Authors: Ava McCarthy
Mientras aguardaba a que la atendieran, reflexionó sobre la táctica que debía emplear con la periodista. No tenía un especial interés en revelar su identidad y arriesgarse a levantar revuelo en la prensa nacional. Era hora de recurrir a Catalina de nuevo.
Catalina Diego fue la primera amiga imaginaria de Harry cuando ésta tenía cinco años. Solía asumir la culpa de sus fechorías y contaba con todo aquello que le faltaba a Harry: era rubia, hermosa, popular en el colegio y sus padres la adoraban. Y tenía un nombre estupendo. Con el tiempo, abandonó a Catalina por Pirata, pero más tarde la reinventó cuando empezó sus andanzas como
hacker
. Al cumplir Harry los catorce años, Catalina ya poseía su propia cuenta de correo electrónico, un permiso de conducir e incluso una tarjeta de crédito.
—Woods.
La palabra sonó como un disparo al otro lado del teléfono.
Harry se acercó más al escritorio y cogió un bolígrafo. Siempre mentía mejor con un bloc de notas y un bolígrafo para garabatear.
—Hola, Ruth; soy Catalina Diego, reportera del
Daily Express
. Me preguntaba si podría ayudarme. Tengo la intención de volver a escribir sobre Salvador Martínez, ¿le recuerda? El tipo que...
—Sí, sí, me acuerdo. Encarcelado por tráfico de información privilegiada. ¿Y?
Harry imaginó a la mujer al otro lado de la línea gesticulando para que fuera al grano, y así lo hizo.
—Exacto, ése. Bueno, necesito confirmar algunos datos y sé que usted siguió de cerca la investigación por aquel entonces. He pensado que quizá podríamos hacer un trato.
Hubo una pausa. Harry esperaba convencerla con su discurso antes de que la mujer pudiera sospechar, pero estaba claro que no se iba a dejar avasallar. Harry dibujó en el bloc un símbolo del dólar en tres dimensiones mientras aguardaba la respuesta de la periodista.
—¿El
Daily Express
? Creía que conocía a todo el mundo allí.
Maldición, cazada en la línea de salida.
—Bueno, soy nueva, por eso pretendo impresionarles con esto. ¿Qué opina del trato?
—¿Qué tipo de trato?
—Tengo un nuevo punto de vista sobre el caso. Pruebas frescas.
—¿Y me las va a pasar?
Harry rió.
—Tal vez sea nueva, pero no idiota. Puedo pasarle algo a cambio de información.
Parecía que Ruth estaba considerando la propuesta. Entonces preguntó:
—¿Qué tipo de información?
Harry agarró con fuerza el bolígrafo y repasó el contorno del símbolo del dólar.
—¿Ha visto alguna vez la lista de nombres que entregó Leon Ritch?
—No, no la he visto —respondió después de una larga pausa.
—Pero debe de haber escuchado rumores.
—Y si así fuera, ¿qué más da? Era un caso muy complicado, no pudimos publicar ni la mitad de cosas que averiguamos.
Harry frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Por mandato de las autoridades para impedir que pusiéramos en peligro las investigaciones. —El tono de Ruth se tornó seco—. También de mi director, para evitar posibles demandas por difamación.
—¿A qué se refiere cuando dice que era un caso muy complicado?
Ruth no bajaba la guardia.
—Primero, cuénteme más sobre esas pruebas frescas que tiene.
Harry oyó como pasaba páginas y supuso que la periodista se disponía a tomar notas. Repasó la información que había recopilado hasta el momento. Quería algo que incitara a la reportera a mostrar sus cartas sin tener que enseñar demasiado las suyas. Empezó a sombrear el interior de la «$» del símbolo del dólar.
—Ayer casi matan a alguien del entorno de Martínez.
—¿Y qué? La gente muere, ocurre cada día. ¿Adónde quiere llegar?
—Lo que pretendo explicarle es que parece que la organización de tráfico de información se encuentra detrás de ese suceso.
Se hizo el silencio al otro lado del teléfono y, por un instante, Harry creyó que se había cortado la comunicación. Entonces, Ruth se aclaró la voz y respondió sin convicción:
—Eso es imposible.
Harry se irguió en la silla. Si hubiera tenido antenas, éstas habrían temblado al recibir aquellas señales.
—Vamos, usted sabe algo. Dígame sólo un nombre.
—Olvídese de esa estúpida lista. No puede publicar nada sin pruebas.
—Escuche, ¿qué le parece si yo le doy un nombre y usted me dice simplemente sí o no?
—Esto es un disparate. No tiene nada para darme a cambio.
—Probemos sólo con éste, a ver qué tal... —Harry rememoró su reunión en KWC y dibujó una gran « F» dentro de un círculo—. Felix Roche.
Se produjo otra pausa prolongada. Harry tenía la absoluta certeza de que aquel silencio escondía información.
