—Supongo que no tuvo oportunidad. —Cowart se encogió de hombros—. En cualquier caso —continuó el fotógrafo—, estoy seguro de que no me subiría a un coche con él.
—Haces bien. Porque ya estarías muerto.
Se sentó a su vieja mesa en una esquina de la redacción y desplegó todas sus notas alrededor sin apartar la mirada del ordenador. Sólo hubo un momento en que sintió un acceso de nerviosismo: cuando se sentó ante la pantalla en blanco. Hacía algún tiempo que no escribía una noticia, y se preguntó si habría perdido la práctica. Luego pensó: «Ni hablar», y dejó que el entusiasmo disipara las dudas. Empezó describiendo a los dos hombres en sus respectivas celdas, su aspecto y sus palabras; bosquejó lo que había visto de Pachoula, y relató brevemente la fuerza descomunal de uno de los detectives y el arrebato de ira del otro. Las palabras fluían con facilidad y a un ritmo constante. No pensaba en nada más.
Tardó tres días en escribir el primer artículo y dos en componer el siguiente; dedicó otro día a pulir el resultado; pasó dos días revisando con el redactor jefe línea por línea, y otro con los abogados realizando un minucioso análisis legal. Finalmente se abalanzó sobre la mesa del maquetador; su noticia iba a ocupar la primera página del dominical. El titular ponía: «Un caso de interrogantes.» Le gustaba cómo sonaba. El subtítulo rezaba: «Dos hombres, un crimen y un asesino que nadie puede olvidar.» También le gustaba.
Por la noche, se tumbó insomne en la cama, pensativo: «Lo has hecho. Al final lo has conseguido.»
El sábado, antes de que la historia saliera publicada, llamó a Tanny Brown. El detective estaba en casa, y el departamento de homicidios no le facilitó su número privado. Así que pidió a una agente que el detective le devolviera la llamada, lo cual hizo al cabo de una hora.
—¿Cowart? Soy Brown. Pensaba que ya no teníamos nada de qué hablar.
—Sólo quería darle la oportunidad de responder a lo que va a salir en la prensa.
—¿Igual que la oportunidad que nos dio su maldito fotógrafo?
—Lo siento.
—Nos tendió una emboscada.
—Lo siento.
Brown hizo una pausa.
—Bueno, al menos dígame que no salimos demasiado mal en la fotografía. Uno tiene su orgullo, ya sabe.
Cowart no supo si el detective estaba bromeando o no.
—No está mal —dijo—. Parece salida de Dos sabuesos despistados.
—Me conformo. Ahora dígame qué quiere.
—¿Desea responder al artículo que vamos a publicar mañana?
—¿Mañana? ¡Vaya! Supongo que tendré que levantarme temprano y bajar al quiosco. ¿Valdrá la pena?
—Por supuesto.
—Primera plana, ¿eh? Lo convertirá en una estrella, ¿verdad, Cowart? ¿Será famoso?
—Eso no lo sé.
El detective rió con sorna.
—La gran fotografía de Robert Earl, ¿no? ¿Cree que funcionará? ¿Cree que logrará sacarlo del corredor?
—Tampoco lo sé, pero es un artículo interesante.
—Apuesto a que sí.
—Sólo quería darle la oportunidad de responder.
—¿Me dirá lo que pone?
—Sí. Ya está escrito.
Brown hizo una pausa.
—Supongo que contiene toda esa bazofia sobre los malos tratos. Y lo de la pistola, ¿no?
—Pone lo que él afirma. Y también lo que usted dijo.
—Pero no con las mismas palabras, ¿verdad?
—No. Ambos argumentos tienen el mismo peso.
Brown soltó una carcajada.
—Me lo imagino —dijo.
—Entonces, ¿prefiere comentar el artículo directamente?
—Me gusta esa palabra, «comentar». Es agradable y segura. ¿Quiere que comente su artículo? —Su voz se tiñó de sarcasmo.
—Exacto. Quería darle la oportunidad.
—Entiendo. La oportunidad de cavar más hondo mi propia tumba; de meterme en más líos, sólo porque le dije la verdad. —Respiró hondo y prosiguió, casi lamentándose—: Podría haberle contestado con evasivas, pero no lo hice. ¿Figura eso en el artículo?
—Por supuesto.
Brown rió con ironía.
—Mire, sé que se ha forjado una idea de lo que va a lograr con todo esto. Pero le diré una cosa: está equivocado. Totalmente equivocado.
—¿Ése es su comentario?
—Las cosas nunca son tan fáciles ni tan simples como se piensa la gente. Siempre surge alguna complicación, algún interrogante, alguna duda.
—¿Ese es su comentario?
—Usted se equivoca. De medio a medio.
—De acuerdo. Si ése es su comentario…
—No, eso es lo que quiero que entienda. —Soltó una brusca carcajada—. Sigue siendo un tipo duro, ¿verdad, Cowart? No me responda, porque ya sé la respuesta. —Hizo una pausa.
Cowart oyó una respiración honda y enojada al teléfono hasta que Brown por fin habló, haciendo que sus palabras retumbaran como una lejana tormenta.
