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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (27 page)

BOOK: Juicio Final
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—¿Tendré noticias suyas?

—Claro —respondió Ferguson.

A finales de enero, casi un año después de haber recibido la carta de Ferguson, Matthew Cowart obtuvo un premio de la Asociación de Prensa de Florida por sus artículos. Y a éste siguió un premio de la Escuela de Periodismo Penney-Misuri y otro Ernie Pyle de
Scripps-Howard
.

Al mismo tiempo, el Tribunal Supremo de Florida ratificó la condena y sentencia de Blair Sullivan, de quien Cowart recibió otra llamada a cobro revertido.

—¿Cowart? ¿Está usted ahí?

—Estoy aquí.

—¿Se ha enterado del fallo del tribunal?

—Sí. ¿Qué piensa hacer ahora? Tiene que hablar con un abogado. ¿Por qué no llama a Roy Black?

—¿Le parece que soy un hombre sin recursos? —Se echó a reír—. ¿Un pobre pirado? Es broma. ¿Qué le hace pensar que no cumpliré con mi palabra?

—No sé. Tal vez ahora crea que vale la pena vivir.

—Su vida no es la mía.

—Ya —admitió el periodista.

—Y su futuro tampoco es el mío. Quizá piense que no tengo mucho futuro, pero se sorprenderá.

—Eso espero.

—¿Sabe una cosa, Cowart? Lo más gracioso es que me lo estoy pasando muy bien.

—Me alegro.

—¿Y quiere que le diga otra cosa? Pues que volveremos a hablar. Cuando se acerque la hora.

—¿Le han dado ya una fecha?

—No. No entiendo por qué tarda tanto el gobernador.

—¿En verdad quiere morir, Sullivan?

—Tengo planes, Cowart. Grandes planes. La muerte es sólo una pequeña parte de ellos. Volveré a llamar.

Sullivan colgó y Cowart reprimió un escalofrío. Pensó que era como hablar con un cadáver.

El 1 de abril, Matthew Cowart recibió el Premio Pulitzer por su destacada cobertura de las noticias locales.

En los viejos tiempos en que los teletipos repiqueteaban en un incesante torrente de palabras, los periodistas se congregaban ritualmente el día de la entrega de los premios, esperando a que los teletipos trajeran los nombres de los ganadores. La
Associated Press
y la
United Press International
solían competir por ver cuál de las dos lograba transmitir con más rapidez los nombres de los ganadores. Los viejos teletipos estaban equipados con campanillas que sonaban cuando llegaba una gran noticia, de manera que se producía un repique casi religioso cuando se daban los nombres de los ganadores. Tenía un halo de romanticismo observar cómo aquel aparato anunciaba los nombres laureados mientras redactores y periodistas despotricaban o aplaudían. Luego todo esto fue desplazado por la transmisión instantánea a través de líneas informáticas. Ahora los nombres aparecían en las ubicuas pantallas que salpicaban la moderna sala de redacción. Sin embargo, los aplausos y los gruñidos eran los mismos.

Aquella tarde, Cowart había asistido a un congreso sobre gestión de recursos hidráulicos. Cuando entró en la redacción, toda la plantilla se levantó para aplaudirlo.

Un fotógrafo le sacó una instantánea mientras le entregaban un vaso con champán y lo empujaban hacia un ordenador para que él mismo leyera las palabras que había en pantalla. Eran las felicitaciones del director ejecutivo y el redactor jefe. Will Maftin dijo:

—Yo ya lo sabía.

Recibió una avalancha de llamadas de enhorabuena. También lo llamó Roy Black, así como Ferguson, con quien habló sólo un momento. Y Tanny Brown telefoneó para decirle enigmáticamente: «Bueno, me alegra que alguien se haya beneficiado de todo esto.» Su ex mujer también llamó, llorosa de dicha: «Sabía que lo lograrías», dijo. De fondo, Cowart oyó el llanto de un bebé. Su hija chillaba de contenta cuando se puso al teléfono, sin entender del todo lo que había ocurrido aunque entusiasmada de todos modos. Lo entrevistaron en tres canales de televisión local y recibió la llamada de un agente literario, que le propuso que escribiese un libro. El productor que había comprado los derechos de la biografía de Ferguson también llamó.

—¿Señor Cowart? Soy Jeffrey Maynard. Trabajo para la productora Instacom. Estamos deseando rodar una película basada en todo el trabajo que usted ha hecho. —Su voz sonaba nerviosa y entrecortada, como si cada segundo que pasara estuviera lleno de oportunidades desaprovechadas y dinero perdido.

Cowart respondió lentamente:

—Lo siento, señor Maynard, pero…

—No me falle, señor Cowart. ¿Qué tal si cojo un vuelo a Miami y hablamos? O, mejor aún, venga usted. Nosotros le pagamos el billete, claro.

—No creo que pueda…

—Déjeme decirle una cosa, señor Cowart: hemos hablado con casi todos los jerifaltes, y estamos muy interesados en adquirir los derechos mundiales de su historia. Hablamos de una considerable suma de dinero, y tal vez de la oportunidad que estaba esperando para dejar el periodismo.

