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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (48 page)

BOOK: Juicio Final
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—Cuando hace falta.

Él la observó con una mezcla de desconfianza y socarronería.

—Siéntese —dijo. Él se sentó en un extremo de un sofá raído.

—Gracias —contestó ella, pero no se sentó. Empezó a pasearse lentamente por el cuarto, examinándolo. Había aprendido a hacerlo así, a permanecer en pie cuando el otro se sienta. Es algo que pone nervioso a casi todo el mundo y le confiere el papel dominante al interrogador.

Él la siguió con la mirada.

—¿Busca algo?

—No.

—Entonces dígame qué quiere.

Se acercó a una ventana y miró fuera. Vio el coche color frambuesa y la parte inferior del edificio, en el que no parecía haber vida alguna.

—No se ve gran cosa —dijo—. ¿Quién querría vivir aquí? Sobre todo si no tiene necesidad de ello.

Él no respondió.

—Putas en una esquina. Un camello de crack a media manzana. ¿Qué más? Ladrones, pandilleros, yonquis… —Lo miró con dureza—. Asesinos. Y usted.

—Así es.

—¿Y usted qué es, señor Ferguson?

—Soy estudiante.

—¿Hay muchos por aquí?

—No que yo sepa.

—Entonces, ¿por qué vive aquí?

—Me siento a gusto.

—¿Encaja en este ambiente?

—No he dicho eso.

—¿Entonces?

—Es seguro. —Rió levemente—. Es el lugar más seguro de la tierra.

—Eso no es una respuesta.

Él se encogió de hombros.

—Aquí uno vive encerrado en sí mismo, no en contacto con el exterior. Vida interior. Ésa es la primera lección del corredor de la muerte. La primera de tantas. ¿Cree que uno olvida lo que aprende allí en cuanto sale? Y ahora dígame qué quiere.

Ella siguió dando vueltas por el diminuto apartamento. Echó un vistazo al dormitorio: una estrecha cama individual y un solitario mueble desvencijado con cajones de madera, algunas prendas de ropa colgadas en un exiguo armario empotrado en una pared negra. En la cocina había una pequeña nevera, un horno y un fregadero. Varios enseres de cocina desportillados y algunas tazas se apilaban junto al fregadero.

De vuelta en la salita, le llamó la atención una mesilla de una esquina, con una máquina de escribir portátil y varias cuartillas encima. Junto a ella había una estantería de madera barata de pino sin pintar. Se acercó e inspeccionó los libros de los anaqueles; enseguida reconoció algunos títulos: un libro sobre medicina forense de un médico de Nueva York retirado, uno sobre las técnicas de identificación del FBI publicado por el gobierno, uno sobre el crimen en los medios de comunicación escrito por un profesor de Columbia. Ella los había leído durante la instrucción en la academia de policía. Había muchos otros, todos sobre crímenes e investigaciones, todos bastante usados, adquiridos de segunda mano, sin duda. Sacó uno y lo abrió. Algunos pasajes estaban subrayados con rotulador fluorescente.

—¿El subrayado es suyo?

—No. ¿Me va a decir de una vez qué quiere?

Ella dejó el libro y se fijó en las cuartillas de la mesita. En una de ellas había varias direcciones, incluida la de Matthew Cowart. Otras de Pachoula y una de un abogado de Tampa. La cogió e hizo un ademán.

—¿Quién es esta gente? —preguntó.

Él pareció titubear, pero contestó:

—Tengo que escribir algunas cartas. Son personas que me ayudaron a salir de la prisión.

Ella dejó la cuartilla. En la mesa también había varios recortes de periódico. Se agachó y los hojeó. Eran noticias locales y primeras planas. Algunos periódicos eran de Nueva Jersey, otros de Florida. Vio ejemplares del
Miami Journal
, el
Tampa Tribune
, el
St. Petersburg Times
y otros. Cogió un ejemplar del
Newark Star-Ledger
y leyó un titular: «La familia de la niña desaparecida ofrece una recompensa.»

