Read Juicio Final Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (26 page)

BOOK: Juicio Final
10.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cowart despertó jadeando y oyó que Becky decía:

—¿Papi?

—Estoy bien, cielo. No pasa nada.

La niña suspiró y volvió a quedarse dormida.

Él notó las sábanas empapadas de sudor.

La semana había transcurrido presidida por una impaciencia juvenil, inmersos padre e hija en una frenética actividad. Cuando llegó la hora de llevarla a casa, lo hizo sin prisas, parando primero en el Mundo Acuático para deslizarse por los toboganes y desviándose luego de la autopista para comprar unas hamburguesas. Se detuvo una vez más para tomar helado y una cuarta y última vez para entrar en una tienda de juguetes y comprar otro regalo. Para cuando llegaron al lujoso barrio residencial de Tampa donde vivían su ex esposa y su actual marido, iba casi al ralentí, sin ninguna gana de separarse de su hija, que rezumaba entusiasmo mientras le enseñaba sin parar las casas de sus amigas.

Delante de la casa de su ex mujer había una rotonda circular. Un anciano negro empujaba un cortacésped sobre la hierba verde. Su vieja camioneta, de un rojo descolorido tirando a marrón óxido, estaba aparcada en la calle, y Cowart leyó «Servicios de Jardinería Ned» pintado a mano en el lateral. El anciano se detuvo para enjugarse la frente y saludar con la mano a Becky, que le devolvió el saludo con jovialidad. El anciano volvió a encorvarse, concentrado en la tarea de cortar la hierba uniformemente. Tenía la camisa empapada en sudor.

Cowart echó un vistazo a la puerta principal: madera noble de doble grosor. La casa era un chalet que se elevaba sobre una pequeña colina. A la entrada había una hilera de plantas, podadas con la meticulosidad de quien aplica maquillaje a un rostro, y más allá una piscina vallada. Becky se apeó, echó a correr dando saltitos y entró en la casa como una exhalación.

Él se quedó en pie esperando, hasta que Sandy apareció.

Le quedaba poco de embarazo y se movía lentamente entre el calor y el malestar. Rodeaba a su hija con el brazo.

—Veo que todo ha salido estupendamente.

—Hemos hecho de todo.

—Me alegro. ¿Estás cansado?

—Un poco.

—¿Y lo demás? ¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿Sabes? Aún me preocupas.

—Gracias, pero estoy bien. No tienes que preocuparte.

—Me gustaría hablar contigo. ¿Quieres pasar? ¿Tomar un café? ¿Algo frío? —Sonrió—. Me gustaría saberlo todo. Hay mucho que hablar.

—Becky puede ponerte al corriente.

—No me refiero a eso —dijo Sandy.

Cowart negó con la cabeza.

—Tengo que volver. Es tarde.

—Tom estará de regreso en media hora. Tiene ganas de verte. Cree que has hecho un buen trabajo con esos artículos.

Cowart siguió negando con la cabeza.

—Dale las gracias de mi parte. Pero todavía me queda un buen trecho, en serio. Cuando llegue a Miami será casi medianoche.

—Espero… —empezó Sandy, pero se interrumpió y dijo—: Vale. Ya hablaremos.

Cowart asintió.

—Dame un abrazo, cielo. —Se arrodilló y dio un fuerte abrazo a su hija. Por un momento sintió una corriente de energía, de infinita alegría. Luego ella se apartó.

—Adiós, papi —dijo. Su voz hizo un pequeño quiebro.

Cowart le pellizcó la mejilla y dijo:

—No le digas a tu madre lo que has comido estos días… —Bajó la voz para decirle un secreto al oído—. Y no le digas nada de los regalos; podría ponerse celosa.

Becky sonrió y asintió con la cabeza.

Antes de ponerse al volante, Cowart se volvió y se despidió de las dos con fingida alegría. Pensó; «El perfecto padre divorciado. Te sabes todos los movimientos al dedillo.»

La rabia que sentía hacia sí mismo tardó horas en disiparse.

