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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (47 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Yo estoy seguro de que los alemanes, los holandeses y los belgas no vacilarán en pedir una acción conjunta de los aliados en este asunto —intervino el hombre del Foreign Office.

—Tenemos que estar preparados —dijo sir Julian—. ¿Cuáles son nuestras disponibilidades?

El doctor Henderson, de Warren Springs, explicó:

—El mejor disolvente, en forma concentrada, puede disolver, es decir, dividir el petróleo en minúsculos glóbulos que permitan a las bacterias naturales completar la destrucción, a razón de veinte veces su propio volumen. Un galón de disolvente, por veinte galones de crudo. Tenemos mil toneladas en depósito.

—Lo necesario para disolver veinte mil toneladas de crudo —observó sir Julian—. Pero, ¿y si se derrama un millón de toneladas?

—No habrá nada que hacer —respondió lúgubremente Henderson—. Nada en absoluto. Si empezásemos ahora a producir más disolvente, podríamos fabricar mil toneladas cada cuatro días. Para un millón de toneladas, necesitaríamos cincuenta mil toneladas de disolvente. En realidad, esos locos enmascarados podrían destruir casi toda la vida marina en el mar del Norte y el canal de la Mancha, y contaminar las playas desde Hull hasta Cornualles, en nuestra costa, y desde Bremen hasta Ushant, en la de enfrente.

Todos guardaron silencio durante un rato.

—Supongamos que derraman la primera cuba —dijo, al fin, sir Julian—. Lo otro sería increíble.

El comité acordó cursar inmediatamente órdenes para reunir, durante la noche, hasta la última tonelada de disolvente de los almacenes de Hampshire; llamar, a través del Ministerio de Energía, a todos los camiones-cuba de las Compañías de petróleo; llevar todo el cargamento a la explanada de Lowestoft, en la costa oriental, y movilizar y dirigir a Lowestoft todos los remolcadores de la Marina provistos de mangueras, incluidas las unidades contra incendios del puerto de Londres y sus equivalentes de la Royal Navy. De este modo se esperaba que, por la mañana, toda la flotilla estaría en el puerto de Lowestoft, cargando disolvente.

—Si el mar permanece en calma —dijo el doctor Henderson—, la marea negra se deslizará suavemente al nordeste del
Freya
, en dirección al norte de Holanda, a una velocidad de unos dos nudos. Esto nos dará tiempo. Cuando cambie la marea, debe retroceder en sentido contrario. Pero si se levanta el viento, puede moverse más de prisa y en todas direcciones, según sople aquél sobre la superficie del agua. En todo caso, podríamos combatir una marea negra de veinte mil toneladas.

—No podemos llevar nuestros barcos a la zona de cinco millas alrededor del
Freya
, por tres de sus lados, ni entre el
Freya y
la costa holandesa —observó el subdirector de Defensa.

—Pero podemos observar la marea negra desde el
Nimrod
—intervino el capitán del grupo de la RAF—. En cuanto salga de aquella zona, sus barcos pueden empezar a trabajar.

—Todo eso está muy bien, para combatir la amenaza de derramamiento de veinte mil toneladas —dijo el hombre del Foreign Office—. Pero después, ¿qué?

—Nada —respondió el doctor Henderson—. Después de esto, habremos agotado todos nuestros recursos.

—Si es ésta la situación, nos espera un enorme trabajo administrativo —dijo sir Julian.

—Hay otra alternativa —dijo eI coronel Holmes—. La alternativa más dura.

Se hizo un incómodo silencio alrededor de la mesa. Sólo el vicealmirante y el capitán de grupo no compartían esta incomodidad; estaban interesados. Los científicos y los burócratas estaban acostumbrados a los problemas técnicos y administrativos, a sus remedios y soluciones. Todos sospecharon que el duro coronel vestido de paisano hablaba de agujerear el pellejo a alguien.