—¿Le interesa esta clase de noticias? —preguntó.

—Igual que a usted. ¿No es así, detective? Cuando abre un periódico, ¿cuál es la primera noticia que lee?

Ella no contestó y volvió la vista a los periódicos. En cada página había un artículo sobre algún crimen. Otros titulares empezaron a llamarle la atención: «La policía encuentra indicios de agresión» y «La policía no tiene pistas sobre el secuestro».

—¿De dónde ha sacado estos periódicos?

Él la fulminó con la mirada.

—Voy a Florida con cierta frecuencia. A dar charlas en iglesias y en agrupaciones cívicas. —Clavó los ojos en los de ella—. Iglesias de negros, agrupaciones de negros. La clase de gente que comprende cómo puede ser que un inocente dé con sus huesos en el corredor de la muerte. La clase de gente que no considera tan raro que los maderos acosen a un negro. La clase de gente que no ve tan extraño que los cabrones de homicidios trinquen a un negro inocente si se ven incapaces de resolver un caso.

Siguió mirándola; ella dejó el periódico sobre los demás.

—Estudio criminología. «Medios de comunicación y crimen.» Los miércoles, de cinco y media a siete y media de la tarde. Es una asignatura optativa. Profesor Morin. Por eso tengo tantos periódicos sobre el tema.

Ella volvió a escrutar la mesa.

—Y me van a poner un sobresaliente —añadió, recuperando el tono socarrón—. Ahora dígame qué quiere —insistió.

—Muy bien —dijo ella. La intensidad de su mirada empezaba a incomodarla. Se apartó de la mesa y se puso frente a él.

—¿Cuándo ha estado por última vez en los cayos de Florida? Cayo Alto, Islamorada, Marathon, cayo Largo… ¿Cuándo fue la última charla? —añadió con ironía.

—Jamás he estado en los cayos —contestó él.

—¿De veras?

—Nunca.

—Desde luego, si alguien afirmara lo contrario sería indicio de algo, ¿no? —El farol era bueno, pero la amenaza subyacente no pareció impresionar a Ferguson.

—Indicio de que alguien le ha estado pasando información falsa.

—¿Conoce la calle Tarpon Drive?

—No.

—Hay una casa en el número trece. ¿Alguna vez ha estado allí?

—No.

—Su amigo Cowart sí.

Él no contestó.

—¿Sabe lo que encontró?

—No.

—Dos cadáveres.

—¿Por eso ha venido?

—No —mintió—. He venido porque hay algo que no entiendo.

Él repuso con tono frío:

—¿Qué es lo que no entiende, detective?

—La relación entre usted, Sullivan y Cowart.

Hubo un breve silencio.

—No puedo ayudarla.

—¿No? —Ferguson poseía la cualidad de incomodar a su interlocutor simplemente con quedarse quieto—. Muy bien. Dígame lo que hizo días antes de que frieran a su amigo Sullivan.

Por un instante, la cara de Ferguson reflejó estupor. Luego respondió:

—Estaba aquí. Estudiando, yendo a clase. El calendario de clases está ahí en la pared.

—Justo antes de que Sullivan fuera a la silla, ¿hizo alguno de sus viajes?

—No. —Y señaló la pared.

Ella se volvió y vio una lista pegada con cinta adhesiva sobre la pintura desvaída. Se acercó y anotó los horarios, los lugares de las clases y los nombres de los profesores. El profesor Morin y «Medios de comunicación y crimen» estaban en la lista.

—¿Puede demostrarlo?

—¿He de hacerlo?

—Tal vez.

—Entonces tal vez sí.

Shaeffer oyó a lo lejos una sirena cuyo sonido empezó a crecer en la pequeña estancia.

—Y nunca fue mi amigo —dijo Ferguson—. De hecho me odiaba. Y yo a él.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Qué sabe acerca del asesinato de sus padrastros?