Finalmente, Ruth contestó:
—Está bien, esto será una pérdida de tiempo. Pero ¿sabe qué? No tengo nada mejor que hacer esta tarde, así que le seguiré el juego. ¿Conoce el Palace Bar de Fleet Street?
Harry dejó de garabatear.
—Sí.
—Nos vemos allí dentro de veinte minutos.
Harry pagó al taxista y dirigió la mirada hacia la entrada del Palace Bar. Se preguntaba cómo reconocería a la periodista.
Cambió el peso de la cartera a su mano izquierda y empezó a caminar sobre los adoquines. Llevaba el portátil por que no quería dejar nada de valor en su apartamento. Echó la vista atrás, hacia la multitud, y se le puso la carne de gallina en los brazos. Era la primera vez desde el incidente en la estación que salía a la calle sola.
Empujó la puerta y abandonó la luz del sol para adentrase en el Palace Bar. El interior era oscuro y extrañamente silencioso; tardó unos segundos en percatarse de los sonidos que echaba en falta. Ni música alta, ni muchedumbre ruidosa. Sólo se oía la caja registradora y el murmullo ocasional de unos pocos parroquianos en la barra. Harry escrutó sus rostros y vio que era la única mujer del local. Sólo había llegado unos minutos tarde. ¿Acaso se habría marchado ya Ruth Woods?
—Lo he preguntado en el
Daily Express
—afirmó una voz detrás de ella—. Nunca han oído hablar de ninguna Catalina Diego.
Harry se giró. Una mujer delgada y morena de cuarenta y pocos años la miraba detenidamente de arriba abajo con la cabeza hacia delante, como un pájaro examinando a un gusano.
—¿Es usted Ruth Woods?
—Sí.
La mujer entrecerró los ojos. Llevaba gafas de montura negra y redonda, y una melena que alcanzaba la altura de la barbilla con un flequillo extremado que le llegaba hasta las cejas. En conjunto, parecía que luciera un casco protector negro muy cuidado y unas gafas a juego.
Señaló a Harry con el dedo y las pulseras de sus muñecas produjeron un ruido metálico.
—Es su hija, ¿verdad?
Mierda. Harry tenía que haberlo previsto. Toda la vida le habían hecho notar el gran parecido que guardaba con su padre, hasta ella misma lo admitía. Los mismos ojos oscuros y las mismas cejas, una nariz recta como la suya. Y, a tenor de su madre, el mismo desprecio por las reglas y las normas.
Se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—De acuerdo, soy Harry Martínez. ¿Importa?
—Ya lo creo, esto lo hace mucho más interesante. Escoja una mesa.
Sin esperar respuesta, Ruth dio la vuelta y se acercó a la barra.
Harry miró a su alrededor. No iban a tener que pelearse por conseguir un asiento. Se dirigió a su parte favorita del pub, la pequeña sala cuadrada del fondo con suelo de madera estriado y techo arqueado. Una claraboya con vitral coronaba la bóveda, y la pirámide de luz solar, que caía de lleno a través de ella, se proyectaba en la sala como una linterna. El lugar estaba vacío.
Harry se sentó a una mesa de la esquina. Un retrato de Brendan Behan la miraba por encima del hombro desde la pared trasera; de repente, la nariz romana y la tez morena le recordaron a Dillon. Entonces, sintió un atisbo de añoranza y se sorprendió deseando que él estuviera allí. Borró aquella idea de la cabeza. Normalmente no necesitaba a nadie.
Ruth regresó y puso dos cafés en la mesa. Se sentó y la observó; Harry hizo lo propio.
Finalmente, Ruth le preguntó:
—¿Y por qué la hija de Sal Martínez acude a mí para conseguir información?
Su padre siempre le había aconsejado que apostara con seguridad en sí misma, especialmente cuando se marcaba un farol. Cogió un sobrecito de azúcar y lo sacudió con brío antes de abrirlo.
—Porque quiero conocer la verdadera historia, todo lo que nunca se ha hecho público. Usted siguió la investigación de cerca y sabrá cosas.
—Por supuesto, pero ¿qué más da? Su padre fue declarado culpable y ahora cumple condena en la cárcel, donde le corresponde.
—Pero el resto de los miembros de la organización están en libertad.
—¿Y qué? ¿Acaso cree que la policía persigue a todos los culpables hasta que las calles quedan limpias? —Ruth negó con la cabeza—. Echan el guante a un par de los más destacados y liquidan el tema. Fin del juego.
—Si la organización está intentando matar a personas, no se trata precisamente de un juego.
Ruth echó un vistazo a la cara de Harry y reparó en los rasguños que presentaba en las mejillas.
—Por fin llegamos al meollo del asunto. ¿A por quién van? ¿A por usted?
Harry se mordió los labios. Lo último que necesitaba en aquel momento era salir en la primera plana de algún periódico.
—Quizá.
Ruth ignoró con un gesto aquella evasiva.
—¿Por qué no acude a la policía?
—Tal vez lo haga, pero antes quiero información sobre Felix Roche.
