Juego mortal (18 page)

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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
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Se sentó. Alastair vio que, con su breve discurso de presentación, la mujer provocaría una disputa entre los restantes cuatro miembros del consejo sin posicionarse, pero garantizando que su voto fuera decisivo en una resolución. Además, no se molestó en defender el derecho del Consejo Empresarial a resolver esos asuntos civiles; al tener el poder sobre el fisco municipal y todo el comercio de la ciudad, hacía tiempo que había consolidado su dominio como el consejo más poderoso, por encima de todos. De todos los miembros del consejo, Van Allen podía darle a Alastair más problemas que nadie, políticamente hablando. Ni podía predecir qué haría esa mujer ni podía manipularla. Y eso la convertía en su enemiga.

McGovern, por supuesto, era otra cuestión. Su posición siempre era prudente, siempre centrista, siempre centrada en un propósito: mantenerse en el poder. Eso lo hacía extremadamente predecible. Solo se desviaba de ese modus operandi cuando surgía una oportunidad de enfrentarse al general Halsey, que ocasionalmente se aprovechaba de esa tendencia para irritar a McGovern y hacerle caer en la indiscreción. Halsey, recto como un palo y con un traje de ejecutivo que se daba de patadas con su canoso pelo rapado al cero, estaba inmóvil sentado a la izquierda de McGovern. Alastair sabía que no hablaría, que esperaría a McGovern.

—¿Subyugar o hacer concesiones? —preguntó McGovern levantándose—. Esas no son las únicas opciones.

Se levantó. Parecía tranquilo allí de pie, ni echándose encima de sus oyentes, ni demasiado lejos de ellos. Detrás de los miembros del Consejo Empresarial estaban sentados los representantes de los otros consejos principales y menores: Justicia, Bienestar Laboral y Social, Tecnología y Transporte, Obras Públicas y Desarrollo Urbanístico, Salud Pública, Información y Cultura, Educación, Turismo. Detrás de estos, se encontraban los propietarios de negocios, los abogados y la prensa. McGovern parecía dirigir sus palabras más a la sala en general que a sus colegas del consejo; aunque los miembros de este tenían el voto, podían verse influenciados por la respuesta pública.

—Si los subyugamos, nos convertiremos en un estado totalitario con un populacho descontento. Estados así nunca duran más de una generación. Si hacemos concesiones, sin embargo, si recompensamos la violencia con cambios en la política, invitamos a más de lo mismo. No, amigos míos, no debemos hacer ninguna de estas cosas. Por el contrario, debemos inspirar, debemos motivar, debemos educar. Muchos de los violentos son jóvenes en edad escolar; necesitamos programas extraescolares que los hagan desviarse hacia caminos nobles. No les damos nada, pero les motivamos a que intenten ganárselo.

Alastair advirtió una sonrisa en el gélido gesto del general Halsey. El general sabía que McGovern iba a tomar ese rumbo porque Alastair ya se lo había dicho y, por eso, Halsey había ido bien preparado.

—Concejal McGovern —dijo Halsey, pronunciando cada palabra con desdén—. Creo que ha encontrado la solución. ¡Programas extraescolares! Pero ¿y si no asisten? —Halsey extendió las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante—. Mejor hablar de programas extraescolares obligatorios combinados con un toque de queda a las ocho. Además, todas las reuniones de más de veinte individuos para cualquier propósito deberían quedar registradas. Lo que necesitamos es más control.

—Pero ¿cómo aplicarlo? —preguntó la concejal Estelle Deakins—. Carecemos de destacamento para esa clase de operación. —Alastair sabía que esa pregunta se la habían dado preparada. Deakins era el peón de Halsey en el consejo, igual que el quinto concejal, Yasuo Kawamura, era el peón de McGovern. La pregunta formaba parte del guión diseñado para el papel protagonista de Halsey.

—Tropas federales —sentenció Halsey en respuesta, y la sala se llenó de murmullos—. Sí, tropas federales. Atrás han quedado los días en los que temíamos un regreso del poder de Washington. El gobierno central es débil, demasiado débil como para suponer una amenaza para nuestra soberanía. Sus tropas están a nuestra disposición y deberíamos solicitarlas.

Alastair escuchaba el zumbido de la habitación intentando medir la respuesta. Menos de cien años antes, el Gobierno federal aún era lo suficientemente fuerte para dirigir toda Norteamérica, y muchos temían que invitar a las tropas federales hiciera que ese gobierno volviera a Filadelfia. Pero Alastair sabía que no sería así. Halsey tenía razón. Si bien Washington todavía ejercía una considerable influencia en los gobiernos de Virginia y Maryland, su brazo no era lo suficientemente largo como para llegar hasta allí.

McGovern se levantó y, una vez más, Alastair sabía exactamente lo que diría... porque lo había incitado de antemano.

—Filadelfia es nuestra —dijo—. Pagamos nuestros impuestos a los federales por los servicios que proporcionan: la Marina que patrulla nuestras aguas, las carreteras que conectan nuestras ciudades y promueven el comercio, los satélites que conectan los nodos locales con la red nacional. Pero no son nuestros amos, y sus tropas no son bienvenidas aquí.

