Juego mortal (22 page)

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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
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Mark se dio cuenta de que estaba balbuceando. Odiaba cómo llegaba a afectarle su presencia. Nunca respondía de ese modo ante una chica guapa; era como si la mitad de su consciencia pudiera pensar y comunicarse mientras que la otra estaba atrapada en una espiral en la que no dejaba de preguntarse qué pensaría ella de él. Resultaba muy molesto. No conocía a Lydia. No tenía motivos para admirarla más que a nadie, pero por mucho que supiera racionalmente que eso era cierto, lo que quería era complacerla. Instinto de apareamiento animal, suponía. Tal vez los machos que perdían la cabeza por las hembras eran más proclives a propagar la especie.

—Lo siento —volvió a decir—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Se trata de Ridley. Nadie sabe dónde está.

—¿Nadie? ¿No ha ido a casa?

—No. Nadie la ha visto desde ayer por la mañana en las escaleras de la iglesia.

—No se ha dado ninguna noticia sobre ella.

—He hablado con sus padres. Se comportan de un modo extraño; no creo que hayan informado de su desaparición. Es como si ya estuvieran llorando su muerte.

—¿Y pensabas que yo podría saber dónde está?

—No, pensaba que sabrías cómo encontrarla.

Mark pensó en ello.

—Podría... Anoche ocurrió algo extraño que... será mejor que vengas conmigo a casa de Praveen; está esperándome y no quiero contar la historia dos veces.

—Si estás seguro de que no te importa.

—En absoluto. De todos modos, me gustaría tener otra opinión.

Mark la condujo por las escaleras hacia el vehículo que esperaba. Se subieron, se sentaron uno frente al otro y el pod salió disparado de la casa. Como Mark comprobó, Lydia ya se había acostumbrado a ellos; de lo contrario, lo disimulaba muy bien. Durante el trayecto, ella le contó más detalles sobre el tiempo que había pasado con los padres de Ridley.

Su belleza era única, no como la perfección de molde de las chicas rimmer de su edad. No podía dejar de describirla en su mente. Su rostro era pequeño, con rasgos afilados. Su cabello oscuro le llegaba hasta la mitad de la espalda y era más largo de lo que había visto nunca, pero esos detalles no tenían nada de notable. Decidió que eran sus ojos los que marcaban la diferencia: insulsos comparados con los ojos modificados del resto de las chicas, pero activos, intensos.

Llegaron a la mansión Kumar, donde fueron recibidos como si fueran de la familia, incluso Lydia, porque así era como los Kumar recibían a todo el mundo. Las hermanas de Praveen charlaron animadamente con Lydia sobre trivialidades; su abuelo, recordando viejos tiempos, le habló a Mark sobre los proyectos de reclamación de la ciudad durante los años posteriores al Conflicto. Le contó que la mayoría de las calles del centro llevaban los nombres de la vieja Filadelfia, aunque algunas tenían distintos recorridos hoy en día. El anciano señor Kumar tenía modificaciones como las del abuelo de Mark, pero aplicadas de manera distinta. Mientras que el abuelo de Mark aparentaba tener veinticinco años, el abuelo de Praveen, aunque sano y en forma, había mantenido sus arrugas y su cabello canoso.

Cuando Mark y Lydia finalmente se quedaron a solas con Praveen, Mark le contó su historia, pero él lo interrumpió a la mitad.

—No deberías haber esperado hasta ahora. Mis padres y mi abuelo deberían oírlo. Saben muchas cosas que yo no sé.

Mark sabía que eso era cierto; el abuelo de Praveen había inventado la tecnología en la que se basaban los satélites LINA, y sus padres contribuían de modo significativo a las revistas de investigación científica.

La familia se reunió de nuevo y Mark se lo contó todo desde el principio.

—En realidad —dijo—, supongo que ahora mismo estará escuchando nuestra conversación, ¿vosotros no?

