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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (46 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Le conviene encontrar un pretexto para salir durante una hora —dijo la voz del coronel Kukushkin—. Hay un bar a cuatrocientos metros de su puerta de servicio. —Dio el nombre del bar y la dirección. Jahn no conocía el bar, pero sí la calle—. Dentro de una hora —repitió la voz—, si no quiere que...

Sonó un chasquido.

Eran las ocho de la tarde en Berlín, y era ya noche cerrada.

La primer ministro británica estaba cenando tranquilamente con su marido, en sus habitaciones privadas del piso alto de Downing Street, 10, cuando le pidieron que atendiese a una llamada personal del presidente Matthews. Cuando pusieron la comunicación, volvía a estar en su despacho. Los dos jefes de Gobierno se conocían bien y se habían visto una docena de veces desde la elección de aquella mujer como primer ministro de Gran Bretaña. Cuando estaban a solas, se llamaban por sus nombres de pila, pero, aunque las conversaciones supersecretas a través del Atlántico no podían ser intervenidas por nadie, se grababan en cinta magnetofónica, y, por ello, observaron las formalidades de rigor.

En términos cuidadosos y sucintos, el presidente Matthews explicó a la primer ministro el mensaje que había recibido de Maxim Rudin a través de su embajador en Washington. Joan Carpenter quedó aturdida.

—Por el amor de Dios, ¿por qué? —preguntó.

—Ahí está el problema, señora —respondió la voz, arrastrando las palabras, desde el otro lado del Atlántico—. No hay explicación. Absolutamente ninguna. Y he de decirle otras dos cosas. El embajador Kirov me advirtió que, si llegaba a conocerse públicamente el mensaje de Rudin, el Tratado de Dublín sería igualmente rechazado. ¿Puedo contar con su discreción?

—Naturalmente —respondió la mujer—. ¿Cuál es la otra cosa?

—He tratado de hablar con Rudin por la línea de urgencia. No lo he conseguido. De esto debo deducir que tiene problemas en el seno del propio Kremlin y no puede revelarlos. Si he de serle franco, esto me ha colocado en una situación imposible. Pero una cosa es segura: no puedo dejar que se anule el tratado. Es demasiado importante para todo el mundo occidental. Tengo que luchar por él. No puedo dejar que lo destruyan un par de secuestradores en una cárcel de Berlín; y no puedo dejar que un puñado de terroristas, desde un petrolero en el mar del Norte, desencadenen un conflicto armado entre el Este y Occidente, como el que indudablemente se produciría.

—Estoy completamente de acuerdo con usted, señor presidente —dijo la primer ministro, desde su despacho de Londres—. ¿Qué quiere que haga? Me imagino que tiene usted más influencia que yo sobre el canciller Busch.

—No se trata de esto, señora. Hay otras dos cosas. Nosotros tenemos cierta información sobre las consecuencias que tendría para Europa la voladura del
Freya
, pero presumo que la de ustedes es más completa. Necesito conocer todas las consecuencias y opciones lógicamente posibles, para el caso de que los terroristas a bordo del
Freya
resolviesen lo peor.

—Sí —admitió mistress Carpenter—. Durante todo el día, nuestros técnicos han realizado un estudio a fondo del barco, de su cargamento, de sus posibilidades de contener la marea negra, etc. Hasta ahora no hemos considerado la idea de tomar el barco por asalto. Ahora tendremos que hacerlo. Le enviaré información sobre todos estos aspectos dentro de una hora. ¿Qué más?

—Esto es lo más peliagudo, y casi no sé cómo pedírselo —dijo William Matthews—. Pensamos que el comportamiento de Rudin debe de tener una explicación, y, mientras no la conozcamos, andaremos a tientas en la oscuridad. Si he de resolver esta crisis, tengo que saber algo más. Necesito aquella explicación. Necesito saber si existe una tercera alternativa. Quisiera pedirle que diga a su gente que se valga de
el Ruiseñor
por última vez y me dé la respuesta a la incógnita.

Joan Carpenter reflexionó. Siempre había seguido la política de no entrometerse en el servicio de sir Nigel Irvine. A diferencia de algunos de sus predecesores, se había abstenido firmemente de meter las narices en los servicios secretos para satisfacer su curiosidad. Desde su subida al poder había doblado los presupuestos del SIS y de MI-5, había elegido profesionales curtidos como directores de ambos, y había sido recompensada con su inquebrantable lealtad. Contando con ésta, había confiado en que no la abandonarían. Y no lo habían hecho.

—Haré lo que pueda —dijo al fin—. Pero se trata de algo que afecta al mismo corazón del Kremlin, y contamos con pocas horas. Si es posible, se hará. Le doy mi palabra.