Ruth bebió un sorbo de café y demoró unos instantes su respuesta.
—Si le cuento lo que sé, a cambio quiero su versión exclusiva de toda la historia.
—Cuando la tenga será toda suya, se lo garantizo. Ahora explíqueme qué sabe sobre Felix Roche. ¿Figuraba en la lista de nombres que Leon Ritch entregó a la policía?
—No, la policía llegó hasta él por su cuenta, aunque no consiguieron inculparlo.
—Pero ¿qué papel desempeñaba?
—Por aquel entonces era un simple administrador de sistemas en KWC, pero tenía acceso a todo. Correo electrónico, documentos, cualquier cosa. Se creía Dios. Al parecer interceptó unos cuantos mensajes de correo electrónico y dio con la organización por accidente.
—¿Y se unió a ellos?
—No, ni siquiera llegaron a saber de su existencia. Se limitó a callar e ir a remolque de sus actividades. Cada vez que descubría alguna información interesante dirigida a la organización, la utilizaba para acometer sus propias operaciones bursátiles. Ganó un dineral, al menos eso tengo entendido.
Así pues, el hundimiento de la organización había impedido a Felix continuar lucrándose a costa ajena; con razón se mostró tan hosco durante la reunión con Harry, que se había acercado a la verdad más de lo que creía en un principio.
—¿Cómo es que siguió trabajando en KWC?
Ruth se encogió de hombros.
—No lo pudieron despedir, ya que no hallaron pruebas contra él. Además, no querían que se corriera la voz. Ya tenían suficiente con un empleado deshonesto; con dos, hubieran ofrecido una imagen de corrupción incontrolada. En lugar de eso, se dijo que lo marginaron y le asignaron un puesto en el que no pudiera acceder a información comprometida.
—De hecho, trabaja en adquisiciones de TI.
Ruth esbozó una sonrisita.
—Eso ha debido de acabar con él.
—Así que, si él no estaba en la lista de Leon, ¿quién aparecía allí?
—En realidad nunca llegué a verla, pero por lo que sé sólo figuraban tres nombres. Uno era el de su padre. El segundo era una fuente anónima a la que llamaban El Profeta. Les aportó información para llevar a cabo algunas de las operaciones más importantes.
—Es la primera vez que oigo hablar sobre él. ¿Por qué no lo mencionaron en ningún periódico?
—La policía censuró ese dato. Querían buscarlo sin que él lo supiera. Intentaron seguirle la pista a través de su correo electrónico y sus cartas, pero no les llevaron a ningún sitio.
—¿No tienen idea de quién es?
—La información privilegiada que manejaba siempre guardaba relación con operaciones de JX Warner, así que lo máximo que pudieron deducir fue que se trataba de un banquero de inversión de esa entidad.
Harry recordó que la prensa afirmaba que había tres banqueros de inversión implicados. Los contó con los dedos.
—¿Así que Leon actuaba desde Merrion & Bernstein, mi padre era el contacto en KWC y El Profeta trabajaba en JX Warner?
—Exacto. Se rumoreaba que había otro banquero de inversión implicado, alguien de las altas esferas que solamente Leon conocía, pero no me llegó ningún nombre. Quienquiera que fuese no constaba en la lista de Leon, y éste negó su existencia.
—¿Y con qué motivo querría ocultar ese nombre si ya lo había revelado todo?
—Puede que tuviera la intención de mantener a alguien de reserva en caso de necesitar nuevos favores más adelante, cuando las cosas se pusieran feas. Por lo que sé, goza de un instinto de supervivencia bastante desarrollado. Se cubrió las espaldas mucho mejor que su padre, eso es indiscutible.
Harry rompió el contacto visual con Ruth y jugueteó con otro sobrecito de azúcar.
—¿Pudo hablar alguna vez con mi padre? —preguntó sin levantar la mirada.
—Lo intenté. Lo llamé algunas veces. Se mostró educado, pero no accedió. La mitad del tiempo me hablaba en español, lo cual consideraba en cierto modo pretencioso.
Harry creyó a la periodista. Su padre siempre había hecho gala de su ascendencia española; era consciente de que le confería un atractivo exótico, sobre todo de cara a las mujeres.
—Finalmente lo cacé al salir del juzgado —prosiguió Ruth—. Se mostró desenvuelto y elegante, muy amable. —Esbozó una media sonrisa—. Dijo que me parecía a Cleopatra.
—Habla como si lo admirara.
—Desprecio su persona y todo lo que hizo pero, aun así, reconozco su encanto.
Harry dejó caer el sobrecito de azúcar encima de la mesa.
—Bien, así que mi padre era encantador. Volvamos a la lista de Leon. Ha comentado que aparecían tres personas en ella: mi padre, El Profeta, ¿y quién más?
—Un tipo llamado Jonathan Spencer. Trabajaba en KWC con su padre. La policía lo investigó, pero no pudieron llevarlo a los tribunales.
—¿Por qué no?
—Porque estaba muerto.
Harry parpadeó.