilaban los tanques, tomaban muestras y ajustaban mecanismos de control del metabolismo. La batalla que tenía lugar en el exterior les aterraba, pero atendían a sus tareas con dedicación impasible, temerosos por sus vidas si vacilaban un solo instante. La mínima fluctuación, el menor paso en falso, podía desviar todos los delicados tanques de los parámetros aceptables y arruinar el programa amal. Ajidica tenía sus prioridades.
Las tropas Sardaukar apostadas cerca del pabellón de investigaciones habían recibido más ajidamal, y habían sido apartadas de sus actividades habituales. Se lanzaron al combate entre gritos de rabia.
Fenring no comprendía lo que sucedía, y tampoco le gustaba. Daba la impresión de que nadie dirigía a las tropas. Ajidica hizo una señal al conde.
—Venid conmigo. —Los ojos del hombrecillo habían adquirido un sorprendente tono escarlata. Los blancos habían virado a un rojo brillante, como consecuencia de las hemorragias sufridas en la esclerótica—. Sois el hombre del emperador y deberíais estar a mi derecha cuando haga una declaración concerniente a nuestro futuro. —Una sonrisa depredadora se formó en su rostro, y brotó sangre de sus encías, como si acabara de devorar carne cruda—. Pronto me adoraréis.
—Ummm, primero quiero saber lo que vais a decir —contestó Fenring con cautela, al reconocer el brillo oscuro de la locura en el comportamiento del hombre. Consideró la posibilidad de partirle el cuello en aquel mismo instante, pero había demasiados trabajadores cerca, que les estaban mirando, a la espera de noticias.
Los dos subieron por una escalera metálica hasta la pasarela que dominaba el laboratorio.
—¡Escuchadme! ¡Esto es una prueba de Dios! —gritó Ajidica a sus oyentes, y su voz resonó en el cavernoso espacio. Brotó sangre de su boca cuando habló—. Me han concedido una oportunidad maravillosa de mostraros vuestro futuro.
Los investigadores se congregaron para escucharle. Fenring ya había oído otras declaraciones ilusorias del hombrecillo, pero ahora parecía que Ajidica se había vuelto completamente loco.
Indiferente al combate que se desarrollaba en el exterior, el investigador jefe alzó las manos y cerró los puños. Manó sangre entre sus dedos y los pequeños nudillos, y chorros escarlata resbalaron sobre los tendones de sus antebrazos. Abrió las manos y reveló las flores de sangre que habían brotado en el centro de sus palmas.
¿Se supone que son estigmas?
—pensó Fenring—.
Un espectáculo interesante, pero ¿es real?
—Yo creé el ajidamal, la sustancia secreta que abrirá el Camino para los creyentes. He enviado Danzarines Rostro a rincones inexplorados de la galaxia para poner los cimientos de nuestro magnífico futuro. Otros amos tleilaxu se hallan ahora en la corte imperial de Kaitain, preparados para intervenir. Los que me sigan serán inmortales y todopoderosos, benditos para toda la eternidad.
Fenring reaccionó con sorpresa ante aquella información. Brotaba sangre de una herida abierta en el centro de la frente de Ajidica, y resbalaba sobre sus sienes. Hasta sus ojos lloraban sangre.
—¡Prestad atención! —Las palabras de Ajidica se habían convertido en un chillido—. Solo yo poseo la verdadera visión. Solo yo comprendo los deseos de Dios. Solo yo…
Y cuando gritó, un río de sangre surgió de su garganta. Sus gestos frenéticos dieron paso a un ataque, y su cuerpo se desplomó sobre la pasarela. Su piel, poros y aliento olían a canela y podredumbre.
Fenring, consternado, retrocedió y examinó al investigador jefe, presa de estertores. El cuerpo del hombrecillo estaba húmedo y rojo, y también sangraba por la nariz y los oídos.