Terminada la conferencia, llamó a su marido para decirle que no la esperase; estaría toda la noche en su despacho. Ordenó a la cocina que le trajesen una cafetera llena de café. Una vez arregladas estas cosas prácticas, telefoneó a sir Julian Flannery a su casa empleando una línea normal; le dijo que había surgido una nueva crisis y le pidió que volviese en seguida a la oficina del Gobierno. Su última llamada no la hizo por una línea normal, sino por la secreta, que comunicaba con la jefatura de la Empresa. Pidió que localizasen a sir Nigel Irvine, dondequiera que estuviese, y que le dijesen que acudiese inmediatamente al Número 10. Mientras esperaba, conectó la televisión de su despacho, en el momento en que empezaba el noticiario de las nueve de la BBC. Había comenzado una noche muy larga.

Ludwig Jahn se deslizó en el compartimiento y se sentó, sudando un poco. Desde el otro lado de la mesa, el ruso le miró con frialdad. El rollizo celador no podía saber que aquel temible ruso estaba luchando por su propia vida; no daba la menor señal de ello.

Escuchó impasible, mientras Jahn le explicaba las nuevas medidas que se habían tomado a partir de las dos de la tarde. En realidad, no tenía amparo diplomático; se ocultaba en un escondite de la SSD en Berlín Oeste, como invitado de sus colegas alemanes orientales.

—Como cabe ver —terminó Jahn—, no puedo hacer nada. No podría introducirle en aquel pasillo. Hay tres hombres de guardia, como mínimo, de día y de noche. Cualquiera que entre en el corredor, incluso yo mismo, tiene que mostrar su pase, y todos nos conocemos. Hemos trabajado juntos durante años. Ninguna cara nueva sería admitida, sin avisar al alcaide.

Kukushkin asintió despacio con la cabeza. Jahn sintió renacer su esperanza. Le dejarían marchar; le dejarían en paz; no causarían daño a su familia. Todo había terminado.

—Usted puede entrar en el pasillo, naturalmente —dijo el ruso—. Y en las celdas.

—Sí; soy el
Ober Wachtmeister
. A intervalos periódicos, tengo que comprobar que están sin novedad.

—¿Duermen por la noche?

—Tal vez. Se han enterado del asunto del mar del Norte. Les quitaron las radios después de las emisiones del mediodía, pero otro preso incomunicado les gritó las noticias antes de que fuesen sacados del pasillo todos los demás reclusos. Tal vez dormirán, tal vez no.

El ruso asintió lúgubremente.

—Entonces —dijo—, usted hará el trabajo.

Jahn se quedó boquiabierto.

—No, no —balbuceó—. Usted no lo comprende. No podría usar una pistola. Soy incapaz de disparar contra nadie.

El ruso colocó sobre la mesa dos tubitos parecidos a plumas estilográficas.

—Nada de pistolas —replicó—. Esto. Sólo tiene que acercar el extremo abierto, éste, a unos centímetros de la boca y la nariz del hombre dormido, y apretar este botón. La muerte se produce en tres segundos. La inhalación de cianuro potásico en forma de gas causa la muerte instantánea. Al cabo de una hora, los efectos son idénticos a los de un fallo cardíaco. Cuando lo haya hecho, cierre las celdas, vuelva a las dependencias del personal, limpie bien los tubos y póngalos en el armario de otro celador que tenga también acceso a las dos celdas. Muy sencillo, muy claro. Y nadie podrá acusarle.

Lo que Kukushkin acababa de exponer al horrorizado oficial de prisiones era una versión actualizada de las pistolas de gas venenoso con que el departamento de «asuntos mojados» de la KGB había asesinado a los nacionalistas ucranianos Stepan Bandera y Lev Rebet, en Alemania, dos decenios atrás. El principio seguía siendo sencillo, y la eficacia del gas había sido aumentada por ulteriores investigaciones. Dentro de los tubos había unas pequeñas ampollas de ácido prúsico. El gatillo soltaba un muelle y éste accionaba un percutor que rompía el vidrio. Simultáneamente, el ácido era vaporizado por el aire comprimido de un depósito que también se abría al apretar el botón. Impulsado por el aire comprimido, el gas salía del tubo en una nube invisible, que se introducía en las vías respiratorias de la víctima. Una hora más tarde se había desvanecido el olor a almendras amargas del ácido prúsico y los músculos del cadáver se habían relajado de nuevo; los síntomas eran los de un ataque al corazón.

Desde luego, nadie creería que los dos jóvenes habían sufrido ataques cardíacos simultáneos, y se realizaría una investigación. Pero los tubos del gas, encontrados en el armario de uno de los celadores, acusarían casi indefectiblemente a éste.

—Yo... yo no puedo hacer esto —murmuró Jahn.

—Pero yo puedo enviar a toda su familia aun campo de trabajo del Ártico para toda la vida, y lo haré —murmuró el ruso—. Un sencillo dilema,
Herr
Jahn. Vencer sus escrúpulos durante diez breves minutos, a cambio de la vida de toda su familia. Piénselo.

Kukushkin asió la mano de Jahn, la volvió y colocó los tubos en su palma.

—Piénselo —dijo—, pero de prisa. Después, entre en las celdas y haga lo que le he dicho. Esto es todo.