—Vale, éste es mi comentario: váyase al infierno.
Y colgó.
Cowart no vio a Ferguson ni habló con él hasta el día del juicio, y lo mismo ocurrió con los detectives, que se negaron a devolverle sus llamadas en las semanas siguientes a la publicación de los artículos. Los fiscales del condado de Escambia, que competían por una estrategia, atendieron escuetamente sus peticiones de información. Por otro lado, la defensa se mostraba efusiva: llamaba cada día para tenerlo al corriente de los acontecimientos y descargaba un aluvión de mociones ante el juez que había presidido el primer juicio.
Desde que la historia salió a la luz, Cowart se vio atrapado por un ímpetu natural debido a las alegaciones que había escrito, como quien se ve arrastrado calle abajo por las lluvias torrenciales. La televisión y la prensa se abalanzaron con avidez sobre todas las personas, los acontecimientos y los lugares que protagonizaban aquella historia, para reconstruirla y modificarla de mil maneras diferentes, aunque básicamente semejantes. Aquella historia presentaba aspectos fascinantes: la confesión forzada, la inquieta ciudad todavía resentida por el asesinato de la niña, la frialdad de los detectives y, por último, la horrible ironía de que el verdadero asesino podría ver al inocente en la silla eléctrica con sólo mantener la boca cerrada. Y precisamente esto es lo que hizo Blair Sullivan: no concedió ninguna entrevista, se negó a hablar con periodistas, abogados, policías, y hasta con un equipo de 60 Minutes. Sólo hizo una llamada a Matthew Cowart unos diez días después de que aparecieran los artículos.
Era una llamada a cobro revertido. Cowart estaba en su mesa, ya reincorporado al departamento editorial, leyendo la versión que el
New York Times
daba de la historia («Surgen interrogantes por un caso de homicidio en los confines de Florida») cuando el teléfono sonó y la operadora le preguntó si aceptaba una conferencia de un tal señor Sullivan de Starke, Florida. Por un momento se quedó paralizado. Luego asintió, se inclinó hacia delante en la silla y oyó la familiar voz nasal del sargento Rogers.
—¿Cowart? ¿Está usted ahí?
—Hola, sargento.
—Le paso con Sully. Quiere hablar con usted.
—¿Cómo va todo?
El sargento se echó a reír.
—Vaya, debí prohibirle que entrase usted aquí. Este lugar se ha convertido en un maldito avispero desde que publicaron sus artículos. De pronto, a todo el mundo en el corredor de la muerte se le ocurre llamar a todos los malditos periodistas del estado. Y cada uno de esos malditos periodistas se presenta aquí solicitando entrevistas y visitas y demás. —La risa del sargento invadió la línea telefónica—. Este sitio está más animado que cuando el generador principal y el de emergencia se apagaron a la vez y todos los presos pensaron que la mano del destino les estaba abriendo las puertas.
—Siento haber causado tantas molestias…
—Bah, no importa. Rompe la rutina, ya me entiende. Claro que las cosas se van a poner difíciles cuando todo vuelva a la normalidad. Y tarde o temprano volverá.
—¿Cómo está Ferguson?
—¿Bobby Earl? Está tan ocupado con las entrevistas que deberían reservarle su propio espacio en la programación de medianoche, como al difunto Johnny Carson y a ese David Letterman.
Cowart sonrió.
—¿Y Sully?
Se hizo una pausa y luego el sargento habló despacio:
—Se niega a hablar con nadie sobre nada. No sólo con periodistas y psiquiatras. El abogado de Bobby Earl ha venido unas cinco o seis veces y esos detectives de Pachoula pasaron por aquí, pero él se limitó a reírse de ellos y escupirles en la cara. Citaciones, amenazas, promesas, no importa lo que le mencionen, porque no sirve de nada. No quiere hablar, y menos de esa niña de Pachoula. Entona algunos cánticos para sus adentros, escribe más cartas y estudia a fondo la Biblia. No deja de preguntarme qué ocurre, así que yo lo pongo al corriente de todo lo que puedo, le traigo periódicos y revistas. Ve la televisión cada noche, de manera que sabe cómo esos dos detectives lo ponen a usted verde. Eso le hace reír.
—¿Qué opina usted?
—Creo que se lo está pasando bien. Es la clase de cosas que le divierten.
—Pues a mí me resulta aterrador.
—Le advertí sobre ese psicópata.
—¿Y por qué quiere hablar conmigo?
—No lo sé. Esta mañana se levantó y me preguntó si podía pasarle una llamada.
—Vale, de acuerdo. Póngame con él.
El sargento se aclaró la garganta.
—No es tan fácil, ¿recuerda? Nos gusta tomar ciertas precauciones cuando trasladamos al señor Sullivan.
—Ya. ¿Qué aspecto tiene?
—No está muy cambiado respecto a cuando usted lo vio, salvo por un atisbo de excitación. Aparenta mejor aspecto, como si hubiera ganado algo de peso, pero no es así, porque tampoco come mucho. Como le dije, creo que se lo está pasando bien. Está muy animado.
