Él la miró.
—Conque encontraron una huella en el escenario del crimen, ¿eh? —Shaeffer guardó silencio—. Y entonces se les ocurrió que podrían registrar mi armario. —La miró fijamente—. ¿Ha encontrado algo? —Tras una pausa, contestó a su propia pregunta—: No gran cosa, ¿verdad? ¿Se puede saber a qué ha venido a mi casa?
—Ya se lo he dicho: Cowart, Sullivan y usted.
Al principio no contestó. Shaeffer advirtió que estaba pensando a gran velocidad. Por fin, habló con un tono uniforme aunque irritado:
—¿Es así como funciona? ¿Una poli de Florida harta de no saber a quién colgarle el caso me elige a mí como cabeza de turco? ¿Es eso? Claro, como ya he estado en prisión, soy el candidato ideal para casi todo lo que usted no pueda probar.
—No he dicho que fuera usted sospechoso.
—Pero quería ver mis zapatillas.
—Es el procedimiento, señor Ferguson. Estoy examinando las de todo el mundo. Hasta las del señor Cowart.
Ferguson dejó escapar una risa.
—Vaya. ¿De qué marca las gasta Cowart?
Ella siguió mintiendo:
—Reebok.
—Claro. Pues deben de ser nuevas también, porque la última vez que lo vi llevaba unas Converse como las mías.
La mujer no contestó.
—O sea que le está usted registrando las zapatillas a todo el mundo. Pero conmigo va a tiro hecho, ¿no? Sería lo que necesita para relacionarme con los asesinatos, ¿verdad, detective? Seguro que saldrían unos buenos titulares. Quizás incluso la promocionarían. Nadie cuestionaría sus métodos.
Shaeffer le dio la vuelta:
—¿De verdad? ¿Con usted puedo ir a tiro hecho?
—Siempre ha sido así y así seguirá siendo. Y si no soy yo, será otro como yo: joven y negro. Eso me convierte automáticamente en sospechoso.
Ella sacudió la cabeza.
Ferguson se levantó del sofá presa de un repentino arrebato.
—Cuando hizo falta encontrar a alguien en Pachoula, ¿a quién fueron a buscar? ¿Y usted? Usted sospecha sólo porque conocí a Sullivan, por eso ha venido derechita a mí. ¡Pero yo no lo hice, maldita sea! Ese cabrón casi me mata. Me pasé tres años en el corredor de la muerte por algo que no había hecho gracias a polis como usted. Yo ya me daba por muerto porque el sistema necesitaba una cabeza de turco. Puede irse al infierno, detective. No volveré a ser la cabeza de turco de nadie. Soy negro, pero no un asesino. Y el simple hecho de ser negro no me convierte en uno. —Volvió a sentarse—. ¿Quiere que le diga por qué he elegido vivir aquí? Porque aquí la gente entiende lo que es ser negro y convertirse siempre en el sospechoso o la víctima. Aquí todos somos una cosa o la otra. Y yo ya he sido las dos, por eso encajo en este barrio. Por eso me gusta, aunque no tenga por qué estar aquí. ¿Lo entiende ahora? Lo dudo. Porque usted es blanca y jamás sabrá lo que es esto. —Se puso en pie otra vez y miró por la ventana—. Jamás entenderá cómo alguien puede considerar a esto su casa. —Se volvió hacia ella—. ¿Tiene más preguntas?
Su ímpetu la había desarmado. Negó con la cabeza.
—Bien —dijo él con suavidad—. Entonces lárguese de mi casa. —Y señaló la puerta.
Ella se dirigió hacia allí.
—Tal vez tenga más preguntas —dijo.
Él sacudió la cabeza.
—No, no lo creo, detective. Esta vez no. La última vez que quise ser amable con una pareja de detectives me pasé tres años encerrado y casi me cuesta la vida. Ha tenido su oportunidad. Ahora, largo.
