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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (44 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—¿No es posible que sea un farol, un truco; que realmente no puedan destruir el
Freya o
matar a su tripulación? —preguntó alguien.

El ministro del Interior movió la cabeza.

—No podemos confiar en eso. Las fotografías que acaban de enviarnos los ingleses demuestran que los hombres armados y enmascarados son bastante reales. Las he enviado al jefe de GSG-9, para que nos diga lo que piensa. Pero lo malo es que acercarse a un barco provisto de radar y de sonar está fuera de sus posibilidades. Para ello se requerirían buceadores u hombres rana.

Al hablar de GSG-9 se refería a la curtida unidad de comandos de Alemania Federal, sacados de las fuerzas de frontera, que habían tomado por asalto el avión secuestrado en Mogadiscio, cinco años atrás.

La discusión prosiguió durante una hora: o había que acceder a las condiciones de los terroristas, teniendo en cuenta la internacionalidad de las probables víctimas en caso de negativa, y resignarse a las inevitables protestas de Moscú; o rechazarlas, confiando en que se tratase de un farol; o consultar con los aliados británicos la idea de tomar el
Freya
por asalto. Pareció ganar terreno una solución de compromiso, consistente en emplear una táctica dilatoria, ganar tiempo y tratar de averiguar las verdaderas intenciones de los secuestradores del
Freya. A
las cuatro y cuarto, alguien llamó suavemente a la puerta. El canciller Busch frunció el ceño; no le gustaban las interrupciones.

—¡Adelante! —gritó.

Un auxiliar entró en el salón y murmuró algo al oído del canciller. El jefe del Gobierno federal palideció.


Du lieber Gott!
—suspiró.

Cuando el ligero avión, más tarde identificado como un «Cessna» de propiedad particular, que había despegado del aeródromo de Le Touquet, en la costa francesa, empezó a acercarse, fue localizado por tres zonas de control aéreo diferentes: Heathrow, Bruselas y Amsterdam. Volaba hacía el Norte, y los aparatos de radar lo situaron a mil quinientos metros de altura y en dirección al
Freya. El
éter empezó a crepitar furiosamente.

—Avión no identificado en posición... Identifíquese y vuelva atrás. Está entrando en una zona prohibida...

Los mensajes eran transmitidos en francés y en inglés, y después lo fueron también en alemán. Pero sin resultado. O el piloto había cerrado su radio, o empleaba un canal equivocado. Los operadores de tierra empezaron a probar otras longitudes de onda.

El
Nimrod
, que trazaba círculos a gran altura, captó el avión en su radar y trató de comunicar con él.

A bordo del «Cessna», el piloto se volvió desesperadamente al pasajero.

—Piden mi licencia —gritó—. Se diría que están locos.

—¡Cierre la radio! —gritó a su vez el pasajero—. No se preocupe; no pasará nada. No les ha oído. ¿De acuerdo?

El pasajero agarró su cámara y ajustó la lente de teleobjetivo. Empezó a enfocar el superpetrolero, cada vez más próximo. En el castillo de proa, el centinela enmascarado se irguió y frunció los párpados para protegerse los ojos del sol, que estaba ahora en el Sudoeste. El avión procedía del Sur. Después de observar unos segundos, sacó un walkie-talkie del anorak y habló rápidamente.

En el puente, uno de sus colegas oyó el mensaje, miró a través de la pantalla panorámica y salió apresuradamente al ala del puente. Desde allí, también él pudo oír el zumbido del motor. Volvió a entrar en el puente y sacudió a su dormido compañero, dándole varias órdenes en ucraniano. El hombre bajó corriendo al camarote de día y llamó a la puerta.

Dentro del camarote, Thor Larsen y Andriy Drach, sin afeitar y más macilentos que doce horas antes, seguían sentados a la mesa; y el ucraniano seguía empuñando su pistola con la diestra. A un palmo y medio de él estaba su potente radio de transistores, captando las últimas noticias. El enmascarado entró y habló en ucraniano. Su jefe frunció el ceño y ordenó al hombre que ocupase su sitio en el camarote.

Drake salió rápidamente del camarote, corrió al puente y salió al ala del mismo. Al hacerlo, se puso su negra máscara. Miró al «Cessna», que volaba a trescientos metros de altura, describiendo una órbita alrededor del
Freya
y puso rumbo al Sur, elevándose gradualmente. Al girar el aparato, Drake vio la gran lente zoom que le enfocaba.

En el avión, el audaz fotógrafo estaba entusiasmado.

—¡Fantástico! —gritó al piloto—. Algo único. Las revistas pagarán por esto lo que les pida.

Andriy Drach volvió al puente y empezó a dictar una rápida serie de órdenes. A través del walkie-talkie, dijo al hombre de proa que siguiese vigilando. El centinela del puente fue enviado abajo en busca de dos hombres que estaban durmiendo. Cuando volvieron los tres, les dio más instrucciones. Y cuando él volvió al camarote de día, no despidió al que tenía allí de guardia.