En el periódico, Will Martin intentaba en vano interesarlo en algunas cruzadas editoriales, pero Cowart se pasaba el día soñando despierto, anticipando el inminente juicio de Ferguson, que le parecía que no iba a llegar nunca. Cuando el implacable verano de Florida empezó a dar paso al otoño sin que se produjeran cambios en la temperatura, decidió regresar a Pachoula y escribir un artículo sobre la reacción de la ciudadanía ante la puesta en libertad de Ferguson.

Desde la habitación del motel telefoneó a Tanny Brown.

—¿Teniente? Soy Matthew Cowart. Sólo quería ahorrarle trabajo a sus confidentes. Estaré un par de días en la ciudad.

—¿Se puede saber para qué?

—Sólo para poner al día el caso Ferguson. ¿Todavía piensa interponer una acción judicial?

El detective rió.

—Eso lo decidirá el fiscal del estado, no yo.

—Ya, pero él toma la decisión basándose en la información que usted le facilita. ¿Ha descubierto algo nuevo?

—¿Espera que se lo diga?

—Mi trabajo consiste en preguntar.

—Bueno, en vista de que Roy Black se lo dirá… no, nada nuevo.

—¿Y qué hay de Ferguson? ¿Qué ha hecho todo este tiempo?

—¿Por qué no se lo pregunta a él?

—Pienso hacerlo.

—Bueno, pues vaya a su casa y luego vuelva a llamarme.

Cowart colgó con la impresión de que el detective se burlaba de él. Pasó en coche entre los pinos y las sombras del camino de tierra que conducía a casa de la abuela de Ferguson, para detenerse entre las gallinas y sobre la tierra reseca. Nada daba señales de actividad, así que subió los peldaños y llamó a la puerta. Al cabo de un rato, oyó un arrastrar de pies y la puerta se abrió unos centímetros.

—¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart, del
Journal
.

La puerta se abrió un poco más.

—¿Qué quiere ahora?

—¿Dónde está Bobby Earl? Quiero hablar con él.

—Volvió al Norte.

—¿Qué?

—Volvió a aquella facultad de Nueva Jersey.

—¿Cuándo se fue?

—La semana pasada. Aquí ya no le quedaba nada, periodista blanco. Y usted lo sabe tan bien como yo.

—¿Y qué pasa con el juicio?

—No le preocupa demasiado.

—¿Tiene un número para telefonearle?

—Dijo que escribiría en cuanto se instalase, pero todavía no lo ha hecho.

—¿Ocurrió algo en Pachoula antes de que él se marchara?

—No que yo sepa. ¿Tiene más preguntas, señor periodista?

—No.

Cowart bajó del porche y se quedó contemplando la casa un momento.

Aquella misma tarde llamó a Roy Black.

—¿Dónde está Ferguson? —inquirió.

—En Nueva Jersey. Tengo su dirección y su número de teléfono.

—Pero ¿cómo pudo salir del estado? ¿Qué pasa con el juicio, con su fianza?

—El juez le dio autorización. Le aconsejé que siguiera adelante con su vida, y él decidió ir al Norte para finalizar sus estudios. ¿Qué tiene eso de raro? El estado tiene que aportar material nuevo sobre la investigación, y de momento no nos han enviado nada. No sé qué van a hacer, pero no creo que mucho.

—¿Cree que tirarán la toalla?

—Tal vez. Pregúnteselo a los detectives.

—Lo haré.

—Señor Cowart, a los fiscales no les entusiasma la idea de presentarse a un juicio donde los humillarán por ineptos. Los funcionarios electos procuran evitar el escarnio público, ¿sabe? Les resultará más rentable dejar pasar el tiempo, hasta que la gente olvide. Entonces retirarán la acusación, culpando del fracaso al juez por haber desechado esa confesión. Éste dirá que fue culpa del estado. Y al final todo recaerá, principalmente, sobre esos dos polis. Así de sencillo. Fin de la historia. Pero eso no le sorprende, ¿no? Usted ya conoce los entresijos del sistema judicial, ¿no?

—¿Del corredor de la muerte a borrón y cuenta nueva?

—Exacto. Cosas que pasan. No con demasiada frecuencia, pero pasan.

—¿Y Ferguson quiere rehacer su vida después de un paréntesis de tres años?