—¿Ese es el caso que usted investiga?

—Conteste a la pregunta.

—Nada. —Sonrió y añadió—: Bueno, sólo lo que he leído y lo que dicen en la televisión. Sé que los mataron unos días antes de su ejecución y que le dijo al señor Cowart que él mismo había encargado sus muertes. Eso decían los periódicos. Hasta salió en el
New York Times
, detective. Pero nada más. —Ferguson pareció relajarse. Su voz adoptó el tono de quien se regodea en sus propias evasivas.

—Dígame cómo pudo haber encargado esas muertes. Usted es todo un experto en el corredor de la muerte.

—Cierto, lo soy. —Hizo una pausa para pensar—. Hay un par de maneras. —Esbozó una desagradable sonrisa—. Lo primero que yo haría sería revisar las listas de visitas. En el corredor se fichan todas las visitas, sea abogado, periodista, amigo o familiar. Empezaría por el día en que Sullivan entró en el corredor y comprobaría cada una de las visitas que recibió. Psicólogos, productores, especialistas del FBI… Y por supuesto, el señor Cowart. —En su voz hubo un deje mordaz—. Luego hablaría con los carceleros. ¿Tiene idea de lo que es trabajar en el corredor de la muerte? Hay que tener algo de asesino, porque no dejas de pensar que cualquier día puedes ser tú el que tenga que amarrar a uno de esos pobres desgraciados a las correas de la silla. Hace falta vocación para eso. —Levantó la mano—. Pero claro, le dirán que es su trabajo, que no es nada personal, que no es distinto de cualquier otro trabajo de la prisión, pero no es verdad. Los de las alas Q, R y S son voluntarios. Y sin duda les gusta lo que hacen. Y lo que tal vez les toque hacer un día. —La miró con los ojos entornados—. Y supongo que si uno no encuentra tan difícil amarrar a alguien a la silla y freírle los sesos, tampoco le resultará difícil amarrar a alguien a otra silla y cortarle el cuello.

—Yo no he dicho que les cortaran el cuello.

—Lo ponía en los periódicos.

—¿Quién? —preguntó—. Deme algún nombre.

—¿Me está pidiendo ayuda?

—Nombres. ¿Con quién hablaría usted?

Él sacudió la cabeza.

—No sé. Pero alguien de allí. El corredor es un nido de asesinos. No se tarda mucho en descubrir qué carceleros también lo son. —Siguió sonriéndole—. Véalo por sí misma —dijo—. Una detective avispada como usted no tardará en distinguir quién es corrupto y quién no.

—Un nido de asesinos —dijo—. ¿Tenía usted un sitio en él, señor Ferguson?

—No. Yo me mantenía al margen.

—¿Cuánto tuvo que pagar?

Se encogió de hombros.

—No sé. ¿Mucho? ¿Poco? Es difícil de calcular, detective, porque la persona adecuada haría el trabajo por muchas razones distintas.

—¿A qué se refiere?

—Sullivan, por ejemplo. Él se la hubiera cargado a usted sin motivo alguno. No habría necesitado más recompensa que el placer de hacerlo, ¿sabe? ¿Ha conocido alguna vez a alguien así? Me da que no. Parece demasiado joven e inexperta. —Sus ojos la repasaron mientras cambiaba de postura—. ¿Y sabe qué, detective? Hay tíos en el corredor que odian tanto a los polis que se los cargarían gratis, y además disfrutarían. Sobre todo si pudieran, ¿cómo decirlo?, alargarlo… Y aún disfrutarían más cargándose a una poli, ¿no le parece? Un placer especial, único y cegador.

Ella no contestó, pero aquellas palabras le cayeron encima como agua helada.

—O el señor Cowart. Yo creo que habría hecho cualquier cosa por un buen artículo. ¿Usted qué cree, detective?

Ella sintió una opresión en el pecho. Tragó saliva y preguntó:

—¿Y usted, Ferguson? ¿Qué pediría por matar a alguien?