—Puede que a ustedes no les guste esta alternativa —dijo serenamente Holmes—, pero esos terroristas han matado a un marinero a sangre fría. Igual pueden matar a los otros veintinueve. El barco cuesta ciento setenta millones de dólares; la carga, ciento cuarenta millones, y la operación limpieza costaría el triple de esto. Si, por la razón que sea, el canciller Busch no puede o no quiere soltar a los presos de Berlín, puede no quedarnos más alternativa que tratar de asaltar el buque y liquidar al hombre del detonador antes de que lo emplee.

—¿Qué propone, exactamente, coronel Holmes? —preguntó sir Julian.

—Propongo que pidamos al comandante Fallon que venga de Dorset, y escuchemos lo que tenga que decirnos —respondió Holmes.

Así se acordó, suspendiéndose la sesión hasta las tres de la madrugada. Eran las diez menos diez de la noche.

Durante la reunión, no lejos de la sede del Gobierno, la primer ministro había recibido a sir Nigel Irvine.

—Conque ésta es la situación, sir Nigel —concluyó—. Sí no podemos encontrar una tercera alternativa, o bien serán liberados los presos y Maxim Rudin romperá el Tratado de Dublín, o bien aquéllos permanecerán en la cárcel y sus amigos destruirán el
Freya
. En el segundo supuesto, cabe la posibilidad de que esos hombres no se decidan a hacerlo, pero no debemos hacernos ilusiones. También podríamos intentar tomar el barco por asalto, pero las probabilidades de éxito serían pocas. Para poder encontrar una tercera alternativa, tenemos que saber por qué razón ha adoptado Maxim Rudin su actitud. Por ejemplo, ¿puede ser un golpe de audacia? ¿Está tratando de engañar a Occidente con el riesgo de unos enormes prejuicios económicos, para compensar sus propios problemas sobre el trigo? ¿Está realmente dispuesto a cumplir su amenaza? Tenemos que saberlo.

—¿De cuánto tiempo dispone, señora primer ministro? ¿De cuánto tiempo dispone el presidente Matthews? —preguntó el director general del SIS.

—Debemos presumir que, si los secuestradores del avión no salen de la cárcel al amanecer, tendremos que entretener a los terroristas, ganar tiempo. Pero quisiera poder darle algo al presidente mañana por la tarde.

—Con mi experiencia de muchos años en el servicio, yo diría, señora, que esto es imposible. En Moscú están ahora en mitad de la noche. El
Ruiseñor
es virtualmente inalcanzable, salvo en los encuentros convenidos con mucha antelación. Intentar una cita inmediata podría significar el fin de aquel agente.

—Conozco sus normas, sir Nigel, y las comprendo. La seguridad de un agente en el campo adversario tiene capital importancia. Pero también la tienen los asuntos de Estado. La anulación del tratado o la destrucción del
Freya
son asuntos de Estado. Lo primero podría poner en peligro la paz durante años; tal vez pondría a Yefrem Vishnayev en el poder, con todas sus consecuencias. Si el
Freya
fuese destruido y con él el mar del Norte, sólo las pérdidas financieras de «Lloyd's», e indirectamente de la economía británica, serían desastrosas; eso sin hablar de los treinta marineros. Yo no ordeno nada, sir Nigel; sólo le pido que compare estas alternativas seguras con el posible riesgo de un solo agente ruso.

—Señora, haré lo que pueda. Le doy mi palabra —dijo sir Nigel, y volvió a su Cuartel General.

Desde una oficina del Ministerio de Defensa, el coronel Holmes telefoneó a Poole, Dorset, jefatura de otro servicio, el SBS. El comandante Simon Fallon estaba tomando una jarra de cerveza en el comedor de oficiales, cuando te avisaron que le llamaban por teléfono. Los dos jefes de Infantería de Marina se conocían bien.

—¿Has seguido el caso del
Freya
? —preguntó Holmes, desde Londres.