—Ha vuelto a acertar. Todo vuelve a la normalidad, con una salvedad.

—¿Cuál?

—La niña sigue muerta.

Cowart llamó a Brown.

—Ferguson ha regresado a Nueva Jersey. ¿Lo sabía usted?

—No era ningún secreto. El periódico local publicó un artículo sobre su marcha. Decía que quería reemprender los estudios; declaró al periódico que, dadas las circunstancias, nunca encontraría un trabajo en Pachoula. Eso no lo sé. Tampoco sé si lo intentó siquiera. En cualquier caso, se fue. Yo diría que quería marcharse por miedo a que alguien le hiciera algo.

—¿Como quién?

—No lo sé. Algunas personas se llevaron un disgusto cuando Ferguson quedó en libertad. Claro que otros no. Esto es un pueblo, ¿sabe? La gente se dividió, la mayoría estaban confundidos.

—¿Quién se llevó un disgusto?

Brown hizo una pausa antes de contestar:

—Yo me llevé un disgusto. Y con eso basta.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—¿Qué espera usted que pase?

Cowart no supo qué responder.

No escribió el artículo que tenía previsto. Regresó a la redacción y se dedicó a cubrir las próximas elecciones locales. Se pasaba horas entrevistando a los candidatos, leyendo informes de prensa, y discutiendo con sus compañeros qué posturas debería adoptar el periódico. La atmósfera era estimulante, de colegial. Las increíbles perversiones de la política en las ciudades del sur de Florida, donde cuestiones como la oficialidad del inglés en tanto que lengua del condado, la democracia en Cuba o el control de armas proporcionaban a Cowart bastante distracción. Tras las elecciones, publicó otra serie de editoriales sobre la gestión de recursos hidráulicos en los cayos de Florida. Esto lo obligaba a dedicar su tiempo a proyectos presupuestarios e informes ecológicos anuales. La mesa se le inundó de papeles repletos de tablas y cuadros. Y entonces tuvo una extraña ocurrencia, un juego de palabras: seguridad en las cifras.

La primera semana de diciembre, en una vista ante el juez Trench, el estado retiró los cargos de asesinato en primer grado contra Robert Earl Ferguson. Se declaró que, sin la confesión, no había pruebas sólidas sobre las que basar una acusación. Tanto la fiscalía como la defensa manifestaron sus convicciones respecto a que ningún caso particular era más importante que el estado de derecho en que vivían.

Tanny Brown y Bruce Wilcox no comparecieron.

—Ahora mismo no quiero hablar sobre eso —dijo Brown cuando Cowart fue a verlo.

Wilcox dijo:

—Le repito que apenas lo toqué. Si lo hubiera zurrado de verdad, ¿no cree que le habría dejado marcas? ¿Le parece que estaría vivito y coleando? ¡Joder! Andaría arrastrándose con un par de muletas, ¡coño!

Una tarde húmeda Cowart pasó por delante del colegio y el sauce ante el que Joanie Shriver había desaparecido de este mundo. Paró el coche en la esquina y clavó la mirada en el camino que el asesino había seguido, para luego dirigirse hacia la casa de los Shriver. Aparcó delante. George estaba recortando un seto. Al ver el coche de Cowart, se detuvo y apagó la segadora, jadeando mientras el periodista se le acercaba.

—Ya lo sabemos —murmuró—. El teniente Brown llamó para decirnos que ya era oficial. Claro que no nos pilla de sorpresa; sabíamos que iba a ocurrir. Una vez Brown nos dijo que el caso era muy frágil; jamás lo olvidaré. Supongo que la acusación resultó insostenible, sobre todo desde que usted empezó a entrometerse.

Cowart se sintió molesto.

—¿Todavía cree que Ferguson mató a su hija? ¿Y qué me dice de Sullivan? ¿Qué me dice de la carta que les envió?

—A estas alturas ya no sé qué creer. Me temo que mi esposa y yo estamos tan confusos como el que más. Pero ¿sabe?, en lo más hondo de mi corazón sigo creyendo que lo hizo Ferguson. Jamás olvidaré el aspecto que tenía en el juicio.

