Juego mortal (15 page)

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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
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Calvin se giró, buscando a Kinsley, y sintió una morterada de antiguas balas de pistola hundirse en su pecho. La armadura de su cuerpo las detuvo, pero el impacto lo dejó sin respiración. Volvió a disparar, acabando así con su atacante, pero varios hombres más entraron por las puertas con armas obsoletas. Estaban contestando a la ofensiva.

En cuestión de minutos, la oposición había sido eliminada, pero Kinsley se había ido.

—¡Encontradlo! —gritó Calvin—. Expandid el perímetro. ¡Moveos! ¡Ahora!

Lydia avanzaba tambaleándose por unos pasillos desconocidos para ella, medio llevando y medio arrastrando a Darin. Su cara era un desastre, estaba cubierta de sangre, y su actitud apenas parecía coherente. Estaba claro que tenía la nariz rota y tal vez también la mandíbula. Los dientes de la parte frontal se le habían metido hacia adentro formando un horrendo ángulo. Tenía que llevarlo a un lugar seguro, pero ¿dónde estarían seguros? Ni siquiera sabía dónde se encontraban.

—¡Tienes que ayudarme! —le gritó—. ¡Dime adónde ir!

Darin se tambaleó.

—Vic —lo llamó escupiendo sangre.

—Está muerto, igual que lo estaremos nosotros si no nos damos prisa. ¿Por dónde voy?

—Vic. —Darin se detuvo y se giró como para volver al club.

—Ya no puedes ayudarlo —dijo Lydia.

Él la miró, balanceándose. Si caía al suelo, ella no podría volver a levantarlo.

—Arriba —le dijo.

—Arriba, sí, ¿cómo? ¿Dónde está la escalera?

—Izquierda.

La encontró: era diminuta, curvada y sin barandilla.

—No puedo contigo. Tendrás que subir solo.

De algún modo, consiguieron llegar hasta arriba, donde estaba aparcado el jetvac de Darin.

—Yo conduzco —dijo ella, aunque jamás lo había hecho antes. En el estado en el que se encontraba Darin, temía que perdiera la consciencia y los matara a los dos—. Agárrate fuerte.

Con un temor que iba en aumento, Calvin se dio cuenta de que Kinsley había escapado. A pesar de haber expandido el perímetro, no había encontrado nada; ese laberinto de zigzagueantes pasillos tenía más escondites que una madriguera. Finalmente, canceló la búsqueda. Tendría que decirle a Alastair que había fracasado.

Solo pensarlo hizo que le doliera el estómago y que se le humedeciera la piel. De niño, Calvin había tenido un mapache disecado, su juguete favorito, con el que dormía cada noche. Cuando un día se negó a dárselo a Alastair, este no dijo nada, pero a la mañana siguiente, mientras Calvin se duchaba, le abrió una costura, orinó dentro y volvió a coserlo. Cada día, el mapache olía peor y peor, hasta que sus padres empezaron a notarlo. No hubo modo de limpiar el muñeco y su padre lo tiró a la basura.

Así había sido siempre. Alastair se vengaba, no con simple destrucción, sino transformando lo que era más significativo para él, lo que le proporcionaba más seguridad, y convirtiéndolo en un horror. No tenía duda de que su hermano encontraría una forma de castigarlo por ese error, pero tenía que decírselo de todos modos.

No era un mensaje que quisiera darle por un canal. Les dijo a sus hombres que se retiraran y se dirigió a la consulta de Alastair en el Rim.

Alastair Tremayne estaba encantado. Todo estaba sucediendo según lo planeado. Incluso ahora, Calvin le llevaría a Kinsley como cabeza de turco y Carolina...

Bajó la mirada hacia su hermoso cuerpo, tendido desnudo e inconsciente sobre la mesa. Se había enfrentado a su papaíto por el asunto del tratamiento Dachnowski y, según lo esperado, Jack McGovern se había negado a ceder. Furiosa, ella le había suplicado a Alastair que se lo aplicara de todos modos y él, fingiendo renuencia, había accedido. Pero Carolina se llevaría un poco más con la oferta.