Ella se encontraba ya en la puerta. Dudó, como si no se decidiera a marcharse, pero sintiendo al mismo tiempo un inmenso alivio al alejarse de allí. Echó una rápida mirada a los ojos de Ferguson, encogidos por el odio, justo antes de que la puerta se cerrara. El ruido de los cerrojos resonó en el vestíbulo.
Los tres guardaron silencio durante la mayor parte del recorrido.
Al fin, cuando el coche patrulla abandonó la autopista y enfiló la tierra endurecida de la carretera secundaria, Bruce Wilcox dijo:
—No nos dirá nada. Agarrará la escopeta de cañones y nos echará de su casa en menos de lo que un mosquito tarda en picar un culo. Estamos perdiendo el tiempo.
Iba conduciendo. En el asiento del pasajero, Tanny Brown mantenía la mirada fija en el parabrisas sin pronunciar palabra. Los rayos de luz que llegaban a través de las copas de los árboles le daban a su piel una apariencia brillante, como si estuviera mojada. Contestó a Wilcox haciendo un leve gesto de desaprobación; luego volvió a sumirse en sus cavilaciones.
Wilcox bufó y siguió conduciendo. Luego insistió:
—Sigo creyendo que estamos perdiendo el tiempo.
—No estamos perdiendo el tiempo —masculló Brown mientras el coche no dejaba de dar bandazos por culpa del estado de la carretera.
—Con que no, ¿eh? —repuso el detective—. A ver si consigues que me entere de qué va esto.
Volvió la cabeza hacia Cowart, que iba sentado en el centro del asiento trasero sintiéndose como uno de los detenidos que habitualmente ocupaban ese sitio.
Brown habló despacio:
—Antes de que Sullivan muriera en la silla eléctrica, le insinuó a Cowart que pudimos pasar por alto algunas pruebas en casa de Ferguson. A eso vamos.
Wilcox sacudió la cabeza.
—A otro perro con ese hueso, Tanny. Lo diría para quitárselo de encima. —Hablaba como si Cowart no estuviera presente—. Yo mismo supervisé el registro. Lo revolvimos todo. Palpamos las paredes por si había espacios huecos, retiramos las tablas del suelo, examinamos el carbón de aquel viejo horno para ver si había restos de quema, nos arrastramos por los putos cimientos de la casa con un detector de metales. Pero si incluso traje un maldito sabueso y lo pasé por toda la casa, joder. Si ese capullo hubiese ocultado algo lo habríamos encontrado.
—Sullivan dijo que se os pasó algo por alto —insistió Cowart.
—Sullivan le dijo muchas cosas a este chupatintas —le comentó Wilcox a su compañero—. ¿Por qué cojones le hacemos caso?
—Eh —dijo Cowart—, vale ya, ¿de acuerdo?
—¿Dónde le dijo que mirara?
—No me lo dijo. Sólo dijo que se os pasó algo por alto y que me anduviera con ojos hasta en el culo.
Wilcox sacudió la cabeza.
—Aunque encontráramos algo, ya no serviría de nada. —Miró a Brown—. Y tú, jefe, lo sabes tan bien como yo. Ferguson ya es historia. Pasemos de él.
—No —contestó Tanny Brown—. No es historia.
—¿Y qué si encontramos algo? ¿Qué más da? Será fruta del cesto podrido, no podemos utilizar contra Ferguson nada obtenido por vía extralegal. Acuérdate de la confesión. Ni aunque hubiera dicho dónde estaban las pruebas, cómo mató a la pequeña Joanie, cómo lo tramó todo, ¿qué pasa si luego va el juez y se retracta de la confesión? Las cosas vienen y se van, ya está.
—Pero las cosas no han ido de esta manera —dijo Cowart.
—Exactamente. No han ido así. Puede que los abogados aún tengan algo a lo que aferrarse. —Brown vaciló antes de añadir—: Pero yo no espero que este caso se resuelva en los tribunales.
