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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (22 page)

BOOK: Juicio Final
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—Bueno —respondió Sullivan alegremente—. Sospecho que el asesino de la pequeña Joanie era lo bastante listo para llevar consigo ropa de repuesto. Así podría quitarse la que llevaba, la manchada de sangre y tierra, y deshacerse de ella en algún rincón. Posiblemente tuvo el tino de llevar también un par de sacos de basura en el coche, en los que luego pudo haber metido la ropa ensangrentada.

A Cowart se le revolvió el estómago. Recordó que, según un detective de Miami, habían encontrado ropa de repuesto y un rollo de sacos de basura en el maletero del coche de Sullivan la noche en que fue detenido. Cerró los ojos un instante y preguntó:

—¿Dónde hubiese dejado el asesino la ropa?

—Pues en algún sitio como el contenedor del Ejército de Salvación. ¿Sabe?, hay uno en el centro comercial justo a las afueras de
Pensacola
. Pero eso sólo lo haría si no estuviera demasiado lleno, ya me entiende. Y si realmente quisiera ser prudente, tal vez la arrojaría a un viejo contenedor como los que hay en las áreas de descanso de la interestatal, o como el de la lonja de Willow Creek. Es enorme. Se lo llevan cada semana y toda esa mierda va directa al vertedero. Nadie mira nunca lo que se tira; queda enterrado bajo toneladas de basura, sí señor. Nunca más encontrarían esa ropa.

—¿Eso es lo que ocurrió?

Sullivan no respondió, sino que prosiguió:

—Apuesto a que esos polis, y usted también, y quizás hasta los dolidos padres de esa criatura, tienen especial interés en saber por qué la pequeña subió al coche, ¿eh? Por algo habrá sido, ¿no? ¿Por qué pasan estas cosas, eh?

—Dígamelo usted.

Silbó al otro lado del teléfono.

—Porque Dios lo quiere, Cowart.

Hubo un silencio.

—O tal vez el demonio. Piense en ello, Cowart. A lo mejor Dios tenía un mal día y dejó que su ex mano derecha hiciera de las suyas, ¿eh?

Cowart no contestó. Oyó aquellos susurros que recorrían la línea telefónica para aterrizar pesadamente en su oído.

—Bueno, Cowart, apuesto a que quienquiera que haya convencido a esa niña para que subiese en su coche, le dijo algo como: «Oye, bonita, ¿podrías ayudarme? Me he perdido y necesito encontrar el camino.» ¿Y no es ése el dogma del mismísimo Señor? Puedo ver a ese hombre en el coche con toda claridad. Claro que estaba perdido, Cowart; perdido en muchos sentidos. Pero ¿verdad que aquel día se encontró a sí mismo? —Respiró con brusquedad antes de seguir—. ¿Y qué le dijo cuando ya había llamado su atención? Pues tal vez le dijo: «Puedo acercarte en coche hasta tu casa, ¿quieres, bonita?» Con toda la calma y naturalidad del mundo. —Volvió a titubear—. Con calma y naturalidad, sí señor. Igual que en una pesadilla. Precisamente de lo que esa buena gente del colegio enseña a los niños a desconfiar y mantenerse alejados. —Hizo una pausa y añadió alegremente—: Sólo que ella no lo hizo, ¿verdad?

—¿Eso es lo que usted le dijo? —preguntó Cowart, vacilante.

—¿Acaso he dicho que fuese yo? No, sólo he dicho que posiblemente alguien se lo dijo. Alguien que aquel día sintiera maldad e instintos asesinos y tuviera la suerte de fijarse en aquella niña. —Volvió a soltar una carcajada. Después estornudó.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Cowart de repente.

—¿He dicho que lo hiciera yo? —respondió Sullivan con una risita nerviosa.

—No, pero me está fastidiando con…

—Pues perdóneme por pasármelo bien.

—¿Por qué no se limita a decirme la verdad? ¿Por qué no da la cara y dice la verdad?

