—¿Anda Haesten por aquí? —le pregunté, sin dejar de mirar al puente en ruinas.
—Le ordené que se fuera —dijo Erik, negando con la cabeza, al tiempo que señalaba río abajo.
—Una pena —comenté—, porque ha roto el juramento de lealtad que me había hecho. De haber estado aquí, os habría dejado marchar a todos a cambio de su vida.
Erik se me quedó mirando durante unos cuantos segundos, preguntándose si sería verdad lo que acababa de decir.
—Matadme a mí, en vez de Haesten —dijo, finalmente—, y permitid que los demás se vayan.
—Vos no habéis roto ninguna promesa que me hubierais hecho —repuse—, así que no me debéis la vida.
—Deseo que estos hombres sigan vivos —afirmó Erik, con voz enérgica—. Comparada con la de ellos, mi vida vale poco, pagaré con ella, lord Uhtred, y, a cambio, dejaréis en paz a estos hombres y les permitiréis que embarquen en el
Domador de olas
—añadió, señalando el barco de su hermano, aún amarrado al pequeño embarcadero en el que habíamos desembarcado.
—¿Os parece justo, padre? —le pregunté a Pyrlig.
—¿Quién se atrevería a ponerle precio a la vida? —replicó el cura.
—Yo —dije, con aspereza, al tiempo que me volvía a mirar a Erik—. Éstas son mis condiciones. Dejaréis todas las armas que blandís aquí en el puente, además de los escudos, las cotas de malla y los cascos. También os desprenderéis de los brazaletes, cadenas, broches, monedas y hebillas; en fin, de todo lo que sea de valor, Erik Thurgilson, subiréis a bordo del barco que yo designe y podréis marcharos.
—¿El barco que vos elijáis? —preguntó Erik.
—Así es.
—Construí el
Domador de olas
para mi hermano —repuso, con una triste sonrisa—. Yo mismo fui al bosque en busca de la madera para la quilla, un tronco de roble tan recto como el palo de un remo, y yo mismo lo talé. Utilizamos otros once robles más, lord Uhtred, para las cuadernas, las bancadas, el tajamar y los tablones de cubierta. Lo calafateamos con la piel de siete osos que maté con mi propia espada, y fabriqué los remaches en mi herrería. Mi madre cosió la vela, yo mismo diseñé la nave y se la dediqué a Thor, sacrificando un caballo al que tenía gran afecto y rociando la roda con su sangre. Desafiando galernas, nieblas y hielos, nos ha llevado a mi hermano y a mí. Es un precioso barco, al que tengo mucho cariño —dijo, volviéndose para verlo.
—¿Más que a vuestra propia vida?
—No —replicó, negando con la cabeza, después de pensárselo.
—En tal caso, será en la embarcación que yo diga —repuse, sin dar mi brazo a torcer, y así debería haber concluido la negociación, pero nos interrumpió un tumulto que se produjo en la arcada donde el muro de escudos aún plantaba cara a mis hombres.
Æthelred había llegado al puente, y exigía acercarse a la puerta. Cuando nos enteramos de lo que pasaba, Erik me dirigió una mirada burlona, pero yo me limité a encogerme de hombros, diciéndole:
—Él es quien está al mando.
—¿Necesitaré que me dé su autorización para partir?
—Así es —repliqué.
Erik envió una orden al muro de escudos para que permitiesen que Æthelred llegase al arco, y mi primo se pavoneó por el puente, tan engreído como siempre. Sólo le acompañaba Aldelmo, el jefe de su guardia. Ignoró a Erik y se encaró conmigo con gesto irritado.
—¿Cómo os atrevéis a negociar en mi nombre? —insinuó.
—No lo hago —contesté.
—Entonces, ¿por qué estáis aquí?
—Para negociar en mi propio nombre —repliqué—. Este es el
jarl
Erik Thurgilson —dije en inglés a modo de presentación. En atención a Erik, en danés, añadí—: El
ealdorman
de Mercia, lord Æthelred.
