—¿Qué queréis? —les pregunté.
Cinco de aquellos hombres llevaban cota de malla y espadas; el sexto lucía un jubón bordado con motivos de perros persiguiendo a unos ciervos. El hombre lucía también una cadena de plata, señal de que era noble. Era Aldelmo, el amigo de mi primo y jefe de su guardia personal.
—Esto —repuso Aldelmo, que permanecía de pie junto a la cisterna que Gisela había adecentado y que utilizábamos para recoger el agua de lluvia que caía desde el tejado, un agua dulce y de sabor agradable, algo que estaba al alcance de muy pocos en cualquier ciudad.
—Doscientos chelines de plata y es toda tuya —le dije a Aldelmo.
Me miró con desprecio. Era un precio exorbitante. Los cuatro jóvenes habían conseguido volcarla, derramando el agua que contenía, y estaban tratando de enderezarla de nuevo. Al verme, se habían desentendido de su cometido.
Gisela salió de la zona noble de la casa y me dirigió una sonrisa.
—Ya les dije que no podían llevársela —comentó.
—Lord Æthelred la quiere para sí —aseguró Aldelmo
—Vuestro nombre es Aldelmo —repuse—, os llaman Aldelmo, a secas; pero yo soy Uhtred, lord de Bebbanburg, y debéis darme el tratamiento de señor.
—Me temo que no va a ser así —dijo Gisela, con dulzura—. Me acaba de llamar puta entrometida.
Cuatro de mis hombres se acercaron a mí y echaron mano al pomo de sus espadas. Les ordené que se retirasen con un gesto y me despojé del cinturón del que colgaban mis armas.
—¿Habéis llamado puta a mi esposa? —le pregunté a Aldelmo.
—Mi señor desea esta pieza —repuso, sin contestar a la pregunta que le había formulado.
—Primero os disculparéis ante mi esposa y, después, ante mí —le espeté, mientras dejaba caer al suelo el cinturón del que colgaban mis dos espadas.
—Dadle su merecido —ordenó a los otros cuatro, mirándome con desprecio— y echadlo a la calle.
—Exijo dos disculpas —dije.
Al oír mi voz amenazante, se acercó donde yo estaba, asustado.
—Esta casa —comenzó a explicar Aldelmo— pertenece a lord Æthelred. Si vivís aquí, es por su graciosa benevolencia.
Al acercarme a él, se asustó más.
—¡Egberto! —gritó, pero la única respuesta que recibió de aquel hombre fue un pausado movimiento de la mano derecha, un gesto para indicar a sus hombres que no desenfundaran las espadas. De sobra sabía que si alguien blandía un arma, se produciría una pelea entre sus hombres y los míos y, al contrario que Aldelmo, tenía el suficiente sentido común para evitar tan estéril carnicería.
—¡Respondón hijo de puta! —exclamó, blandiendo un cuchillo que llevaba a la cintura y arremetiendo contra mi vientre.
Le rompí la mandíbula, la nariz, las dos manos y hasta es posible que un par de costillas, antes de que Egberto me contuviese. Aldelmo presentó sus disculpas a Gisela, mientras escupía muelas ensangrentadas, y la cisterna se quedó en su sitio. Entregué el cuchillo a las muchachas que se afanaban en la cocina. Me pareció adecuado para pelar cebollas.
Al día siguiente, llegó Alfredo.
* * *
El rey llegó de forma discreta. Atracó su embarcación en un amarradero que había río arriba, antes de llegar al puente derruido. El
Haligast
aguardó a que se fuese una nave mercante, y luego, a golpe de remo, se deslizó como un fantasma. Acompañado por un montón de curas y monjes y custodiado por seis hombres con cotas de malla, el rey pisó tierra sin anunciarse, sin previo aviso. Se abrió paso entre las mercancías desperdigadas por el embarcadero, pasó por encima de un beodo que dormía la mona a la sombra y se internó por uno de los portillos de la muralla, que conducía hasta una plaza de mercado.