—¿Y arruinar así la diversión? Cowart, en el corredor de la muerte nos gusta procurarnos diversión.

—¿Dejando que electrocuten a un hombre inocente…?

—¿Eso es lo que estoy haciendo? ¿No tenemos una omnisciente y sabia justicia penal para ocuparse de esas cosas? ¿Para tener la seguridad de que no se electrocuta a ningún inocente?

—Ya sabe a qué me refiero.

—Sí, lo sé —respondió de repente en voz baja y tono amenazador—. Y me importa una mierda.

—Entonces, ¿por qué me ha llamado?

Sullivan hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz sonó lúgubre y queda.

—Porque quería que supiera lo mucho que me interesa su carrera, Cowart.

—No me…

—¡Cállese! —Sullivan pareció mascar sus propias palabras—. ¡Se lo he dicho antes! Escúcheme cuando le hablo. ¿Entiende, señor periodista?

—De acuerdo.

—Porque quiero decirle una cosa.

—¿Qué cosa?

—Quiero decirle que esto no ha acabado, sino que acaba de comenzar.

—¿A qué se refiere?

—Imagíneselo.

Cowart esperó, Al cabo, Sullivan dijo:

—Creo que volveremos a hablar. Me gustan estas pequeñas charlas; parece que cuando hablamos las cosas se mueven. Ah, otra cosa.

—¿Qué?

—¿Sabe que el Tribunal Supremo de Florida ha fijado mi apelación automática para el primer trimestre? Les gusta hacernos esperar. Seguramente esperan que cambie de opinión o algo así, que decida abandonar la vía de las apelaciones. Tal vez siga el ejemplo de Bobby Earl: contrataré a algún personajillo para que empiece a poner en duda la constitucionalidad de freírme el culo. Me agrada que alguien se interese por el viejo Sully. —Hizo una pausa—. Pero una cosa está clara, ¿no, señor periodista?

—¿Cuál?

—Que están completamente equivocados. No cambiaría de opinión aunque el mismísimo Jesús bajara y me lo pidiera con buenos modales.

Y colgó bruscamente.

Cowart fue al lavabo y pasó varios minutos con el agua fría corriéndole por las muñecas, para procurar controlar el repentino acaloramiento que se había apoderado de él y sosegar los latidos de su corazón.

Su ex esposa también lo llamó una noche en que ya se disponía a dejar el trabajo, el día después de aparecer en Nightline.

—¿Matty? —dijo Sandy—. Te vimos en la tele.

Su voz transmitía algo así como un alborozo infantil, y eso a Cowart le trajo recuerdos de los buenos tiempos, de cuando él era joven y los dos se querían. Sintió una especie de placer impostado.

—Hola, Sandy. ¿Cómo estás?

—Bien. Engordando. Siempre cansada. ¿Te acuerdas de cómo fue la otra vez?

«La verdad es que no», pensó. Recordaba haber pasado buena parte del embarazo trabajando a tiempo completo en la redacción.

—¿Qué te pareció?

—Debe de haberte resultado emocionante. La historia es increíble.

—Ya.

—¿Qué pasará con esos dos hombres?

—No lo sé. Creo que Ferguson tendrá un nuevo juicio. En cuanto al otro…

—Me dio miedo, ¿sabes?

—Es un hombre muy retorcido.

—¿Qué será de él?

—Si no empieza a apelar, el gobernador firmará su orden de ejecución en cuanto el Tribunal Supremo del estado confirme la sentencia. Y no cabe duda de que lo harán.

—¿Cuándo?

—No lo sé. El Tribunal no tiene un día concreto para hacerlo, dispone de tiempo hasta fin de año. Todo resulta burocrático hasta que la orden del gobernador llega a prisión. Ya sabes, montones de documentos y firmas y sellos y esa clase de cosas, hasta que a alguien le toca electrocutar al tipo. Los funcionarios de prisiones lo llaman hacer el trabajo sucio.