Salió del compartimiento y se marchó. Minutos más tarde, Jahn cerró la mano, se metió los tubitos de gas en el bolsillo del impermeable y volvió a la prisión de Tegel. A medianoche, dentro de tres horas, relevaría al jefe de turno de noche. A la una de la madrugada, entraría en las celdas y lo haría. Sabía que no tenía alternativa.

Al ponerse en el cielo los últimos rayos del sol, el
Nimrod
que sobrevolaba el
Freya
había sustituido su cámara de día F.126 por la de noche F.135. Por lo demás, nada había cambiado. La cámara de visión nocturna, enfocada hacia abajo, con su mira infrarroja, podía captar casi todo lo que pasaba a una distancia de cinco mil metros. Si el capitán del
Nimrod
lo deseaba, podía tomar fotografías estáticas con ayuda del flash electrónico de la F. 135, o encender el potentísimo faro del avión.

Pero la cámara nocturna no captó la figura con anorak que yacía en cubierta desde media tarde y que ahora empezó a moverse muy despacio, deslizándose debajo de la pasarela y retrocediendo, centímetro a centímetro, hacia la superestructura. Cuando el personaje cruzó por fin el umbral de la puerta medio abierta y se irguió en el interior, nadie se dio cuenta. Al amanecer, se presumió que el cadáver había sido arrojado al mar.

El hombre del anorak bajó a la cocina, frotándose las manos y temblando repetidamente. En la cocina encontró a uno de sus colegas y se sirvió un café caliente. Cuando hubo terminado, volvió al puente y buscó su propia ropa: el pantalón deportivo y el suéter negros con que había subido a bordo.

—¡Uf! —exclamó al hombre del puente, con su acento americano—. Desde luego, diste en el blanco. Pude sentir el golpe de los tacos, de los cartuchos sin bala en la espalda del anorak.

El guardián del puente sonrió.

—Andriy me dijo que lo hiciese bien —respondió—. Y dio resultado. Mishkin y Lazareff saldrán de la cárcel a las ocho de la mañana. Por la tarde, estarán en Tel-Aviv.

—Estupendo —dijo el ucraniano-americano—. Esperemos que el plan de Andriy para sacarnos de este barco salga tan bien como lo demás.

—Saldrá —aseguró el otro—. Y ahora, será mejor que te pongas la máscara y devuelvas esa ropa al yanqui del cuarto de la pintura. Y duerme un poco. Entras de guardia a las seis de la mañana.

Sir Julian Flannery volvió a convocar el comité de crisis al cabo de una hora de su conversación privada con la primer ministro. Esta le había explicado el motivo del cambio de la situación, pero él y sir Nigel debían ser los únicos en saberlo y no debían hablar. Sólo debía decirse a los miembros del comité que, por razones de Estado, la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff al amanecer, podía demorarse o cancelarse, según fuese la reacción del canciller alemán.

De otra parte, todos los datos que llegaban a Whitehall sobre el
Freya
, su tripulación, su cargamento y sus posibles riesgos, eran transmitidos fotográficamente a Washington.

Sir Julian había tenido suerte; la mayoría de los principales expertos del comité vivían dentro de un radio de sesenta minutos en coche de Whitehall. Casi todos habían sido localizados mientras cenaban en sus casas, ya que ninguno se había marchado al campo; dos lo habían sido en sendos restaurantes, y uno, en el teatro. A las nueve y media, todos estaban nuevamente sentados en el UNICORNE.

Sir Julian declaró que ahora tenían que presumir que todo el asunto había pasado del campo de una especie de ejercicio, a la categoría de una crisis grave.

—Tenemos que suponer que el canciller Busch estará de acuerdo en aplazar la puesta en libertad, en espera de que se aclaren ciertas cuestiones. En tal caso debemos presumir que los terroristas pondrán al menos en práctica su primera amenaza, o sea, soltar una cantidad de petróleo del
Freya
. Por consiguiente, tenemos que ver la manera de contener y destruir una posible primera ola de veinte mil toneladas de crudo; pero, además, hemos de prever el caso de que dicha cifra se multiplique por cincuenta.

El panorama no podía ser más sombrío. La indiferencia pública durante años había conducido a la negligencia política; sin embargo, las cantidades de disolventes de petróleo en poder de los británicos, y los vehículos para su transporte en caso de marea negra, representaban más que los del resto de Europa juntos.

—Hay que suponer que nos corresponderá el esfuerzo principal para reducir los daños ecológicos —dijo el hombre de Warren Springs—. En el asunto
Amoco Cádiz
de 1978, los franceses no quisieron aceptar nuestra ayuda, aunque teníamos mejores disolventes y mejores sistemas de distribución que ellos. Sus pescadores pagaron cara esta estupidez. El anticuado detergente que emplearon, en vez de nuestros concentrados, causó unos efectos tóxicos
peores
que los del propio petróleo. Y no lo tenían en cantidad suficiente, ni disponían de los sistemas de distribución adecuados. Fue como tratar de matar un pulpo con un tirachinas.

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