Aplausos. Alastair sonrió; había supuesto correctamente la predisposición mental del público.

—Tengo una sugerencia mejor —continuó McGovern—. La mayoría de vosotros ha visto la nueva tecnología fabrique que demostré la semana pasada. He discutido un posible contrato con los fabricantes y dicen que puede hacerse en un solo día, con una fracción del coste que habría requerido antes. Propongo que se construya un muro a lo largo de la línea de la inundación, rodeando completamente los Combs. Un muro controlaría el tráfico de adentro afuera restringiendo las entradas. Permitiría que, con pocos soldados, se pudiera mantener el orden y eliminaría por completo la necesidad de... —Miró a Halsey—. De tropas federales.

La multitud volvió a aplaudir de nuevo, como si fuera una competición de partidos en lugar de una asamblea del consejo. McGovern asintió y se sentó.

El general Halsey miró brevemente a Alastair. Ninguno de los dos movió los labios, pero se entendieron. El muro, por extraño que pareciera, había sido idea de Halsey. Sabía que la ciudad no estaba preparada para aceptar tropas federales; había sido una estratagema. Alastair le había dicho al general Halsey que McGovern podría aceptar la propuesta de un muro siempre que pareciera que había sido idea suya. Con Halsey presionando a favor de las tropas federales, un muro parecería ser algo más conservador, más centrista. Así que McGovern logró ganarse la aprobación de los presentes mientras que Halsey logró dictar una política.

Pero Alastair sabía que el auténtico ganador había sido él. Había convencido a los dos hombres más poderosos de Filadelfia, a pesar de su rivalidad, de que él era un consejero valioso y leal. Alguien en quien confiar.

Eran tan débiles, tan fáciles de manipular. No ocultaban su ambición y, así, Alastair podía manipularlos en su propio beneficio. A él nadie lo controlaría nunca de ese modo, porque nadie sabía lo que ambicionaba. Ni siquiera Calvin.

Cuando eran pequeños, su padre les había inculcado una estricta disciplina. Si ellos o su madre no mostraban respeto, eran castigados... con un cinturón, con un bate, a veces incluso con un cuchillo. Pero Calvin era como su madre; él nunca aprendió de esas lecciones. Fue encerrándose en sí mismo y volviéndose más y más débil y servil. Solo Alastair lo comprendía. Aprendió que los fuertes estaban por encima de los débiles; que era responsabilidad de aquellos con habilidad e inteligencia darle forma al mundo.

—Tremayne ha mentido —dijo Pam—. Todo lo que ha dicho es mentira. Sabe más de lo que está diciendo y apuesto a que sabe lo que le sucedió a ese embrión.

—Actuaba como si tuviera algo que ocultar —respondió Marie.

Pam y ella se habían quitado los uniformes y habían elegido un frecuentado restaurante para sentarse y hablar. En realidad, lo había elegido Pam; era evidente que se trataba de un local para solteros. Pam se había vestido para los hombres, como de costumbre, con un top ajustado y plateado. Aunque participaba en la conversación, Marie estaba segura de que se hallaba pendiente de los hombres de la sala y que los observaba. No era que Pam estuviera ignorándola, en realidad no. Después de años de costumbre, automáticamente escaneaba todo lugar en busca de hombres.

—Tenemos que analizar la situación —dijo Marie, hablando más para ella que para Pam—. Uno, sabemos que Keith se llevó el embrión de la clínica y que murió ese mismo día. —Levantó un segundo dedo—. Dos, sabemos que Tremayne tenía contratado a Keith en un laboratorio que cerró poco después.

—Tres. Sabemos que Tremayne está mintiendo —añadió Pam.

—Bueno, eso no lo sabemos, es solo una sospecha. Una sospecha bastante firme, pero no sabemos exactamente en qué está mintiendo, ni cuál es la verdad. Así que mejor que digamos: tres, Tremayne les pagó un sobresueldo a todos los empleados menos a Keith, cosa que según él fue elección del propio Keith. Lo que no sabemos es nada sobre la conexión entre el laboratorio de Tremayne, la elección de Keith de sacar el embrión y su muerte.

Marie se detuvo cuando el camarero llegó para retirarles los platos. Se saltaron el postre. Un trío de ejecutores ocupó una mesa cercana y atrajeron la atención de Pam. Uno de ellos la miró directamente a los ojos.

—Creo —dijo Marie— que tenemos que investigar ese laboratorio. Descubrir qué hacían, qué investigaban y por qué cerró realmente. Lo más probable es que tenga que acudir a Graceland.

—¿Graceland?

—Es un grupo de la red. Son una fuente abierta que escribe códigos gratuitamente porque creen que la propiedad intelectual debería compartirse sin pedir nada a cambio. Son los tipos que escribieron el Harmony y el Snatch. —Se fijó en que Pam no parecía comprender nada—. Han escrito algunas de las mejores herramientas de explotación de datos que se hayan creado nunca. Si puedo hacer que se interesen por nuestro problema, pronto encontrarán respuestas.