Tras un breve silencio, Wilcox volvió a hablar:
—No creo que la abuela de Ferguson nos deje echar un vistazo sin una orden. No creo que nos dé ni la puta hora sin una orden del juez. Estamos perdiendo el tiempo.
—A Cowart sí lo dejará entrar.
—Y una mierda. No si va con nosotros.
—Verás como sí.
—Lo más probable es que los periodistas le caigan peor incluso que a mí. Después de todo fue gracias a ellos que su querido nieto acabó en el corredor.
—Pero luego lo sacaron.
—No creo que ella razone de esta manera. Una vieja baptista caga-misas… Seguramente cree que fue Jesús en persona el que bajó de los cielos y le abrió las puertas de la cárcel a su nieto, porque a fin de cuentas cada domingo iba al templo y lo colmaba de oraciones. Además, aunque le deje entrar a registrar la casa, que no lo hará, el tío este ni siquiera sabe qué buscar y menos dónde.
—Sí que lo sabe.
—De acuerdo, coño. Supongamos que encuentra algo. ¿De qué nos vale?
—Nos vale —contestó Brown. Bajó su ventanilla y el calor se introdujo en el coche y no tardó en neutralizar la atmósfera fría y viciada del aire acondicionado—. Porque entonces sabremos que Sullivan, al menos en esto, dijo la verdad.
—¿Y qué? —espetó Wilcox—. ¿De qué cojones nos vale eso?
La pregunta sólo encontró silencio por parte del teniente.
—Entonces sabremos a qué atenernos —terció Cowart.
—¡Ja! —exclamó Wilcox.
Siguió conduciendo, aferrando el volante, molesto por la sensación de que su compañero y su adversario hubieran compartido una información de la que él no tenía conocimiento. La furia se apoderó de él. Conducía bruscamente, levantando una nube de polvo, y casi deseaba que algún perro sarnoso o una ardilla se cruzaran en la carretera. Pisó el acelerador y notó cómo la trasera coleaba sobre la suciedad del asfalto y propulsaba el vehículo.
Cowart observó una hilera de árboles al borde de un bosque distante.
—¿Adonde lleva eso? —preguntó señalando.
—Por ahí es donde encontramos a Joanie —contestó Wilcox—. Llega al borde mismo de la ciénaga. Luego retrocede unos diez kilómetros, se ensancha y gira hacia la ciudad. Ahí las arenas movedizas pueden tragárselo a uno y el barro es tan espeso que al pisarlo parece pegamento. Durante kilómetros sólo se ven árboles muertos, hierbajos y agua. Como está oscuro, todo parece lo mismo. Si uno se perdiese ahí dentro, tardaría un buen mes en salir. Si es que sale. Insectos, serpientes, caimanes y diversos bichos viscosos y reptantes. Aunque no está mal para pescar lubinas, se encuentran algunas piezas grandes debajo de la madera podrida. Basta con poner atención en el asunto.
Mientras el coche avanzaba traqueteando y ladeándose por efecto de los baches y las rodadas, Cowart pensó en los artículos que había impreso en la hemeroteca del
Journal
. Los llevaba en el bolsillo de la chaqueta, sentía su incómodo roce contra la camisa, como si poseyeran una cualidad radiactiva que irradiase con el calor. Esta información no la había compartido con Brown.
«Podría tratarse de una simple coincidencia —se dijo—. Ferguson da una charla en una iglesia y cuatro días después desaparece una niña. Eso no prueba nada. No sabes si se encontraba todavía por aquí ni lo que hizo después de hablar en la iglesia ni adonde fue. Cuatro días. Tenía tiempo de volver a Pachoula. O a Newark.»
Le sobrevino repentinamente la fotografía de Joanie Shriver que colgaba de la pared de la escuela. Vio los ojos de Dawn Perry mirándolo con aquella cara entusiasta y despreocupada con que aparecía la pequeña en el cartel de la policía. Blanco y negro.
—Ya casi llegamos —anunció Wilcox.