—Ajá. Oiga, sargento, no me ha dicho qué piensa usted del artículo.
—¿El…? Bueno, me pareció muy interesante.
—¿Y?
—A ver, señor Cowart, le seré sincero: si uno se pasa en prisión el tiempo suficiente, sobre todo en el corredor de la muerte, es muy probable que escuche todo tipo de historias.
Cuando Cowart se disponía a hacerle otra pregunta, oyó vozarrones de fondo y ruidos extraños en el teléfono.
El sargento dijo:
—Ya viene.
—¿Es ésta una conversación privada? —preguntó Cowart.
—¿Se refiere a si el teléfono está pinchado? Es la línea que solemos utilizar con los abogados, de manera que dudo que esté pinchado, porque armarían un buen follón. En cualquier caso, aquí le tiene; un segundo, vamos a ponerle las esposas.
Se produjo un silencio y Cowart oyó al sargento de fondo: «¿Te aprietan mucho, Sully?» Y al preso responder: «No, así está bien.» Luego se oyeron otros ruidos, el sonido de una puerta al cerrarse y, por fin, la voz de Blair Sullivan.
—Vaya, si es el señor Cowart, el mundialmente famoso periodista. ¿Cómo le va?
—Bien, señor Sullivan.
—Estupendo, estupendo ¿Qué le parece? ¿Nuestro Bobby Earl va a volar como un pajarillo en libertad? ¿Cree que ese dios de la buena suerte lo va a salvar de las garras del gato? ¿Cree que ahora la maquinaria de la justicia se va a poner de su parte? —Soltó una ronca carcajada.
—No lo sé. Su abogado ha pedido que se reabra el juicio en el tribunal que lo condenó…
—¿Cree que eso funcionará?
—Ya veremos.
Sullivan carraspeó.
—Exacto, ya veremos.
Hubo un breve silencio. Al cabo Cowart preguntó:
—Y bien, ¿para qué me llama?
—Un momento —respondió Sullivan—. Estoy intentando encender un jodido cigarrillo. No es fácil… Tengo que dejar el auricular. —Sonó un golpe metálico y a continuación volvió a oírse su voz—. Ya está. ¿Me preguntaba usted…?
—Por el motivo de su llamada.
—Sólo quería que me contara cómo le sienta la fama.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, Cowart, hablan del caso por todas partes. Seguro que ha captado la atención de todo el mundo. Con sólo meter la mano en una sucia alcantarilla. Fácil, ¿no?
—Ya.
—Una manera muy sencilla de hacerse famoso, ¿eh?
—No se trataba de eso.
Sullivan soltó otra risotada.
—Supongo que no. Pero usted quedó bien respondiendo a todas esas preguntas en Nightline. Parecía muy seguro de sí mismo.
—Usted no quiso hablar con ellos.
—No. Me pareció mejor que hablasen usted y Bobby Earl. Por lo, visto, esos polis de Pachoula no querían hablar demasiado. Si no creen a Bobby Earl y tampoco a usted, menos me creerían a mí. —Rió por lo bajo—. ¡Pero usted es terco como una mula! Se empeña en mostrar lo que otros no quieren ver, ¿eh?
Cowart no respondió.
—¿No es eso una pregunta, Cowart? ¿No le he hecho una pregunta? —susurró fríamente el condenado.
—Algunas personas no quieren ver nada.
—Bueno, deberíamos ayudarlos a quitarse la venda de los ojos, ¿no, señor periodista famoso? Conducirlos hacia el camino de la luz, ¿no cree?
—¿De qué manera? —Cowart se inclinó sobre la mesa. Notaba que el sudor le corría por las axilas.
—Supongamos que ahora yo le dijera algo más. Algo muy interesante.
Cowart agarró un lápiz y un bloc para tomar notas.
—¿Por ejemplo?
—Estoy pensando… No me presione.
—De acuerdo. Tómese su tiempo. —«Ha picado», pensó.
—¿No le gustaría saber por qué esa niña subió al coche? Siente curiosidad, ¿verdad, Cowart?
—Cuéntemelo.
—No tan rápido. Estoy pensando. Ahora tiene que medir sus palabras. No querrá que haya malentendidos, ¿verdad? Dígame, Cowart, ¿sabía que el día que murió la niña hacía sol? Hacía un calor seco y al mismo tiempo soplaba una brisa refrescante. El cielo era una enorme bóveda azul y se abrían flores en todas partes. Un precioso día para morir. E imagínese lo fresco y cómodo que se debía de estar en aquel pantano, con toda aquella sombra. ¿Cree que el hombre que mató a la pequeña Joanie, bonito nombre, se tumbó allí después para disfrutar unos minutos de aquel magnífico día… y dejar que el frescor de la sombra lo calmase?
—¿Hacía fresco?
Sullivan soltó una repentina carcajada.
—¿Y cómo voy a saberlo, Cowart? ¡Pero bueno! —Resolló—. Piense en todas las cosas que a esos dos polis les gustaría saber. Dónde están las ropas y las manchas de sangre, por qué no había huellas dactilares ni pelos ni muestras de tierra… esa clase de cosas.
—¿Porqué?