La voz de Mark respondió a través del sistema de la casa de los Kumar.

—Sí, Tennessee Markus McGovern. Estoy aquí.

La hermana pequeña de Praveen dio un grito y su madre la hizo callar de inmediato.

—Tenemos que llamarte de algún modo —dijo Mark— hasta que podamos encontrar tu nombre. ¿Por qué no utilizas «Tennessee»? Es mi nombre, pero nunca lo uso.

—Es un buen nombre. ¿Puedo usar uno de tus tres nombres?

—Sí, puedes hasta que te encontremos uno.

—Gracias, Mark.

Mark pensó en Ridley. Quería probar las habilidades de ese rebanador, además de su benevolencia, y le parecía una buena forma de hacerlo.

—Tennessee, tenemos que encontrar a una amiga, una chica llamada Ridley Reese. Tememos que pueda estar metida en problemas. ¿Puedes ayudarnos a encontrarla?

La gran pantalla holográfica del centro de la sala se activó sola y la imagen de Ridley apareció en ella.

—Sí, es ella —dijo Mark—. ¿Puedes verla?

Pasaron varios segundos.

—No, Mark, no puedo verla.

Mark dijo:

—Supongo que eso significa que está sola. Tennessee vio a través de mi visor aunque yo no estaba trasmitiendo imágenes así que, si no puede verla, o está sola o con gente que no tiene modificaciones de red.

Lydia intervino:

—¿Tennessee?

—¿Sí, Lydia Rachel Stoltzfus? No me llamo Tennessee, pero Tennessee Markus McGovern dice que puedo utilizar su nombre hasta que encuentre el mío, así que puedes llamarme Tennessee.

—Sí, lo sé. Tennessee, ¿puedes ver lo que la gente ha hecho en el pasado?

La imagen de Ridley en la pantalla cambió de pronto a una imagen de Lydia subida en el mag, agarrando con fuerza sus maletas.

—Ese fue el día que llegué a Fili.

Mark intervino:

—Creo que puede ver imágenes del pasado si fueron grabadas. Tu pod tendría una cámara de seguridad y los datos de imágenes quedan almacenados en un cristal en alguna parte a la que él tiene acceso.

—¿Puedes ver a Ridley en algunos datos de imágenes de las últimas veinticuatro horas? —preguntó Lydia.

—No, Lydia. La última vez que vi a Ridley fue hace veinticuatro horas, doce minutos y cuarenta y siete segundos.

La pantalla volvió a cambiar, en esta ocasión a una imagen de Ridley en las escaleras de la iglesia desde el punto de vista del merc que ella estaba atacando. Vieron la pistola araña disparada contra la zona de su abdomen, vieron sus ojos abiertos de par en par mientras caía hacia atrás contra la columna y la vieron caer al suelo. Después, el merc giró la cabeza hacia la multitud y se perdió de vista a Ridley.

—Vi a ese hombre hacerle daño a Ridley Reese, pero ella no se paró.

—¿Con «paró» quieres decir «morir»? —preguntó Mark—. ¿No ha muerto? ¿Estás seguro?

—No ha muerto, Mark. Salió huyendo colina abajo con todos los demás. No sé qué le habrá pasado después. Lo único que sé es que ahora está hablando con Darin Richard Kinsley.

Cada una de las personas presentes en la habitación emitió un suspiro de asombro.

—¿Qué? —exclamó Mark—. ¿Está con Darin? Pero ¡creía que no podías verla!

—No puedo verla, Mark, pero puedo ver a Darin Richard Kinsley a través de su visor.

—Es muy literal —dijo Lydia—. Igual que un niño pequeño.

La imagen cambió a otra escena, en esa ocasión una imagen de Darin en un pequeño apartamento comber. Vieron a Darin haciendo un hatillo de ropa.

—Llévame contigo —dijo la voz de Ridley desde la imagen del holograma—. Quiero lo mismo que tú.