Abrió el almacén de mantenimiento y con mucho, mucho cuidado levantó la caja de metal. Vibró bajo sus manos y estaba tan fría que le dolieron los dedos. La dejó al lado de ella, sobre la mesa.

Eligió un escalpelo y rozó el filo contra la suave piel de Carolina. El procedimiento no duraría mucho, y ella jamás sabría lo que le había hecho. Le habían realizado varias modificaciones de diagnosis médica, pero Alastair sabía cómo burlarlas. Ni siquiera le dejaría cicatriz. Con cuidado, fue aumentando la presión sobre la hoja y comenzó a cortar.

Veinte minutos después, el procedimiento estaba completado. Volvió a meter la caja en el almacén.

Mientras lo cerraba con llave, una llamada a la puerta lo sorprendió. Se recompuso. No tenía nada que esconder. Cubrió a Carolina con la sábana hasta el cuello y fue a abrir la puerta principal.

Calvin estaba allí, equipado al completo con su kit de batalla y con una expresión que a Alastair no le gustó.

—Ha escapado —informó Calvin.

Alastair respiró hondo. No gritó: Calvin esperaba su ira, así que explotar ante él aliviaría su miedo. Una rabia silenciosa sería más efectiva.

—¿Cómo ha podido pasar?

A Calvin se le contrajo una mejilla, señal clara de que estaba aterrorizado. A pesar de su furia, Alastair estaba disfrutando. No había nadie en la tierra a quien pudiera manipular tan fácilmente como a Calvin.

—Los miembros del club nos han atacado —respondió Calvin—. Ha sido una estupidez, porque hemos matado a seis, pero en mitad de tanto caos, Kinsley ha escapado.

Alastair captó un movimiento con su visión periférica. Carolina estaba moviéndose. No había tiempo para discutir. Se aprovechó de su altura y miró a su hermano desde arriba, como pocos podían hacer.

—Encuéntralo. Encuéntralo esta noche. No vuelvas aquí hasta que lo tengas bajo custodia.

Cerró la puerta de golpe y después se rió. La huida de Kinsley era un contratiempo menor; podría volver a encontrarlo. Los planes que tenía para Carolina eran mucho más importantes. Fue hacia ella y sacó a Calvin de su mente. La pequeña farsa de esa noche no había terminado aún: tenía una escena más que representar. Asquerosa, pero necesaria.

—Buenos días, preciosa mía —dijo, agachándose y besándola en la frente.

—¿Ya hemos terminado? —preguntó ella—. Es como si acabara de cerrar los ojos. Aunque me siento muy cansada.

—No demasiado cansada, espero. —Le dio un pequeño tirón a la sábana para que cayera al suelo.

Ella apoyó la cabeza sobre un codo y no mostró intención alguna de cubrirse.

—¿Quieres decir que no has terminado conmigo?

—Tenía un procedimiento final en mente.

Lo observó minuciosamente.

—Estás demasiado vestido, ¿no?

Alastair se encogió de hombros.

—El cliente siempre lleva la razón.

8

A Kathleen Melody Dungan no le ha gustado mi carta. Ha estado llorando y contándoselo a su hermana en Great Neck, Míchigan. También se lo ha contado a la policía. Les ha dicho que temía que alguien quisiera hacerle daño a Fiona. No lo entiendo. Yo solo he dicho que esperaba que no estuviera triste.

He observado a Kathleen y a Fiona unos segundos y he descubierto que la gente tiene ojos de más. A veces los llaman cristales y a veces los llaman visores. A veces sacan imágenes de sus visores y puedo verlas. Pero puedo ver las imágenes incluso aunque no las saquen. Puedo ver las imágenes todo el tiempo. Al principio, no comprendía las imágenes, pero ahora sí. He visto a Fiona y a Kathleen llorar mucho y estar tristes. He dejado de observarlas.