A él se le esfumó la sonrisa.

—Nunca he matado a nadie y nunca lo haré.

—No he preguntado eso, señor Ferguson, sino qué pediría a cambio.

—Depende —contestó con frialdad.

—¿De qué? —preguntó ella.

—De a quién tuviera que matar. —Clavó la mirada en ella—. ¿No es eso lo que haríamos todos, detective? Para matar a algunos pediríamos una fortuna, pero para otros nada, ¿no?

—¿Qué haría usted por nada, señor Ferguson?

Sonrió de nuevo.

—No sabría decirle. Nunca lo he pensado.

—¿Ah, no? No les dijo lo mismo a aquellos dos detectives de Escambia. El jurado tampoco lo creyó así.

Una furia contenida enturbió la expresión complacida de Ferguson; contestó en un tono grave y amargo:

—Me torturaron. Lo sabe usted muy bien. El juez desestimó mi confesión. Yo nunca le hice nada a aquella cría. Lo hizo Sullivan, la mató él.

—¿Por cuánto?

—En esa ocasión la recompensa fue el puro placer de hacerlo.

—¿Qué me dice de Sullivan y su familia? ¿Cuánto cree que habría pagado por matarlos?

—¿Sullivan? Supongo que habría vendido su alma por llevárselos con él. —Se inclinó hacia delante y bajó la voz—. ¿Sabe lo que me decía antes de yo saber que él había matado a la niña por cuya causa me encontraba en el corredor? Me hablaba del cáncer. Parecía un jodido médico, lo sabía todo sobre la enfermedad. Empezaba hablando de células atrofiadas y de estructuras moleculares y de alteraciones en el ADN y de cómo estas pequeñas, imperceptibles y microscópicas anomalías iban minando el cuerpo, sembrando el mal hasta extenderlo a los pulmones, el colon, el páncreas o el cerebro para que se fuera pudriendo desde dentro. Cuando acababa de pontificar se sentaba cómodamente y decía que él era igual. ¿Qué le parece eso, detective?

Ferguson se retrepó en su asiento, acomodándose, pero Shaeffer lo notó ligeramente nervioso. En lugar de contestar, empezó a pasearse de nuevo por el apartamento. El suelo parecía escurrírsele debajo de los pies.

—¿Le habló de la muerte?

Ferguson volvió a inclinarse hacia delante.

—Es un tema recurrente en el corredor.

—¿Y qué aprendió usted al respecto?

—Aprendí que no tiene nada de particular. Está en todas partes. La gente cree que morir es algo especial, pero no lo es en absoluto, ¿verdad?

—Algunas muertes sí son especiales —dijo ella.

—Ésas deben de ser las que a usted le interesan.

—Precisamente. —Y se inclinó un poco más, como anticipándose a su próxima pregunta—: ¿Le gustan las zapatillas de deporte? —Por un instante, a Shaeffer le pareció que era otra persona quien hacía esa pregunta.

Él la miró perplejo.

—Sí, claro. Las llevo todos los días. Como todo el mundo por aquí.

—¿Qué me dice de ese par? ¿De qué marca son?

—Nike.

—Parecen nuevas.

—Tienen una semana.

—¿Tiene algún otro par en el armario?

—Sí.

Ella se dirigió al dormitorio.

—No se levante —dijo. Podía sentir sus ojos vigilándola, le quemaban en la espalda.

En el armario había un par de zapatillas de baloncesto de caña alta. Las cogió. «¡Mierda!», pensó. Eran Converse y estaban tan viejas y gastadas que tenían hasta un agujero en la puntera. Con todo, examinó las suelas. La parte delantera estaba más gastada. Sacudió la cabeza. Lo habrían notado. Además el dibujo de la suela era distinto del de las Reebok que el asesino había llevado en su visita al número 13 de Tarpon Drive. Devolvió las zapatillas a su sitio y volvió con Ferguson.

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