Darin respondió sin girarse.

—Vete a casa, Ridley.

—¿A casa? ¿Qué casa?

—Vuelve al Rim. Vuelve con los tuyos.

Unos brazos aparecieron en la imagen agarrando a Darin.

—¡No lo comprendes! —dijo la voz de Ridley.

—¡Apágalo! —gritó Lydia—. Tennessee, ¡deja de enseñarnos esto, por favor!

El holograma se congeló.

—¿Qué pasa? —preguntó Praveen—. Querías encontrarla, pues ahí la tienes.

—Tenía miedo por ella —respondió Lydia—. Y aún lo tengo, pero ahora sé que ha elegido estar donde está. Jamás pensé que fuera posible sentarse aquí y escuchar una conversación privada. Mark, tu rebanador me asusta.

—A mí también —dijo él.

—No, no, no —se oyó decir a la voz de Tennessee por el sistema de la casa—. No digas que estás asustada. Mark es mi amigo. Tú eres mi amiga, Lydia Rachel Stoltzfus. Todos sois mis amigos.

Lydia dijo:

—Tennessee, ¿cuántos años tienes?

—Ocho días, tres horas y veintisiete minutos.

—No recuerda nada de antes de escapar del satélite —dijo Mark.

El padre de Praveen preguntó:

—¿Dónde estuvo antes?

—No lo sé, no lo recuerda.

—Pero ¿qué hay del canal del que lo sacaste? ¿Adónde conducía?

Claro,
pensó Mark. Había estado intentando rastrear las comunicaciones recientes del rebanador, pero el señor Kumar tenía razón: el modo de descubrir la identidad de aquel ente era rastrearlo hasta sus orígenes.

—Creamos ese canal llamando a un número de Norfolk —dijo Mark—. Un laboratorio de virus, creo. Podría encontrar el número otra vez. Tal vez eso nos conduzca a alguien que sepa más que nosotros sobre el rebanador.

—Hazlo. El único modo de entender esta cosa es averiguando de dónde viene.

—No pienso marcharme —sentenció Pam. Estaba en su habitación de hotel, con los brazos cruzados—. No dejaré que me avasallen. Mientras tú te quedes, yo me quedo.

—Entonces yo también me iré —le contestó Marie.

—¡No!

—Una cosa es arriesgar mi vida para encontrar un embrión que ya podría haber sido destruido, y otra muy distinta es arriesgar la tuya.

—No se trata de ti. Esos matones me han atacado a mí, es algo personal. Quiero acabar con ellos.

Marie exhaló. Fue hacia Pam y la abrazó.

—No creo que eso vaya a pasar.

Con los labios apretados, Pam empezó a llorar.

—Lo siento mucho —dijo Marie.

—No pienso irme.

—Lo sé.

Juntas se dejaron caer al suelo. Marie tenía a Pam en sus brazos y la escena se pareció tanto al hecho de acunar a un niño que se le vino a la cabeza una imagen de su propio hijo.

—Cuando Sammy vivía —dijo Marie—, solía abrazarme si me veía triste o enfadada. Incluso con cuatro años, lo notaba. Me preguntaba: «¿Estás contenta, mamá? ¿Estás contenta?». No podía comprender mis preocupaciones de adulto, pero con ese abrazo conseguía alegrarme. Necesito ese abrazo. Han pasado dos años desde que murió, pero no he dejado de necesitarlo.

Pam se incorporó.

—Vamos a luchar contra esto.

—Eso no me devolverá a Sammy. Ni a mi pequeña, si también está muerta.

—¿Quieres parar?

—No. Si existe la más mínima posibilidad de que mi hija siga viva, seguiré buscando hasta que la encuentre. —Le explicó a Pam lo que había descubierto sobre el laboratorio de Tremayne y las modis de red en fetos—. Pero deberías saber a qué nos enfrentamos —añadió. Utilizó su visor para conectar con la pantalla de hologramas de la habitación del hotel y comenzó con una imagen pública del día anterior.