Tras las presentaciones, Erik le dirigió una leve inclinación de cabeza, pero aquel gesto de cortesía le valió de poco. Æthelred echó un vistazo al puente, y contó los hombres que habían buscado refugio en aquel lugar.
—No son tantos —dijo, en tono desabrido—. Morirán todos.
—Les acabo de decir que seguirán con vida —dije.
Æthelred dio una vuelta a mi alrededor.
—Hemos recibido órdenes —repuso, mordaz— de capturar a Sigefrid, Erik y Haesten y entregarlos como prisioneros al rey Æthelstan.
Observé que Erik abría un poco los ojos. Pensaba que no hablaba inglés, pero acababa de darme cuenta de que había aprendido lo bastante como para entender lo que había dicho Æthelred.
—¿Cómo os atrevéis a contravenir las órdenes de mi suegro? —me preguntó Æthelred, desafiante, al ver que yo no decía nada.
Supe mantener la calma.
—Podéis hacerles frente ahora —le expliqué, armándome de paciencia—, pero sufriréis muchas y muy valiosas bajas, demasiadas. Podéis obligarlos a quedarse aquí pero, en cuanto empiece a subir la marea, aparecerá un barco por el río que vendrá a rescatarlos —tarea harto difícil, desde luego, pero había aprendido a no subestimar jamás la pericia marinera de aquellos hombres—. O podéis optar por echarlos de Lundene, que era la solución que yo había elegido.
Aldelmo se rió con disimulo, dando a entender que mi comportamiento era el propio de un cobarde; le devolví la mirada, pero él, desafiante, ni siquiera apartó los ojos.
—Matadlos, señor —le dijo Aldelmo a Æthelred, sin dejar de observarme.
—Si deseáis pelear con ellos, es cosa vuestra —dije—, que no mía.
Por un momento, Æthelred y Aldelmo estuvieron tentados de tacharme de cobardica. Sus rostros eran un claro reflejo de lo que pensaban, pero también debieron de leer algo más en mi cara, porque no dijeron nada.
—Vos y vuestro afecto por esos paganos —dijo Æthelred, con desprecio.
—Fijaos si les tendré afecto —repuse, furioso, mientras señalaba los trozos desiguales en donde acababa abruptamente la calzada del puente— que llevé dos barcos a través de la brecha del puente en plena noche. Dirigí a mis hombres al interior de la ciudad, primo, y tomamos la Puerta de Ludd donde peleamos como preferiría no tener que volver a hacer lo en lo que me reste de vida, un combate en el que acabé con unos cuantos paganos en honor a vos. A pesar de todo sí, les tengo aprecio.
Æthelred reparó en la fisura, donde se veía una incesante cortina de espuma, producida por la fuerza con que caía el agua a través de la abertura, y que hacía que se estremeciese la antigua calzada de madera y no se oyera otra cosa que el estruendo del río.
—No teníais órdenes de venir hasta aquí en barco —dijo Æthelred, indignado, y caí en la cuenta del resentimiento que sentía por si mis acciones mermasen en algo la gloria que esperaba conseguir por haber conquistado Lundene.
—Mis órdenes eran que tenía que entregaros la ciudad, ¡y ahí la tenéis! —repliqué, señalando el humo suspendido sobre la colina poblada de gritos—. Vuestro regalo de boda —me mofé, haciendo una reverencia.
—Pero no era sólo la ciudad, mi señor —le comentó Aldelmo—, sino también todo lo que hubiera dentro de sus muros.
—¿Todo? —le preguntó Æthelred, como si no acabara de creerse semejante bicoca.
—Todo —respondió Aldelmo taimadamente.
—Si queréis agradecérselo a alguien, dadle las gracias a vuestra esposa —comenté con acritud.
Æthelred se revolvió y me miró con los ojos muy abiertos. Algo de lo que había dicho, le había sorprendido, por que me miró como si le hubiera dado un mazazo. Estaba tan encolerizado que su ancho rostro no parecía dar crédito a que acababa de oír y, durante un momento, fue incapaz de articular palabra.