—Yo no quiero dejar el periodismo.

—Pensaba que todos los periodistas querían dedicarse a otra cosa.

—Pues ya ve que no es así.

—Vale, pero me gustaría que nos viésemos.

—Lo pensaré, señor Maynard.

—¿Me llamará?

—Por supuesto.

Cowart colgó sin ninguna intención de llamarlo. Regresó al entusiasmo que invadía la redacción, para beber champán de un vaso de plástico y disfrutar de las felicitaciones que recibía; el peso de las palmaditas en la espalda y las exclamaciones de júbilo anestesiaban la confusión y los interrogantes.

Pero aquella misma noche, de regreso a casa, se sintió solo.

Entró en su apartamento y pensó en Vernon Hawkins, su amigo detective, que había vivido en soledad con sus recuerdos y su tos perruna. Intentó imaginarse a su amigo felicitándolo, y se dijo que Hawkins habría sido el primero en llamarlo, el primero en descorchar una botella de champán de las caras. Pero la imagen no acudía a su mente. Sólo lograba recordar al agonizante detective acostado en una cama del hospital, farfullando en medio de aquella neblina de oxígeno y medicamentos:

—¿Cuál es el décimo mandamiento de la calle, Matty?

Él había contestado:

—Por Dios, Vernon, no lo sé. Descansa un poco.

—El décimo mandamiento es: las cosas nunca son lo que parecen.

—Vernon, ¿qué coño significa eso?

—Significa que estoy perdiendo la cabeza. Llama a la enfermera, no a la vieja, a la tía buena. Dile que necesito una inyección; no importa de qué mientras me frote el culo un par de minutos antes de ponérmela.

Cowart recordó haber llamado a la joven enfermera y haber visto que Hawkins reía como un atolondrado mientras le ponían la inyección, hasta caer en un profundo sueño.

«He ganado, Vernon. Al final lo conseguí», le dijo mentalmente. Echó un vistazo al ejemplar de la primera edición que llevaba bajo el brazo. La fotografía y la crónica quedaban por encima del pliegue: «Galardonado con el Pulitzer el periodista que escribió sobre el corredor de la muerte.»

Se pasó casi toda la noche contemplando el techo, mientras la euforia jugueteaba con la duda, hasta que el entusiasmo del premio disipó todas sus preocupaciones y se quedó dormido, drogado con su dosis de éxito.

Dos semanas más tarde, mientras Matthew Cowart seguía en la cresta de la euforia, le llegó una segunda noticia: el gobernador había firmado la orden de ejecución de Blair Sullivan. Sería en la silla eléctrica la medianoche del séptimo día a contar desde el siguiente a la notificación.

Se barajó la posibilidad de que Sullivan evitara la silla si presentaba un recurso de amparo; de hecho, el gobernador mismo lo reconoció al firmar la orden. Pero no hubo ninguna reacción por parte del preso.

Pasó un día. Luego dos, tres y cuatro. Justo cuando Cowart se sentaba a su mesa de trabajo la mañana del quinto día desde la rúbrica de la orden de ejecución, sonó el teléfono.

Era el sargento Rogers, desde prisión.

—¿Cowart? ¿Es usted, amigo?

—Sí, sargento. Esperaba su llamada.

—Bueno, se acerca el día, ¿no? —Era una pregunta que no requería respuesta.

—¿Cómo está Sullivan?

—Amigo, ¿alguna vez ha ido a las vitrinas de los reptiles en el zoo? ¿Ha contemplado las serpientes? No se mueven demasiado, sólo los ojos, que lo captan todo. Pues así está Sully. Se supone que debemos vigilarlo, pero es él el que nos observa como a la espera de algo. Ésta no es como las anteriores ejecuciones que he visto.

—¿Qué suele ocurrir?

—En general, el lugar se convierte en un hervidero de abogados, sacerdotes y manifestantes. Todo el mundo está comunicado, acuden corriendo a diferentes jueces y tribunales, se encuentran con fulano y mengano y hablan sobre esto y lo otro. Luego está el factor tiempo. Y otra cosa: cuando el estado se dispone a ajusticiar a alguien, el condenado nunca pasa por el trance en completa soledad. La familia, las almas caritativas y otras personas le hablan sobre Dios y justicia y demás, hasta que al pobre le estallan los oídos. Eso es lo normal. Pero esto no es normal. A Sully nadie viene a verlo. Está solo. Yo aún espero que estalle, tan ensimismado se le ve.

—¿Apelará?

—Dice que no.

—¿Usted qué cree?

—Es un hombre de palabra.

—¿Y qué dicen los demás?

—Bueno, aquí todos coinciden en que se rendirá, tal vez en el último momento, y le pedirá a alguien que apele y se quedará a disfrutar de sus diez años de apelaciones. Las últimas apuestas son de diez contra cincuenta a que acabará yendo a la silla. Yo también aposté algún dinero a esa opción. En cualquier caso, eso es lo que cree el representante del gobernador. De todos modos, la hora se acerca. Lo cual está muy bien.

—Por Dios, sargento.

—Ya. Últimamente también oigo hablar mucho de él.