Uno de los mercs se levantó, les dijo algo a sus compañeros y después fue hacia Marie y Pam. Pam no se giró, pero esbozó una leve sonrisa. De algún modo, lo sabía.

—Bueno —dijo Pam—. Si no me necesitas...

—Diviértete. Tengo muchas cosas que hacer.

El merc saludó y Pam ocultó la sonrisa. Lo miró con estudiada indiferencia, aunque todo su cuerpo irradiaba una invitación. Era un juego, el comienzo de una compleja danza de cortejo en la que Marie no quería participar.

—¿Nueva en la ciudad? —preguntó el merc.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, sé que nunca te he visto por aquí.

Marie entornó los ojos. Pam se rió; fue una risita infantil que no se parecía en nada a ninguna risa de Pam que hubiera oído antes.

A Marie le molestó que el merc destinara toda su atención a Pam, como si ella no fuera más que parte del mobiliario. Contuvo ese sentimiento... —De todos modos no quería la atención de ese hombre—. Y se levantó.

—Hasta luego —dijo.

—Adiós —contestó Pam, sin mirarla.

—Lo siento —dijo el merc—. No pretendía estropearos la fiesta.

—Se marchaba de todos modos. Me llamo Pam.

—Soy Calvin —respondió el merc.

Marie no se quedó a oír nada más. Al salir, enlazó su visor con la caja registradora, pagó su cuenta y dejó una propina. Después, salió a la calle. Cuando caminaba de vuelta al hotel, solapó su visión con una interfaz parcial; lo suficiente para acceder a la red, pero no tanto como para meterse en el tráfico.

Si Tremayne había sabido de antemano que Keith moriría, entonces o lo había matado él o había estado involucrado con los que lo habían hecho. De ser así, de algún modo la conspiración tendría que implicar al laboratorio. Eso era lo que diría a Graceland para solicitarles ayuda.

Los chicos de Graceland ya habían hecho fortuna con el software comercial y, después, se habían hartado de las políticas corporativas y se habían retirado. Todos eran anarquistas y crackers de corazón. Marie esperaba que un misterio de encubrimientos corporativos y un posible asesinato llamaran su atención. Si no, estaría sola.

Calvin dejó que se fuera la mujer de menor estatura. Por las fotografías que Alastair le había mostrado, sabía que era Marie Coleson, pero Marie tenía más en juego y sería más difícil de asustar. Concentrarse en su amiga, Pam, sería el mejor modo de persuadirla. Por experiencia sabía que las mujeres podían soportar más fácilmente una amenaza dirigida hacia ellas mismas que una dirigida hacia alguien que les importaba.

No estaba seguro de cómo proceder. Alastair quería que se sintieran amenazadas; lo que hiciera falta para ahuyentarlas de Filadelfia. Pero eso incomodaba a Calvin. ¿Cuándo había dejado de ser un ejecutor de la ley y se había convertido en el sicario de su hermano? Ir tras Darin Kinsley era una cosa, porque ese hombre era un criminal. Ni siquiera le había importado cargarse a ese chulo de los Combs, no después de que hubiera intentando engañarlo. Pero esas dos mujeres no habían hecho nada malo. Lo más probable era que hubieran formulado alguna pregunta embarazosa sobre algo que Alastair quería enterrado.

Pam era atractiva y parecía dispuesta a flirtear. Charlaba animadamente, cautivándolo con una bonita sonrisa y una chispeante hilaridad. Calvin pidió unas bebidas e intentó igualar su entusiasmo. Por desgracia, se vio disfrutando de su compañía y cuanto más lo atraía ella, más se deprimía él. Se conocía y, por mucho que le gustara esa mujer, acabaría haciendo lo que su hermano quisiera.

—Aquí dentro hay un barullo horrible —dijo Pam.

Calvin aprovechó la oportunidad.

—¿Alguna vez has estado en Delaware Ridge?

Ella negó con la cabeza.

—Es una calle en el Rim Este con pintorescas tiendas, adoquines bajo tus pies, las luces de la ciudad a un lado y el río al otro. Muy tranquilo a esta hora de la noche.

Sus ojos eran enormes y parecían clavados en los de él.

—Suena maravilloso. Vamos.

Lo agarró del brazo de camino a la calle. Cogieron el mag para subir al Rim y fueron charlando todo el camino, comparando Norfolk con Filadelfia, y a los Ejecutores de la Seguridad con los marines. Desembarcaron al llegar a su destino. La calle estaba desierta y las tiendas cerradas, como Calvin ya sabía.

—Oye... ¿Es seguro estar aquí?—preguntó Pam, acurrucándose en su brazo.

—Aquí no hay nadie más que nosotros —contestó Calvin.

Caminaron por la calle en silencio durante un rato; la ciudad centelleaba a su derecha como un cielo nocturno invertido y el río se extendía suavemente por la oscuridad a su izquierda.

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