—¿Mi esposa? —preguntó, por fin.
—De no haber terciado Æthelflaed —le aclaré—, no habríamos tomado la ciudad. Ella fue quien, anoche, me proporcionó los hombres necesarios para hacerlo.
—¿Estuvisteis con ella anoche? —me preguntó, como si no me hubiera oído.
Me quedé mirándolo; parecía que se hubiera vuelto loco.
—¡Pues claro que sí! Regresamos al islote a por los barcos. ¡Allí estaba ella, que dejó avergonzados a vuestros hombres cuando afirmó que quería venir conmigo!
—Y obligó a lord Uhtred a que pronunciase un juramento —intervino Pyrlig—, la promesa de que defendería vuestro territorio de Mercia, lord Æthelred.
Æthelred pareció no escuchar al galés. No dejaba de mirarme, pero ahora con ojos inflamados por el odio.
—¿Estuvisteis en mi barco —balbució, casi sin poder hablar por culpa de la rabia y del furor que sentía— y visteis a mi esposa?
—Bajó a tierra, acompañada por el padre Pyrlig —dije.
No insinuaba nada. Me limitaba a informarle de lo que había ocurrido, con la esperanza de que Æthelred admirase el coraje de su esposa; pero, en cuanto lo dije, me di cuenta de que había cometido un error. Por un momento, fue tal la furia reflejada en su rostro ancho que temí que me diese un puñetazo. Aldelmo no dejaba de dar vueltas a su alrededor, calibrando hasta dónde llegaba la cólera de mi primo, antes de decidirse a hablar con él. Observé que Æthelred hacía un gesto desairado y colérico, y Aldelmo me dijo en voz alta:
—Haced lo que mejor os parezca —antes de seguir los pasos de su señor hasta cruzar el arco donde el muro de escudos de los hombres del norte les abría paso.
—Como siempre —musité, sin dirigirme a nadie en particular.
—¿Como siempre? —me preguntó el padre Pyrlig, que no apartaba la vista del arco bajo el que mi primo se había esfumado de un modo tan inesperado.
—Lo que me parezca mejor —le respondí, frunciendo el ceño—. ¿Acaso pasó algo allí? —le pregunté a Pyrlig.
—No le gusta que otros hombres hablen con su esposa —contestó el galés—. Ya tuve ocasión de comprobarlo cuando fui con ellos en el barco. Es un hombre celoso.
—¡Pero si conozco a Æthelflaed de toda la vida! —exclamé.
—Tiene miedo de que la conozcáis demasiado bien —repuso Pyrlig—, y eso le saca de quicio.
—¡Qué tontería! —dije, enfurecido.
—Son los celos —respondió el cura—, y los celos son malos consejeros.
Erik, que había observado la marcha de Æthelred, estaba tan confuso como yo.
—¿Ese es vuestro jefe? —me preguntó.
—Es primo mío —repliqué, en tono desabrido.
—¿Y decís que es vuestro comandante? —insistió.
—Lord Æthelred está al frente —le explicó Pyrlig—, y lord Uhtred no ha seguido sus órdenes.
Erik sonrió al oír aquel comentario.
—¿De modo, lord Uhtred, que estamos de acuerdo? —me preguntó en inglés, no sin cierta vacilación a la hora de expresarse.
—¡Vuestro inglés es bastante bueno! —respondí sorprendido.
—Me lo enseñó una esclava sajona —explicó, con una son risa socarrona.
—Confío en que fuera hermosa —repuse—. Pues bien, estamos de acuerdo, pero quiero cambiar algo.
Erik alzó la cabeza sin perder la compostura.
—¿Una modificación? —preguntó, con prudencia.
—Podéis llevaros el
Domador de olas
—le aclaré.
Pensé que Erik iba a darme un beso. Al principio no acababa de creérselo pero, luego, vio que lo decía de verdad y sonrió abiertamente.