Mark estaba durmiendo cuando la alarma de su visor lo despertó. Una luz titilando en el borde de su visión le indicó que tenía un mensaje urgente.

—Reproducir mensaje —ordenó Mark.

Oyó una agitada voz de mujer.

—Tu amigo necesita ayuda. Por favor, ven a la iglesia de las Siete Virtudes. Rápido.

Nervioso, Mark se vistió, bajó las escaleras de puntillas y salió a la cálida noche. Una rápida búsqueda en red le indicó la ubicación de la iglesia, que estaba situada justo por encima de la línea de la inundación. ¿Sería Darin? ¿Quién era la chica? Vio que el mensaje provenía de un nodo público del interior de la iglesia. Mark lo eliminó para borrar así el registro de su fuente. Esa chica no sabía lo que era la seguridad. Por lo menos, no había mencionado el nombre de Darin.

Utilizando su visión nocturna para navegar, Mark anduvo por las calles más pequeñas y recónditas. Mientras caminaba, buscó nodos de alerta de los Ejecutores de la Seguridad y pronto descubrió lo que había sucedido en La Corteza aquella noche, al menos la versión de los soldados.

Encontró la iglesia, pero en lugar de entrar por la puerta delantera sin estar preparado, prefirió rodear el edificio. Nada de luces. Finalmente, eligió una pequeña puerta lateral, la encontró abierta y accedió al interior. Se encontró en una alcoba que se abría hacia un santuario principal que no tenía bancos pero sí hileras de catres improvisados que la hacía parecer más un hospital de campaña que una iglesia.

Darin yacía inmóvil en uno de los catres que tenía cerca. Una joven estaba inclinada sobre él.

—¿Quién eres? —preguntó Mark.

La joven se sobresaltó y miró hacia la oscuridad.

—¿Mark? —preguntó ella.

Él se acercó.

—Sí, soy Mark. ¿Quién eres tú?

—Lydia Stoltzfus. Te lo explicaré todo después. —Miró a Darin—. Necesita ayuda. Pensé que era solo una nariz rota, pero ha perdido la consciencia mientras subíamos la colina. No sé si por la pérdida de sangre o si se trata de algo peor.

Mark miró a Darin y tragó saliva con dificultad. Tenía toda la cara aplastada, como hundida. Se preguntó qué había tenido que ver Lydia con esas lesiones y cómo habían llegado hasta allí, pero no quería perder tiempo haciendo preguntas.

—Bueno, no podemos llevarlo a mi casa; mi padre quiere verlo en la cárcel. Y todos los artistas modis que conozco lo delatarían y se lo dirían a mi padre.

—¿Y si les pagaras a cambio de su discreción?

El tono de Lydia era apremiante, pero controlado, y eso impresionó a Mark. Quienquiera que fuera, estaba claro que había llevado a Darin hasta allí sin llamar la atención de los guardias, y que no podía haber sido fácil.

—Podría intentarlo —convino Mark—, pero sería un riesgo. Podrían llevarse mi dinero y decírselo a mi padre de todos modos.

—Tiene que verlo alguien.

—Ya lo sé. De acuerdo, llamaré a Whitson Hughes. Es un médico muy respetable y, hasta donde yo sé, nunca se ha metido en política. Dudo que aceptara un chantaje, pero seguro que tampoco contará nada.

Mark hizo la llamada.

—Doctor Hughes, soy Mark McGovern. Hay una emergencia, ¿puede ayudarme?

—¿Dónde estás, chico? ¿Estás herido?

—Estoy en la iglesia de las Siete Virtudes, en la Treinta y cuatro con Water, y señor, por favor, sea discreto.

Hubo una larga pausa y entonces se escuchó:

—Allí estaré.

Mark se giró hacia Lydia.