Tuve noticias de que se había presentado en el palacio. Æthelred no estaba allí, porque, para variar, andaba de caza El rey se dirigió al aposento de su hija, donde permaneció un buen rato. A continuación, rodeado de aquellos curas fue colina abajo y se acercó a nuestra casa. Yo estaba con uno de los grupos que reparaban las murallas, pero Gisela, que ya se había enterado de que Alfredo estaba en Lundene, imaginándose que vendría a hacernos una visita, había dispuesto pan, cerveza, queso y lentejas cocidas para almorzar. Nada de carne. Alfredo no la probaba. Tenía el estómago delicado, el vientre no dejaba de atormentarlo y, por lo que fuera, había llegado al convencimiento de que comer carne era una abominación.
Aunque Gisela despachó a un criado para que me avisase de la presencia del rey, cuando llegué a casa, mucho después que Alfredo, me encontré con el elegante patio repleto de curas vestidos de negro; allí estaban el padre Pyrlig y, a su lado, Osferth, que otra vez vestía ropas de monje. Osferth me dirigió una mirada cargada de resentimiento, como si yo tuviese la culpa de que se hubiese convertido de nuevo en un hombre de iglesia, mientras Pyrlig me daba un abrazo.
—En el informe que envió al rey, Æthelred ni os mencionaba —me dijo en un susurro, mientras me daba en la cara una vaharada de cerveza.
—¿Acaso no estábamos presentes cuando tomamos la ciudad? —le pregunté.
—No, según vuestro primo —repuso Pyrlig, riendo entre dientes—, pero yo le conté la verdad a Alfredo. Id a verlo. Os está esperando.
Alfredo se encontraba en la terraza que daba al río. Los escoltas permanecían detrás, a lo largo de la pared de la casa. El rey estaba sentado en una silla de madera. Antes de cruzar el umbral, me detuve sorprendido: en lugar de pálido y mesurado como de costumbre, Alfredo parecía animado. Gisela estaba sentada a su lado, y el rey se inclinaba para hablar con ella, mientras mi esposa, de espaldas a mí, le escuchaba. Me quedé donde estaba, y contemplé algo realmente singular: Alfredo parecía feliz. Incluso en una ocasión le dio un golpecito en la rodilla con su dedo, blanco y largo, como queriendo dejar algo por sentado. Nada de sospechoso tenía aquel gesto, salvo lo poco frecuente que era en él.
Pensándolo bien, quizá se tratase de un gesto muy suyo. Antes de caer en las redes del cristianismo, Alfredo había sido un mujeriego notorio, y Osferth era el fruto de uno de aquellos deslices principescos. A Alfredo le gustaban las mujeres hermosas, y estaba claro que disfrutaba en compañía de Gisela. De pronto, oí reír a mi esposa, mientras Alfredo, halagado de haberlo conseguido, sonreía con timidez. Daba la impresión de que no le importaba que no fuese cristiana ni que llevase un amuleto pagano alrededor del cuello. Se notaba que estaba encantado de estar a su lado y, por un momento, tuve la tentación de dejarlos solos. Nunca le había visto tan feliz al lado de su esposa, Ælswith, una mujer de hocico de comadreja, cara de armiño y voz estridente. Pero en aquel instante, se le ocurrió alzar los ojos por encima del hombro de Gisela, y me vio.
Se le cambió la cara de inmediato. Se irguió, se sentó derecho y me hizo una seña para que me acercase.
Me hice con un taburete de nuestra hija, y escuché el siseo de las espadas de los guardias de Alfredo al desenvainarse. El rey les indicó con un gesto que las enfundasen, dando por sentado que no tenía a mano más que una sillita de niña pequeña si pretendía atacarlo. Observó como entregaba mis espadas a uno de los guardianes, en señal de respeto.
Luego, llevé el taburete hasta las losas de la terraza.