—Lord Uhtred… —comenzó a decir.
—Lleváoslo —le atajé, porque no buscaba gratitud—, ¡embarcad y partid!
Había cambiado de idea por lo que había dicho Aldelmo. Tenía razón. Todo lo que quedaba dentro del recinto de la ciudad pertenecía ahora a Mercia. Æthelred era el gobernador de aquel territorio, le gustaban las cosas bellas y, además, si hubiera descubierto que quería el
Domador de olas
para mí, como era mi deseo, habría hecho lo imposible por arrebatármelo. Para evitar que el barco fuera un objeto más de su codicia, preferí devolvérselo a los hermanos Thurgilson.
Llevaron a Sigefrid al barco. Despojados de sus armas y objetos de valor, los hombres del norte fueron custodiados por mis tropas hasta llegar a la embarcación. Nos llevó bastante tiempo hasta que, por fin, conseguimos que todos estuvieran a bordo; nos hicieron un gesto de despedida con la mano a quienes seguíamos en el embarcadero. Los observé mientras partían río abajo hasta que se internaron en la neblina que aún permanecía remansada sobre los recodos del río.
Entonces, en algún lugar de Wessex, cantó el primer cuclillo.
* * *
Escribí una carta a Alfredo. No me gustaba nada escribir, y hacía años que no había tenido una pluma en mis manos. Los curas de mi esposa son quienes garabatean mis cartas y, como saben que sé leer lo que escriben, se guardan mucho de poner algo que no les haya dictado. La noche que siguió a la conquista de Lundene, escribí a Alfredo de mi puño letra. «Vuestra es Lundene, mi rey —le decía—; me he quedado para reconstruir las murallas.»
Poner aquello por escrito acabó con mi paciencia, pluma me resbalaba entre los dedos; recuerdo la rugosidad del pergamino y los borrones de tinta —la había encontrado en un cofre de madera que contenía el botín robado en monasterio— por toda la vitela.
—Ve en busca del padre Pyrlig y de Osferth —le dije a Sihtric.
—Mi señor… —respondió el muchacho, nervioso.
—Ya lo sé —repuse en mal tono—, ya sé que quieres casarte con tu puta. Pero antes ve a buscar a Osferth y al padre Pyrlig. Esa furcia puede esperar.
Pyrlig apareció un poco después; acerqué la carta al lado de la mesa.
—Quiero que vayáis a ver a Alfredo —le dije—, que le entreguéis esta misiva y que le contéis lo que ha pasado aquí.
Pyrlig leyó la nota, y observé cómo en su espantosa cara se dibujaba una sonrisa, que desapareció casi al instante para no ofenderme con la opinión que le merecía mi caligrafía. No dijo nada sobre mi breve mensaje pero alzó los ojos, sorprendido, cuando Sihtric introdujo a Osferth en la estancia.
—El hermano Osferth os acompañará —le comenté al galés.
Osferth se puso rígido. No le gustaba que le tratasen como a un fraile.
—Quiero quedarme aquí, mi señor —dijo.
—Pero el rey os quiere en Wintanceaster —le conteste sin darle mayor importancia—, y aquí obedecemos las órdenes del rey.
Me hice de nuevo con la carta que había dejado en manos de Pyrlig, mojé en la tinta la pluma, que ya se había puesto marrón y herrumbrosa, y añadí algo más: «Fue Osferth quien acabó con Sigefrid —añadí, haciendo un verdadero esfuerzo—; me gustaría que entrase a formar parte de mi guardia personal».
¿Por qué escribí aquello? Al igual que su padre, Osferth no me caía nada bien, pero había saltado desde lo alto del baluarte y, en ese instante, había mostrado arrojo. Una locura, quizá, pero también un gesto cargado de valor y, si no hubiera dado aquel salto, quizá Lundene seguiría en manos de los daneses o de los hombres del norte. Osferth se había ganado el derecho a participar en un muro de escudos, aunque sus perspectivas de salir con bien fueran, por desgracia, escasas.