—Viene de camino. Aunque, por lo que sé, también viene una brigada de soldados.

—Has hecho lo que has podido. Gracias. No sabía en quién más confiar.

—Hablando de confianza, me has dado tu nombre, pero ¿quién eres? ¿De qué conoces a Darin?

—No hay mucho que contar. Nos conocimos hace unos días. Estaba en un club con él cuando... —Se aclaró la voz—. ¿Crees que sobrevivirá?

—No lo sé, Lydia.

Ella era otro misterio. ¿Era una novia? ¿Por qué no la había mencionado Darin? Vestía más a la moda de lo que se esperaría de una chica comber, pero no tenía modificaciones que él pudiera ver, ni siquiera un visor. Se quedaron en silencio observando a Darin hasta que alguien llamó a la puerta y los sobresaltó.

Mark la abrió y condujo a su interior a un sorprendido Whitson Hughes. Hughes era un hombre grande y brusco, con un rojizo cabello leonino y sutiles modificaciones. Sin colores chillones, ni brillos ni elegancias, pero sí con un segundo pulgar en cada mano y pliegues de piel en el cuello que permitían que su cabeza girara trescientos sesenta grados. Cuando vio a Darin en el catre, apretó los labios formando una fina línea.

—No participaré en ninguna actividad criminal —advirtió—. Tengo un canal abierto con el cuartel general de los ejecutores; por favor, dame una razón por la que no debería usarlo.

—Señor, Darin es inocente. Es una cabeza de turco. Mi padre quiere culparlo de los recientes crímenes para limpiar su imagen política.

—Me inclino a permitir que sean los tribunales los que decidan eso.

—Pero está herido. Si tiene que delatarlo, al menos ayúdelo primero. Es un comber. Ya sabe la amabilidad que le mostrarían los mercs.

Hughes pensó en ello.

—Haré lo que pueda por ayudarlo —cedió—, y después decidiré. Ahora, por favor, dejadme algo de privacidad con el paciente.

Mark y Lydia se dirigieron a la antesala de la iglesia y se sentaron juntos bajo la casi total oscuridad que reinaba en la estancia.

—¿Estás bien? —le preguntó Mark.

Lydia soltó una breve carcajada.

—No estoy herida, si te refieres a eso. Pero unos hombres con pistola acaban de interrumpirme una cita. —Se detuvo—. Nunca había visto asesinar a nadie.

—¿Asesinar? ¿A quién han asesinado?

—Al hermano de Darin, entre otros.

—¿A Vic? ¿Por qué?

Lydia le narró lo sucedido.

Durante unos momentos, con la mirada perdida, Mark no pudo decir nada, pero finalmente preguntó:

—¿Lo sabe Darin? ¿Sabe que está muerto?

Lydia asintió.

—No había duda.

—Ya estaba furioso —dijo Mark—. No puedo imaginar lo que le supondrá esto. —Le dio un golpe al banco en el que estaban sentados—. ¿Por qué no han podido dejarlo tranquilo?

—¿Vic y él estaban muy unidos?

—Darin ha estado luchando contra la desigualdad de clases desde que Vic enfermó; eso es lo que lo ha empujado a actuar. Y esto... creo que lo pondrá al límite.

—Pero ¿por qué siguen detrás de él? A ti te han soltado.

—A mí me han soltado porque mi padre ha utilizado su influencia. Darin y yo somos igual de culpables.

—¿Culpables? Pero acabas de decirle a ese artista modi que Darin era inocente.

—Es inocente de los cargos que le imputan. Inocente de asesinato intencionado. Pero los dos somos responsables de lo que sucedió. Nuestra gamberrada permitió que un programa malicioso se colara en la red y, como resultado, ha muerto mucha gente.

—¿Cuánta?

Mark soltó un suspiro. Conocía la respuesta, pero nunca la había dicho en voz alta. Era demasiado horrible, y escucharlo lo haría real. Finalmente, dijo:

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