—Lord Uhtred —me dijo, con frialdad.
—Bienvenido a nuestra casa, mi rey —saludé, al tiempo que hacía una reverencia y me acomodaba de espaldas al río.
Guardó silencio un momento. Un capote pardo cubría su cuerpo enjuto. Llevaba una cruz de plata al cuello; el escaso pelo recogido con una tiara de bronce, lo que no dejó de sorprenderme, porque rara vez hacía ostentación de los símbolos de la realeza, vanas fruslerías, según él; en aquella ocasión, sin embargo, debía de haber pensado que era preciso que en Lundene contemplasen a un rey de verdad. Al reparar en mi cara de extrañeza, se quitó la tiara.
—Confiaba en que los sajones de la ciudad nueva ya habrían abandonado sus hogares y estarían instalados aquí, al amparo de las murallas —comentó, con frialdad—. ¿Por qué no se han mudado?
—Tienen miedo de los fantasmas, señor —repuse.
—¿Y vos no?
Me quedé pensando la respuesta.
—Sí —contesté al cabo de un instante.
—No obstante, vivís aquí —exclamó, señalando la casa.
—Procuramos apaciguar a los espíritus, señor —explicó Gisela, en voz baja. Al ver que el rey alzaba las cejas sorprendido, le contó que dejábamos comida y bebida en el patio como gesto de bienvenida a cualquier espectro que se acercase a nuestra casa.
—Creo que sería mejor que nuestros sacerdotes exorcizasen las calles —replicó Alfredo, frotándose los ojos—. ¡Con oraciones y agua bendita expulsaremos a esos espíritus!
—También podríais poner trescientos hombres a mi disposición para entrar a saco en la ciudad nueva —propuse— les quemaríamos las cabañas y no tendrían otro remedio que venirse a la ciudad vieja.
En su rostro se dibujó una especie de media sonrisa, que desapareció tan pronto como se había esbozado.
—Es difícil conseguir que nos obedezcan sin provocar resentimiento —apuntó—. A veces pienso que sólo tengo autoridad sobre mi familia, ¡y ni siquiera estoy muy seguro! Si permitiese que fuerais a la ciudad nueva con vuestras armas, lord Uhtred, sólo conseguiríais que os odiasen. Lundene tiene que ser una ciudad leal, un bastión de los sajones cristianos. Si nos odiasen, desearían el retorno de los daneses, que les dejaban vivir tranquilos —añadió, negando vigorosamente con la cabeza—. Hemos de dejarlos en paz, pero sin levantar una empalizada a su alrededor. Habrán de instalarse en la ciudad vieja por su propia voluntad. —Y dirigiéndose a Gisela añadió—: Disculpadme, os lo ruego, pero hemos de tratar de asuntos más enrevesados.
Alfredo hizo una seña a uno de los guardias, que se apresuró a abrir la puerta que daba a la terraza. Allí estaban el padre Beocca y otro cura, de pelo negro y cara mofletuda, un personaje ceñudo que atendía por el nombre de padre Erkenwald y que me detestaba. En una ocasión incluso, trató de acabar conmigo tildándome de pirata y, si bien sus acusaciones no carecían de fundamento, conseguí salir indemne de sus afiladas garras. Me dirigió una mirada cargada de irritación, mientras Beocca movía la cabeza ostentosamente; a continuación, los dos clavaron con atención los ojos en Alfredo.
—Decidme —comenzó Alfredo, mirándome—, ¿a qué se dedican Sigefrid, Erik y Haesten en estos momentos?
—Se han instalado en Beamfleot, señor —contesté—, y están trayendo tropas de refuerzo. Disponen de treinta y dos barcos, con sus respectivas tripulaciones.
—¿Habéis visto el sitio donde están asentados? —me preguntó el padre Erkenwald. En ese instante, caí en la cuenta de que se había requerido la presencia de los dos curas en la terraza para asistir como testigos de nuestra conversación. Como hombre precavido, Alfredo siempre quería conservar un testimonio, escrito o de palabra, de tales discusiones
—No, no lo he visto —repuse, secamente.