—¿Cómo van los preparativos?

—Bueno, la silla funciona bien; la probamos esta misma mañana. Lo freirá en un santiamén, no lo dude. Por cierto, lo trasladarán a una celda incomunicada veinticuatro horas antes. Él pedirá el menú que quiera, como manda la tradición. No le rapamos la cabeza ni llevamos a cabo ningún otro preliminar hasta un par de horas antes. Mientras tanto, procuramos que todo sea lo más normal posible. Los otros tipos del corredor se inquietan mucho; no les gusta ver que un compañero se rinde, ¿sabe? Cuando Ferguson salió en libertad, a muchos les sirvió de inspiración, les dio esperanzas. Ahora Sully los tiene cabreados y nerviosos. No sé lo que pasará.

—Veo que esto le afecta bastante.

—Sin duda. No obstante, a mí sólo me corresponde una parte del trabajito.

—¿Sully ha hablado con alguien?

—No. Por eso lo llamo.

—¿Qué pasa?

—Quiere verlo. En persona. Tan pronto sea posible.

—¿A mí?

—Exacto. Supongo que quiere compartir con usted esta pesadilla. Lo ha puesto en su lista de testigos.

—¿Y eso qué es?

—¿Usted qué cree? Los invitados del estado y de Blair Sullivan a la fiesta de despedida.

—¿Quiere que presencie la ejecución?

—Exacto.

—Pero… no sé si…

—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Señor Cowart, comprenderá que no queda mucho tiempo. Estamos teniendo una bonita charla por teléfono, pero creo que debería estar llamando al aeropuerto para coger un avión que lo traiga aquí esta misma tarde.

—Está bien, está bien. Iré. Por el amor de Dios…

—Fue usted quien empezó esta historia, señor Cowart. Supongo que el viejo Sully sólo quiere que ahora escriba el último capítulo. No me sorprende, ¿sabe?

Cowart se limitó a colgar el auricular. Luego se asomó al despacho de Will Martin y le explicó brevemente aquella insólita cita.

—Ve —dijo el veterano periodista—. Márchate ahora mismo. Será una gran noticia. Venga, mueve el culo.

Cowart habló brevemente con el director adjunto, antes de correr a su apartamento para coger su cepillo de dientes y una muda de ropa. Tomó el primer vuelo de la tarde.

Era entrada la tarde, gris y lluviosa, cuando llegó a la prisión, conduciendo un coche de alquiler a toda velocidad. El compás del limpiaparabrisas le había hecho pisar el acelerador. El sargento Rogers lo esperaba en las oficinas de administración. Se dieron la mano como viejos compañeros de equipo.

—Ha hecho una buena marca —dijo el sargento.

—He conducido pensando en lo que significa cada minuto, cada segundo de vida.

—Ya —asintió Rogers—. No hay nada como tener marcados el día y la hora de la muerte para dar importancia a los pequeños momentos.

—Es aterrador.

—Lo es. Como le dije, señor Cowart, el corredor de la muerte te da una perspectiva diferente de la vida.

—No he visto manifestantes ahí fuera.

—De momento no han aparecido. Hay que odiar de verdad la pena de muerte para querer empaparse bajo la lluvia por el viejo Sully. Espero que lleguen dentro de un par de días. Se supone que el tiempo mejorará esta noche.

—¿Alguien más ha venido a verlo?

—Hay abogados blandiendo apelaciones ya redactadas… pero él sólo lo ha citado a usted. También han venido algunos detectives; esos dos de Pachoula estuvieron aquí ayer, pero no quiso hablar con ellos. También vinieron un par de agentes del FBI y unos tipos de Orlando y Gainesville. Pretendían aclarar un puñado de asesinatos aún sin resolver, pero Sully tampoco los recibió. Sólo quiere verle a usted. A lo mejor se lo cuenta todo; si lo hiciera, ayudaría a más de uno. Eso es lo que hizo el viejo Ted Bundy antes de sentarse en la silla. Aclaró un montón de misterios que atormentaban a algunas personas. No sé si le sirvió de mucho cuando se fue al otro barrio, pero ¿quién sabe?

—Vamos.

—De acuerdo.

Rogers examinó por encima la libreta y el maletín de Matthew Cowart antes de conducirlo por puertas y detectores de metales hasta las entrañas de la prisión.

Sullivan esperaba en su celda. El sargento colocó una silla fuera e indicó a Cowart que tomara asiento.

—Necesito intimidad —masculló Sullivan.

Estaba más pálido. Su pelo peinado hacia atrás brillaba a la luz de la única bombilla. Sullivan se movía nerviosamente en la celda de pared a pared, retorciéndose las manos y con los hombros encorvados.

—Necesito mi intimidad —repitió.

—Sully, sabe que no hay nadie en la celda de la izquierda ni en la de la derecha. Ya puede hablar —dijo Rogers con paciencia.

El condenado sonrió torcidamente.

—Hacen que parezca una tumba —dijo a Cowart cuando el sargento se alejaba—. Han hecho que todo esté quieto y silencioso, para que empiece a acostumbrarme a vivir en un ataúd.

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