El otro chascó la lengua.

—Pensé que acabarías metiendo las narices en esto —dijo Fallon—. ¿Qué es lo que quieren?

—Las cosas se están poniendo mal —explicó Holmes—. A fin de cuentas, es posible que los alemanes tengan que cambiar de idea y retener a esos dos payasos en Berlín. Acabo de pasar una hora con el comité, convocado de nuevo. No les gustaba, pero tienen que considerar nuestro sistema. ¿Tienes alguna idea?

—¡Claro! —respondió Fallon—. He estado pensando en eso todo el día. Pero necesitaría una maqueta y un plano. Y equipo.

—Bien —aceptó Holmes—. Tengo el plano aquí, y una buena maqueta de otro barco parecido. Reúne a los muchachos. Saca todo el equipo de los almacenes: trajes de buceador, imanes, toda clase de herramientas, bombas de gases lacrimógenos; todo lo que tú digas. Lo que te sobre podrás devolverlo. Voy a pedir a la Marina que vayan desde Portland a recogerlo todo: los materiales y los hombres. Y ahora, designa un buen sustituto, coge tu coche y ven inmediatamente a Londres. Preséntate en mi despacho, lo antes que puedas.

—No te preocupes —dijo Fallon—. Tengo ya todo el equipo preparado. Envía a recogerlo todo cuanto antes. Me pongo inmediatamente en camino.

Cuando el duro y rechoncho comandante volvió al bar, se hizo un silencio. Sus hombres sabían que había recibido una llamada telefónica de Londres. A los pocos minutos empezaron a despertar suboficiales e infantes de Marina en sus cuarteles y se cambiaron la ropa que llevaban en el comedor por el uniforme negro y la boina verde de su unidad. Antes de medianoche estaban todos esperando en el muelle de piedra, en su sección acordonada de la base naval, aguardando la llegada del transporte que había de llevarles, con su equipo, adonde fuese necesario.

Una luna brillante se elevaba al oeste de Portland Bill, cuando las tres lanchas rápidas
Sabre, Cutlass y Scimitar
, salieron del puerto rumbo a Poole. Al abrirse las válvulas; se elevaron las tres proas, se sumergieron las popas en la espumeante agua y resonó el trueno de los motores en toda la bahía.

La misma luna iluminó la larga cinta de la carretera de Hampshire, mientras el «Rover» del comandante Fallon devoraba los kilómetros que le separaban de Londres.

—Y ahora, ¿qué diablos le digo al canciller Busch? —preguntó el presidente Matthews a sus consejeros.

Eran las cinco de la tarde en Washington; aunque en Europa hacía mucho rato que era de noche, los últimos rayos de sol de la tarde caían aún sobre la rosaleda de allende los ventanales de la Casa Blanca y donde los primeros capullos se abrían al calor primaveral.

—No creo que pueda usted revelarle el verdadero mensaje transmitido por Kirov —dijo Robert Benson.

—¿Por qué no? Se lo he dicho a Joan Carpenter, y sin duda ella ha tenido que decirlo a Nigel Irvine.

—Hay una diferencia —observó el jefe de la CIA—. Los ingleses pueden tomar las precauciones necesarias para hacer frente a un problema ecológico del mar frente a sus costas, convocando para ello a sus expertos. Es un problema técnico, y Joan Carpenter no necesitó convocar a su Consejo de Ministros. En cambio, al pedirle a Dietrich Busch que retenga a Mishkin y Lazareff, con el riesgo de provocar una catástrofe en sus países vecinos europeos, sin duda querrá consultar con su Gabinete...

—Es un hombre honrado —intervino Lawrence—. Si sabe que el precio es el Tratado de Dublín, se creerá obligado a compartir este conocimiento con su Gabinete.