—¿Vuestros espías quizá? —apuntó Alfredo, reuniendo las preguntas de los curas allí presentes en una sola.
—Así es, mi señor.
—¿Es posible quemar esos barcos? —me preguntó, tras reflexionar un instante.
—Se encuentran en una cala, señor —contesté, negando con la cabeza.
—Hay que destruirlos —exclamó con rabia; observé cómo se le crispaban sus finas y largas manos en el regazo, para añadir como quien no quiere la cosa—: ¡Han saqueado Contwaraburg!
—Lo sé, mi señor.
—¡Quemaron la iglesia —continuó indignado, furibundo— y se lo llevaron todo, evangelios, cruces, hasta las reliquias! ¡En esa iglesia se guardaba una de las hojas de la higuera ante la que sudó sangre Nuestro Señor! Una vez la toqué, y sentí su poder —añadió estremecido—. Ahora está en manos de esos paganos —concluyó como si fuera a echarse a llorar.
Guardé silencio. Beocca había comenzado a escribir. La pluma arañaba un pergamino que sostenía a duras penas con su torpe mano. El padre Erkenwald aguantaba un tintero con ademán de desprecio, como si no fuera una tarea digna de él.
—¿Treinta y dos barcos, habéis dicho? —me pregunto Beocca.
—Eso es lo último que he sabido.
—Siempre es posible dirigir un ataque contra una rada —comentó Alfredo con cierta acritud; ya no parecía tan compungido.
—Durante la marea baja, la ensenada de Beamfleot se queda seca —le aclaré— y, para llegar a los barcos del enemigo, tenemos que pasar por delante de su campamento, situado en una colina desde donde se domina el embarcadero. Lo último que he sabido es que uno de los barcos permanece amarrado en medio del canal. Podríamos destruir ese barco y abrirnos camino peleando, pero deberíais disponer de un millar de hombres y perderíais no menos de doscientos.
—¡Un millar! —repitió, con un gesto cargado de escepticismo.
—Los últimos informes, mi señor, indican que Sigefrid cuenta con casi dos mil guerreros.
—¿Sigue con vida? —preguntó, cerrando los ojos un instante.
—Más o menos —contesté. Ulf, el comerciante danés que tanto apreciaba la plata que le pagaba, me había puesto al corriente de casi todos estos detalles. Tampoco dudaba de que cobraba otro tanto de Haesten y Erik, por mantenerles informados de lo que yo hacía en Lundene. El precio merecía la pena—. El hermano Osferth le hirió de gravedad —dije para concluir.
—¡Osferth! —exclamó el rey, con voz desmayada, mientras me dirigía una mirada cargada de sagacidad.
—El fue quien ganó la batalla, señor —dije, en el mismo tono, mientras Alfredo no dejaba de mirarme, sin referir lo que pensaba—. ¿Acaso no os lo ha contado el padre Pyrlig? —hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza—. Osferth llevó a cabo un acto de valentía —añadí—; no estoy seguro de que yo hubiera tenido tantos arrestos. Se lanzó al vacío desde lo alto de la muralla, se enfrentó con tan temible guerrero y siguió con vida para recordar tamaña proeza. De no haber intervenido Osferth, mi señor, Sigefrid seguiría en Lundene, estaría criando malvas.
—¿Queréis que siga a vuestro lado? —me preguntó Alfredo.
Estaba claro que esperaba una negativa por mi parte pero Beocca hizo un gesto casi imperceptible de su cabeza canosa, y comprendí que Osferth no era grato en Wintanceaster. Aquel joven no me caía bien y, a juzgar por el silencioso mensaje del cura, tampoco querían verlo por Wintanceaster. El caso es que había dado muestras de un arrojo ejemplar. Y parecía que tenía vocación de guerrero.