Las palabras de su compañero interrumpieron las cavilaciones del teniente. Tras regresar a Pachoula, no había tardado en verse inmerso en la rutina. A una de sus hijas no le habían dado el papel protagonista en la obra del colegio; la otra había descubierto que a todas sus amigas las dejaban volver a casa una hora más tarde que a ella. Se trataba de problemas considerables, asuntos que requerían solución inmediata. Había ciertas tareas que su padre no estaba dispuesto a asumir; implantar las reglas era una de ellas. «Es tu casa. Yo aquí estoy sólo de visita», decía el anciano. No obstante, había escuchado con buen humor las protestas de la pequeña por no haber conseguido el papel. Brown se preguntaba si la sordera del viejo no sería una ventaja en ciertas ocasiones.
Les había mentido acerca de dónde había estado; también acerca de qué estaba investigando. Y habría mentido a cualquiera que le hubiera preguntado por qué estaba asustado. Había sido un alivio ver que sus hijas vivían abstraídas en sus propias vidas, de aquella manera obsesiva e inimitable que sólo se da en los niños. Las había mirado a ambas, escuchando a medias sus quejas, y en ellas había visto la cara de Dawn Perry, cuya fotografía guardaba en el bolsillo de la chaqueta. ¿Por qué iban a ser distintas?, se preguntaba.
Se mortificaba: «No puedes ser policía si te permites ver en los casos algo más que números de archivo.» Se había obligado a aferrarse a las certezas, a lo que podía presentar ante un tribunal. No dejaba de luchar contra sus instintos porque, según éstos, había algo ahí fuera mucho más temible de lo que jamás hubiera imaginado.
—Vamos allá —dijo Wilcox.
Se aproximaron a la casucha mientras los guijarros repicaban contra los bajos del coche, hasta que Wilcox frenó. Miró hacia la deteriorada cabaña antes de decir:
—Muy bien, Cowart, ahora veremos cómo se las arregla para entrar. —Se volvió y se quedó mirándolo.
—Basta ya, Bruce —gruñó Brown.
Cowart, en lugar de contestar, bajó del coche y cruzó a paso ligero el polvoriento patio delantero. Miró por encima del hombro y vio que los dos detectives lo contemplaban apoyados uno a cada lado del vehículo. Subió los escalones del porche y llamó:
—¡Hola, señora Ferguson!
Se hizo visera con la mano y pasó de la reluciente luz del patio delantero a la sombra del porche. Discurrió la manera de entrar pero no se le ocurrió nada.
—¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart. Del
Journal
.
No hubo respuesta.
Golpeó enérgicamente el marco de la puerta, sintiéndolo temblar bajo los nudillos. La cal se estaba desconchando de las tablas.
—¿Señora Ferguson? ¿Señora?
Oyó un chirrido procedente del oscuro interior. Pasó un momento antes de que una voz incorpórea le llegase flotando. No había perdido ni su temperamento ni su duro tono de voz.
—Sé quién es usted. ¿Y ahora qué quiere?
—Necesito hablar otra vez con usted sobre Bobby Earl.
—Pero si ya hablamos largo y tendido, señor periodista. Si apenas me quedan palabras. ¿Es que no oyó ya bastante?
—No. Aún no. ¿Puedo pasar?
—¿No puede hacer sus preguntas desde ahí?
—Señora Ferguson, por favor. Es importante.
—¿Importante para quién, señor periodista?
—Para mí. Y para su nieto.
—No me lo creo.
De nuevo el silencio. Los ojos de Cowart se fueron acostumbrando a la oscuridad y empezó a distinguir formas a través de la puerta: una vieja mesa con un florero encima, una escopeta de cañones recortados y un bastón en una esquina. Al poco, oyó aproximarse unos pasos y por fin la menuda anciana apareció ante su vista; su piel se confundía con la penumbra de la casa, pero su pelo canoso reflejaba la luz y brillaba. Se movía cansinamente y haciendo muecas, como si la artritis de las caderas y la espalda le hubiera penetrado también en el corazón.