—Tal vez el mundo sea un lugar mínimamente más seguro cuando lo ejecuten —dijo Sandy con un ligero temblor en la voz.

Cowart no contestó.

—Y si él no admite haber cometido el crimen, ¿qué pasará con Ferguson?

—No lo sé. Puede ocurrir hasta lo más inverosímil.

—Si ejecutan a Sullivan, ¿se llegará a saber la verdad?

—¿La verdad? Bueno, creo que ya la sabemos. La verdad es que Ferguson no debería estar en el corredor de la muerte. Pero ¿cómo probar esa verdad? Es una cuestión complicada.

—¿Y ahora qué pasará contigo?

—Lo de siempre. Seguiré esta historia hasta el final. Luego escribiré editoriales hasta que me haga viejo, se me caigan los dientes y decidan reciclarme en cola de pegar. Eso es lo que hacen con los viejos caballos de carreras y los editorialistas, ¿lo sabías?

Sandy rió.

—Venga ya. Ganarás el Pulitzer.

Él sonrió.

—Lo dudo —mintió.

—Claro que sí. Lo presiento. Además, te lo mereces; era una historia fantástica. Como la de Pitts y Lee. —Ella también recordaba aquel caso.

—Ya. ¿Sabes lo que pasó con esos tipos después de conseguir que el juez fijara un nuevo juicio? Volvió a condenarlos un jurado racista tan estúpido como el primero. Sólo lograron salir del corredor de la muerte cuando el gobernador les concedió el indulto. La gente olvida que tardaron doce años en salir de allí.

—Pero lo consiguieron, y aquel tipo ganó el Pulitzer.

Cowart sonrió.

—Bueno, eso es cierto.

—Tú también lo ganarás. Pero no tardarás doce años.

—Ya veremos.

—¿Seguirás en el
Journal
?

—No tengo motivos para dejarlo.

—Venga ya. ¿Y si te llaman del
Times
o el
Post
?

—Ya veremos.

Los dos rieron. Después de una pausa, ella dijo:

—Siempre supe que algún día darías con el artículo adecuado. Siempre supe que al final lo conseguirías.

—¿Qué se supone que debo decir?

—Nada. Simplemente sabía que lo conseguirías.

—¿Y Becky? ¿Esperó levantada para verme en Nightline?

Sandy titubeó.

—Bueno, no. Hacía rato que dormía…

—Podías haberlo grabado.

—¿Y de qué habría oído hablar a su padre? ¿De alguien que asesinó a una niña? ¿Una niña a la que primero violaron, luego acuchillaron treinta y seis veces y después abandonaron en un pantano? No me pareció buena idea.

Cowart pensó que tenía razón.

—Aun así, me hubiese gustado que lo viera.

—Éste es un lugar seguro —dijo Sandy.

—¿Qué quieres decir?

—Tampa. No es una gran ciudad. Quiero decir, es grande pero también pequeña. Todo discurre más despacio, muy distinto de Miami. No todo es drogas y disturbios y sucesos espeluznantes. Becky no necesita que le hablen de niñas secuestradas, violadas y acuchilladas. Al menos, no de momento. Todavía puede seguir creciendo y ser una niña, sin preocuparse todo el tiempo.

—Querrás decir sin que tú tengas que preocuparte todo el tiempo.

—Bueno, ¿y eso es malo?

—No.

—Nunca he logrado entender por qué los periodistas pensáis que todo lo malo les ocurre a los demás.

—No pensamos eso.

—Pues lo parece.

Cowart no quería discutir.

—Bueno, es posible.

Sandy forzó una risita.

—Perdona. En realidad, llamaba para felicitarte y decirte que estoy muy orgullosa.

—Orgullosa pero divorciada.

Ella vaciló.

—Sí, pero pensaba que éramos amigos.

—Lo siento. Perdona.