—Creo que ya es hora de que esos estúpidos bastardos europeos sepan que no estoy bromeando —dijo a Thor Larsen.

Cinco minutos más tarde, el operario de la cámara llamó por el teléfono interior al piloto del
Nimrod
.

—Allá abajo ocurre algo, capitán.

El jefe de escuadrilla Latham salió de la cabina de mando y anduvo hasta la sección central del avión, donde se exhibía la imagen visual de lo que fotografiaban las cámaras. Dos hombres caminaban sobre la cubierta del
Freya
, apartándose de la enorme superestructura y avanzando a lo largo del desierto suelo. Uno de los hombres, el que marchaba detrás, iba cubierto de negro de los pies a la cabeza y llevaba una metralleta. El de delante llevaba zapatos de lona, pantalón de trabajo y un anorak de nilón con tres rayas negras horizontales en la espalda. Llevaba la capucha levantada para protegerse de la fresca brisa de la tarde.

—Parece que el de atrás es un terrorista, y el de delante, un marinero —dijo el de la cámara.

Latham asintió con la cabeza. No podía ver los colores; las fotografías eran en blanco y negro.

—Acerque la imagen —ordenó— y transmita.

La cámara acercó la imagen hasta que la pantalla encuadró doce metros de cubierta, con los dos hombres avanzando en el centro.

El capitán Thor Larsen sí que podía ver los colores. Miró por la gran ventana delantera de su camarote hacia abajo, con expresión de incredulidad. Detrás de él, el guardián de la metralleta permanecía apartado, pero apuntando el arma al centro del suéter blanco del noruego.

En mitad de la cubierta, reducido su tamaño al de una cerilla por la distancia, el hombre de negro se detuvo, levantó la metralleta y apuntó a la espalda del hombre que tenía delante. Incluso a través de los gruesos cristales pudo oírse el chasquido del disparo. El hombre del anorak rojo se arqueó como si le hubiesen golpeado en la espina dorsal, levantó los brazos, cayó hacia delante, rodó por el suelo y quedó inmóvil debajo de una pasarela, medio cubierto por ella.

Thor Larsen cerró despacio los ojos. Cuando el barco había sido secuestrado, su tercer piloto, el danés-americano Tom Keller, llevaba pantalón castaño y un anorak ligero de nilón de color rojo, con tres rayas negras en la espalda. Larsen apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano, apoyada a su vez en el cristal. Después, se irguió, se volvió al hombre que se hacía llamar Svoboda y le miró fijamente.

Andriy Drach le devolvió la mirada.

—Se lo advertí —dijo, furioso—. Les dije exactamente lo que pasaría, y ellos pensaron que podían tomarlo a broma. Ahora sabrán que no pueden hacerlo.

Veinte minutos después, la serie de fotografías que mostraban lo sucedido en la cubierta del
Freya
empezaron a salir de una máquina en el corazón de Londres. Y veinte minutos más tarde, los detalles, en términos verbales, se imprimían en un teletipo de la Cancillería federal de Bonn. Eran las cuatro y media de la tarde.

El canciller Busch miró a sus ministros.

—Lamento tener que informarles —dijo— de que, hace una hora, alguien quiso por lo visto tomar fotografías del
Freya
desde un avión, volando bajo. Diez minutos después, los terroristas llevaron a un tripulante hasta la mitad de la cubierta y le ejecutaron, bajo las cámaras del
Nimrod
británico. Su cadáver yace ahora debajo de una pasarela, medio oculto a la vista desde el cielo.

Hubo un silencio mortal en el salón.

—¿Se le puede identificar? —preguntó uno de los ministros, en voz baja.

—No; su cara aparece casi cubierta por la capucha del anorak.

—¡Bastardos! —exclamó el ministro de Defensa—. Ahora serán treinta familias, en vez de una, las que vivirán angustiadas en Escandinavia. Era verdad, están revolviendo el cuchillo en la herida.

Puesta a votación la proposición de Hagowitz, la mayoría de los presentes se pronunciaron a favor de ella. Consistía en ordenar al embajador alemán en Israel que solicitase una entrevista urgente al primer ministro israelí y que le pidiese, en nombre de Alemania Federal, que accediese a las condiciones puestas por los terroristas. Si esto se conseguía, el Gobierno federal anunciaría que, muy a su pesar y por no tener otra alternativa, soltaría a Mishkin y Lazareff y los enviaría a Israel, para evitar mayores desgracias a hombres y mujeres inocentes, ajenos a Alemania Federal.

—Los terroristas han dado al primer ministro israelí un plazo que terminará a medianoche para ofrecer la garantía que piden —dijo el canciller Busch—. Y nosotros tenemos tiempo hasta el amanecer para poner a los dos secuestradores en un avión. Demoraremos nuestro anuncio hasta que Jerusalén dé su conformidad. Sin ésta, nada podríamos hacer.