—Y aquí está el problema —concluyó Benson—. Quince personas, como mínimo, se enterarían de esto. Y no faltaría quien lo confiara a su esposa o a sus ayudantes. Todavía no hemos olvidado el caso Guenther Guillaume. Hay demasiadas filtraciones en Bonn. Y si el asunto llegara a difundirse, significaría también el fin del Tratado de Dublín, pasara lo que pasara en el mar del Norte.

—Dentro de un minuto me pondrán con él. ¿Qué diablos le digo? —repitió Matthews.

—Dígale que tiene una información que no puede explicar por teléfono, ni siquiera por una segura línea transatlántica —sugirió Poklevski—. Dígale que la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff provocaría un desastre mayor que el que puede derivarse de entretener unas horas a los terroristas del
Freya
. Pídale, simplemente, que le dé un poco de tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó el presidente.

—Lo más posible —respondió Benson.

—¿Y cuando se acabe el tiempo? —inquirió el presidente.

Entonces llegó la llamada de Bonn. Habían localizado al canciller Busch en su casa. El presidente dijo que le pasaran la comunicación por la línea privada. No hacían falta traductores: Dietrich Busch hablaba inglés con fluidez. El presidente Matthews habló durante diez minutos, mientras el jefe del Gobierno alemán le escuchaba con creciente asombro.

—Pero, ¿por qué? —preguntó al fin—. No creo que el asunto pueda afectar a los Estados Unidos.

Matthews sintió la tentación de decírselo. Pero Robert Benson le amonestó con un dedo.

—Por favor, Dietrich. Debe creerme. Le pido que confíe en mí. Ni por esta línea, ni por cualquiera de las que cruzan el Atlántico, puedo ser tan explícito como quisiera. Ha surgido algo, de enormes proporciones. Escuche, voy a serle todo lo franco que me es posible. Hemos descubierto algo sobre esos dos hombres; su puesta en libertad dentro de las próximas horas sería desastrosa en este momento. Sólo le pido tiempo, amigo Dietrich; un poco de tiempo. Un compás de espera, hasta que puedan resolverse ciertas cosas.

El canciller alemán estaba de pie en su despacho, mientras las notas de Beethoven llegaban a través de la puerta desde el salón, donde había estado fumando un cigarro y escuchando un concierto en el estéreo. Decir que se sentía receloso, habría sido poco. Que él supiera, la línea transatlántica montada hacía años para que pudiesen comunicar directamente los jefes de la OTAN, y que era comprobada periódicamente, era absolutamente segura. Además —pensó— los Estados Unidos tenían unas comunicaciones magníficas con su Embajada en Bonn y, si lo deseaban, podían enviar un mensaje personal por medio de ella. No se le ocurrió que Washington podía, simplemente, no confiar en su Gabinete para un secreto de esta magnitud, después del repetido descubrimiento de agentes alemanes orientales en la misma sede del poder junto al Rin.

Por otra parte, el presidente de los Estados Unidos no era propenso a hacer llamadas por la noche, ni a formular peticiones a tontas y a locas. Busch sabía que debía tener buenas razones para hacerlo ahora. Pero lo que le pedía no podía concedérselo sin consultarlo.

—Ahora son aquí las diez de la noche —dijo a Matthews—. Tenemos tiempo hasta el amanecer para decidir. Nada nuevo ocurrirá hasta entonces. Volveré a convocar mi Gabinete durante la noche y consultaré con ellos. No puedo prometerle más.

El presidente William Matthews tuvo que contentarse con esto.

Cuando hubo colgado el teléfono, Dietrich Busch reflexionó durante un largo rato. Algo se estaba cociendo —pensó—, algo que tenía que ver con Mishkin y Lazareff, incomunicados en sus celdas de la prisión de Tegel, en Berlín Oeste. Si les ocurría algo, el Gobierno federal no podría librarse de un alud de censuras dentro de Alemania, tanto por parte de los medios de difusión como de la oposición. Y teniendo en cuenta que se acercaban las elecciones regionales...

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