La señora Shriver trajo un vaso de agua con hielo a su marido. Echó un vistazo a Cowart, con una especie de curiosidad mezclada con ira.

—Lo que no entiendo —dijo— es por qué tuvimos que volver a pasar por todo esto. Primero usted, luego sus colegas de la televisión y la prensa. Fue como si la asesinaran de nuevo, una y otra vez. Llegó un momento en que ya no podía encender la televisión, por miedo a ver su fotografía allí de nuevo. No es que la gente nos lo recordara constantemente; es que nosotros no queríamos olvidar. Pero todo se enredó de una manera incomprensible para mí. Era como si lo único que importara fuera lo que ese Ferguson decía y lo que ese Sullivan decía, lo que ambos hacían y todo eso; cuando lo único importante era que me habían robado a mi pequeña. Y eso nos dolió, ¿sabe, señor Cowart? Nos dolió y aún sigue doliendo, muchísimo. —La mujer sollozaba al hablar, pero las lágrimas no empañaron la claridad de su voz.

Su marido respiró hondo y bebió un largo sorbo de agua.

—Claro que no lo culpamos a usted, señor Cowart —dijo, e hizo una pausa—. Bueno, qué diablos, tal vez un poco. No puedo evitarlo, pero pienso que algo ha fallado en el sistema. No es culpa suya, supongo. No tiene la culpa de nada. Como le he dicho antes, era un caso frágil. Tanto que se vino abajo.

El hombretón tomó a su esposa de la mano y, dejando la segadora y a Matthew Cowart en el patio delantero, regresaron a la casa.

Cuando habló con Ferguson, se vio abrumado por la euforia que rezumaba. Hacía pensar que estaban muy cerca, no que hablaban por teléfono separados por cientos de kilómetros.

—No sabe cuánto se lo agradezco, señor Cowart. Esto no habría ocurrido sin su ayuda.

—Sí que habría ocurrido, tarde o temprano.

—No, señor. Usted fue quien movió todos los hilos. De no haber sido por usted, seguiría en el corredor.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Tengo planes. Pienso hacer algo con mi vida. Acabar la universidad, tener una profesión. Sí, lo conseguiré. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ahora soy libre para hacer lo que quiera.

La frase le sonaba de algo, pero Cowart no supo precisarlo.

—¿Cómo van las clases? —preguntó.

—He aprendido mucho. —Rió lacónicamente—. Tengo la impresión de que sé mucho más que antes. Sí, ahora todo es diferente. Me ha servido de algo.

—¿Va a quedarse en Newark?

—No estoy seguro. Este lugar es incluso más frío de como lo recordaba. Creo que debería regresar al Sur.

—¿A Pachoula?

Ferguson vaciló un momento.

—Lo dudo. Mi presencia en ese lugar no fue grata después de salir del corredor. La gente se quedaba mirándome, cuchicheando a mis espaldas. Muchos me señalaban con el dedo. No podía ir a la tienda sin ver un coche patrulla al salir. Era como si me vigilaran, a la espera de que diese un paso en falso. Llevaba a mi abuela a la misa del domingo y las cabezas se volvían nada más entrar por la puerta. Intenté conseguir un trabajo, pero en cada lugar al que iba acababan de ocupar el puesto vacante un par de minutos antes, tanto si el encargado era negro como si era blanco. Todos me miraban como si fuese una especie de demonio suelto. Pero Florida es grande, señor Cowart. De hecho, el otro día una iglesia de Ocala me pidió que fuese a hablarles de mis experiencias. Y no es la primera vez que me pasa. Hay muchos lugares en los que no me consideran un perro rabioso. A lo mejor Pachoula es la única excepción. Y eso no cambiará mientras Tanny Brown siga allí.

BOOK: Juicio Final
10.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Corpse in the Koryo by James Church
Diabolical by Hank Schwaeble
Xenia’s Renegade by Agnes Alexander
Losing Romeo by A.J. Byrd
The Crown’s Game by Evelyn Skye
Shadow Bound (Wraith) by Lawson, Angel
Christmas Conspiracy by Robin Perini
The Snow Falcon by Stuart Harrison