Por acuerdo entre los miembros de la OTAN afectados, el
Nimrod
de la RAF sería el único avión que volaría sobre el
Freya
, trazando interminables círculos, observando y anotando, y enviando fotos a la base cuando hubiese algo digno de ser mostrado; fotografías que serían inmediatamente transmitidas a Londres y a las capitales de los países interesados.

A las cinco de la tarde se cambió la guardia en el buque; los hombres del castillo de proa y de la chimenea, que llevaban diez horas allí y estaban ateridos de frío, pudieron volver al interior del barco para comer, calentarse y dormir. Otros les sustituirían en la guardia de noche, equipados con walkie-talkies y potentes linternas.

Pero el acuerdo de las naciones aliadas sobre el
Nimrod
no se extendió a las embarcaciones de superficie. Avanzada la tarde, el crucero ligero francés
Montcalm
llegó silenciosamente del Sur y se detuvo a poco más de cinco millas náuticas del
Freya
. Procedente del Norte, donde había estado navegando frente a las islas Frisias, llegó la fragata holandesa de misiles
Breda
, que se detuvo a seis millas náuticas al norte del impotente petrolero.

Se reunió con ella la fragata de misiles alemana
Brunner
, inmovilizándose a cinco cables de la primera y observando ambas aquella mole oscura en el horizonte meridional. Del puerto escocés de Leith, donde había estado en visita de cortesía, el
H.M.S. Argyll
se hizo a la mar y, al aparecer la primera estrella de la tarde en el despejado cielo, se detuvo al oeste del
Freya
, a la distancia debida.

Era un crucero ligero, de los llamados DLG, de menos de 6000 toneladas, y estaba armado con baterías de misiles «Exocet». Sus modernas turbinas a gasolina y motores a vapor le habían permitido zarpar en el momento de recibir la noticia, y, en el fondo de su casco, una computadora «Datalink» estaba en conexión con la «Datalink» del
Nimrod
, que seguía trazando círculos a quince mil pies de altura, en el cielo crepuscular. En la cubierta de popa hallábase posado un helicóptero «Westland Wessex».

Los oídos del sonar de los barcos de guerra estaban atentos a los ruidos subacuáticos alrededor del
Freya
, desde tres de sus lados; en la superficie, el radar escrutaba constantemente el océano. Con el
Nimrod
en lo alto, el
Freya
quedaba envuelto en una red invisible de vigilancia electrónica. Y permanecía silencioso e inerte, mientras el sol se hundía detrás de la costa de Escocia.

Eran las cinco en Europa Occidental y las siete en Israel, cuando el embajador de Alemania Federal pidió audiencia al primer ministro, Benyamin Golen. Se le dijo en seguida que la fiesta del sábado había empezado hacía una hora y que, como judío devoto que era, el primer ministro estaba descansando en su casa. Sin embargo, le transmitieron el mensaje, ya que todos sabían lo que ocurría en el mar del Norte. Efectivamente, desde el primer mensaje de Thor Larsen, a las nueve, el servicio de información israelí, Mossad Aliyah Bet, había tenido informada de todo a Jerusalén, y, después de las condiciones anunciadas al mediodía que afectaban a Israel, había preparado numerosos informes. El primer ministro, Golen, los había leído todos antes de empezar oficialmente el sábado a las seis.

—No voy a quebrantar el sábado dirigiéndome en coche a mi despacho —dijo a su ayudante, al telefonearle éste la última novedad—, aunque he contestado a su llamada. Y está demasiado lejos para ir a pie. Pida al embajador que me visite en mi Casa.

Diez minutos más tarde, el automóvil de la Embajada alemana se detuvo delante de la modesta y ascética morada del primer ministro en los suburbios de Jerusalén. El diplomático presentó inmediatamente sus disculpas.

Después del tradicional saludo de
Shalom Shabbat
, dijo el embajador:

—Señor primer ministro, no le habría molestado por nada del mundo durante el sábado, pero tengo entendido que se puede romper el descanso cuando hay vidas humanas en juego.

El primer ministro Golen inclinó la cabeza.

—Está permitido —reconoció—, siempre que esté en juego o en peligro la vida humana.

—Así ocurre en el presente caso —dijo el embajador—. Le supongo a usted enterado, señor, de lo ocurrido a bordo del superpetrolero
Freya
en las últimas doce horas.

El primer ministro estaba más que enterado; estaba profundamente preocupado, porque las condiciones radiadas al mediodía habían puesto de manifiesto que los terroristas no podían ser árabes palestinos, y sí, quizá, judíos fanáticos. Pero sus propias agencias de información, Mossad para el exterior, y Sherut Bitachon, más conocida por sus iniciales como Shin Bet, para el interior, no habían podido descubrir ningún indicio de que se hubiese ausentado ninguno de tales fanáticos de los lugares habitualmente frecuentados por ellos.

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