—Vale. —Otra pausa—. ¿Cuándo podemos hablar de la próxima visita de Becky?

—Estaré trabajando en este caso hasta que haya alguna resolución. Cuándo será, no lo sé.

—Entonces ya te llamaré.

—De acuerdo.

—Y felicidades otra vez.

—Gracias.

Cowart colgó y se dio cuenta de que a veces era un estúpido, incapaz de decir lo que quería, de articular lo que debía. Golpeó la mesa en un arrebato de frustración. Luego se acercó a la ventana de su cubículo y contempló la ciudad. El tráfico de la tarde fluía hacia la autopista como un manojo de nervios palpitantes, deseosos de volver a casa con la familia. Se sentía rodeado de soledad. La ciudad parecía asarse bajo el cálido cielo azul, y los edificios reflejaban la intensidad del sol; en una intersección, vio una maraña de coches que maniobraban como agresivas orugas en la tierra. «Vivo en un lugar peligroso —pensó—. Nada seguro.»

Dos motoristas habían protagonizado un tiroteo hacía dos días a raíz de un topetazo: se dispararon sin vacilar en plena hora punta, ambos armados con parecidas pistolas de 9 mm, de las caras. Ninguno de ellos había resultado herido, pero una bala perdida impactó en el pulmón de un adolescente que pasaba por allí y ahora se debatía entre la vida y la muerte en un hospital. Esto era lo habitual en Miami, a consecuencia del calor, de culturas enfrentadas y de una población que parecía considerar las armas parte esencial de su atuendo. Recordaba haber escrito un artículo casi idéntico unos seis años atrás, y haberlo repetido otra docena de veces, con tanta frecuencia que lo que en su día había sido primera plana se había convertido en seis párrafos de una página interior.

Pensó en su hija. «¿Para qué necesita saberlo? ¿Por qué necesitaría saber nada acerca del mal y los abominables impulsos de algunos hombres?»

No encontró respuesta para aquella pregunta.

Por la entrada de la sala serpenteaban gruesos cables de televisión negros. Varios cámaras se ocupaban de la puesta a punto en el pasillo, para obtener sus tomas de la única cámara que podría acceder a la vista. Una mezcla de periodistas de prensa y televisión daban vueltas en el pasillo; el personal de televisión iba vestido de manera ligeramente más elegante, mejor peinado y en apariencia más aseado que sus rivales de la prensa escrita, cuyo aspecto algo desaliñado les concedía cierta superioridad moral.

—¡Menudo gentío! —dijo el fotógrafo que caminaba detrás de Cowart, jugueteando con la lente de su Leica—. Nadie quiere perderse la fiesta.

Hacía unas diez semanas que se habían publicado los artículos. La presentación de documentos y otras estratagemas habían aplazado la vista en dos ocasiones. Fuera del juzgado del condado de Escambia, el implacable sol de Florida abrasaba la tierra; pero en el interior de aquel moderno edificio hacía fresco. Las voces reverberaban con facilidad, de manera que la mayoría de la gente hablaba en susurros aunque no fuese necesario. Junto a las anchas puertas de la sala, un pequeño rótulo con letras doradas ponía: JUEZ HARLEY TRENCH. TRIBUNAL FEDERAL DE APELACIONES.

—¿Este es el que le dijo al muchacho que debía morir como una alimaña? —preguntó el fotógrafo.

—Exacto.

—No creo que le haga gracia ver todo este circo. —Señaló con su Leica la multitud de cámaras y periodistas.

—Te equivocas. Es año de elecciones, así que le encantará la publicidad.

—Pero sólo si hace lo correcto.

—Lo que el pueblo espera que haga.

—Que dudo sea lo mismo.

Cowart asintió.

—Ya. Pero nunca se sabe. Apuesto a que ahora está a puerta cerrada en su despacho, llamando por teléfono a los políticos de cada localidad hasta la frontera con Alabama, para saber qué hacer.

BOOK: Juicio Final
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