«Consejo de Negocios e Industria», anunció una voz. En la pantalla, los miembros del Consejo de Negocios debatían sobre temas actuales. Entonces, el ángulo de la cámara cambió y en la imagen apareció Alastair Tremayne, susurrando algo al oído del presidente.

—Ahí está —dijo Marie, congelando la imagen—. Por si se nos ocurre acudir a las autoridades.

Pero Pam seguía mirando a la pantalla.

—¿Han dicho que el nombre del concejal era McGovern?

—Sí, Jack McGovern. Él es el presidente del consejo y, al parecer, se lleva bien con nuestro amigo Tremayne.

Pam frunció el ceño.

—¿No estaba McGovern implicado en ese incidente del rebanador?

—¿Qué?

—Ese rebanador que estabas rastreando... ¿es que no ves las noticias? Un chaval de Filadelfia fue acusado de crearlo, y creo recordar que era el hijo de una importante figura política. No lo han condenado y, claro, no dijeron que se tratara de un rebanador, pero tú dijiste...

—¿Su apellido era McGovern? —Marie no pretendía interrumpirla, pero la noticia la sorprendió. Había rastreado al rebanador hasta que desapareció, había leído toda la información de los profesionales, pero no le había prestado mucha atención a la cobertura mediática.

—No estoy segura —contestó Pam—, pero creo recordar que sí.

Marie tocó la imagen congelada del presidente del consejo en el holograma.

—Identifícalo —dijo.

—Concejal Jack McGovern —respondió la pantalla.

—Hijos.

Dos hologramas estáticos aparecieron en la pantalla.

—Carolina Leanne, biológica, legítima, diecisiete años. Tennessee Markus, biológico, legítimo, veinticuatro años.

Ella presionó sobre el holograma del chico y dijo:

—Antecedentes penales.

—Arrestado en julio de este año con cargos de robo de información, destrucción de propiedad, asesinato. Cargos retirados por el tribunal.

—Claro, ¡cómo no! —añadió Marie—. Es obvio que tanto Tremayne, como McGovern y su hijo están involucrados en este asunto.

Mark encontró el nombre de la mujer en la lista de noticias: la mujer que envió al rebanador al canal de LINA. Marie Coleson. Respiró hondo, de pronto estaba nervioso, aunque no sabía exactamente por qué.

No podría descubrir lo que ella sabía a menos que la llamara. Llamó a su canal público y la voz de una mujer respondió en su mente:

—¿Diga?

—¿Marie Coleson?

—Sí. —Sonó desconfiada.

—Me llamo Mark McGovern —respondió con una voz tan suave como pudo—. Esperaba que pudiera ayudarme.

—¿McGovern? —La desconfianza de su voz aumentó.

—Sí. Mark McGovern. Soy el hijo de...

—Jack McGovern, ya lo sé. Amigo de Alastair Tremayne. Me fue de gran ayuda cuando lo vimos ayer, ¿qué más podrías añadir?

Mark estaba confundido.

—¿Tremayne estaba en Virginia?

Una pausa.

—No.

—Entonces... usted está en Filadelfia.

—Mira, ¿qué quieres? —le preguntó Marie.

Mark se aclaró la voz.

—Hace casi dos semanas, un rebanador escapó de su laboratorio.

—Gracias a ti.

Mark se estremeció. La mujer sabía que era él.

—Fue sin querer —dijo.

—¿Sin querer? ¿Crackeaste accidentalmente un canal de comunicación militar?

—Bueno, no, eso sí que lo hice a propósito —respondió Mark—. Es que no esperaba... ¿De verdad está en Filadelfia? ¿Podríamos vernos en persona?

—¿Vernos? ¿En una colina oscura y solitaria para que uno de tus amigos merc pueda dejarme allí esposada y me den por muerta?

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