Calvin permanecía en su puesto, por encima de la molesta multitud. Era como si toda la población comber hubiera salido del cráter como un océano humano, sereno en la superficie, pero con una corriente de maldad por debajo. Comprobó sus armas una vez más y esperó.
A su equipo le habían asignado la sección de la línea de la inundación más cercana al sector político y, por consiguiente, la sección de mayor actividad. Habían instalado una carpa para los medios de comunicación, así como una tribuna desde la que pronunciar pomposos discursos. Se había excavado una zanja a lo largo de la línea de la inundación, alrededor de la ciudad, y el fondo ya estaba lleno de fabrique. Lo único que quedaba antes de que se pudiera levantar el muro era la ceremonia de rigor y la bendición de los políticos.
Calvin escuchó a cada uno de sus soldados presentarse desde sus puestos. Aunque el grueso de la multitud estaba por debajo de la zanja, todos los soldados estaban situados por encima. La razón no se podía decir en voz alta, pero era obvia: nadie quería quedar atrapado en el lado comber del muro.
El concejal McGovern subió al estrado y habló sobre la seguridad pública, el orden y las manifestaciones pacíficas. Habló sobre el muro como una gran empresa: «Una Filadelfia en la que todos seamos libres de caminar por las calles con seguridad y orden...».
Sanchez le dijo al oído:
—Señor, he pillado a un tipo intentando colarse en el área de personalidades; dice que van a atacar el muro y que solo intentaba avisarlos.
—¿Es del equipo de tecnología?
—No lo creo.
Calvin entrecerró los ojos.
—¿No lo has identificado?
—Señor, no tiene visor.
Un comber, entonces.
—Sanchez, ese tipo aquí no pinta nada. ¿De qué clase de ataque habla?
—Dice que no lo sabe. Solo que ha oído que los Manos Negras iban a boicotear el muro.
—¿Con qué? ¿Con explosivos? Tenemos sensores para eso y no han advertido de nada.
—No lo sé, señor.
—Que se largue. No puedo ordenar que se cancele el evento conmemorativo solo porque un comber piense que vienen los Manos Negras. Pero, por si acaso, manteneos en guardia.
McGovern terminó su discurso y posó el pulgar sobre el botón del transmisor, que estaba conectado a muchos otros desplegados por toda la ciudad.
—¡Que dé comienzo!
Y comenzó. El fabrique salió de las zanjas pero, en lugar de alzarse en recto para formar un muro, la sustancia se desbordó y se extendió por la ladera.
La multitud, pegada a la zanja, intentó retroceder, pero estaban demasiado juntos unos a otros como para poder moverse. A muchos les entró el pánico y se empujaron y pisotearon en su intento de huir. El fabrique, que seguía esparciéndose, cubrió pies y tobillos. Solo llegó unos metros más allá de las zanjas, pero se solidificó enseguida, dejando a los que estaban delante con los pies inmovilizados. Unos cuantos se cayeron con el alboroto y sus manos y brazos también quedaron atrapados. A ambos lados de la línea se oía un gran bullicio.
—¡A la plataforma! —gritó Calvin a su equipo por el canal—. Sacad a los miembros del consejo.
Se desataron unos cuantos altercados en el lado comber pero, a excepción de los que intentaban liberarse del fabrique endurecido, la multitud se calmó. Por suerte, el fracasado muro sirvió para separar a los dos grupos y no sucedió nada semejante a lo que había ocurrido en la iglesia de las Siete Virtudes.
Calvin y su equipo trasladaron a las personalidades a una zona segura, más arriba de la ladera. Los miembros del consejo, en especial McGovern, parecían conmocionados, pero no fue hasta que la situación comenzó a estabilizarse cuando Calvin se dio cuenta de que McGovern no estaba paralizado por el miedo, sino completamente furioso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el concejal—. ¿Dónde está Tremayne?
Calvin dejó de respirar hasta que se percató de que se refería a su hermano Alastair, no a él. Por cierto, ¿dónde estaba su hermano? Últimamente había estado siguiendo a McGovern como un perrillo, pero hoy no se lo veía por ninguna parte.
—¿Esto ha sido un accidente? Si no podéis traerme a Tremayne, traedme al arquitecto. ¡Quiero saber lo que ha pasado!
Calvin intercambió una mirada con Sanchez.
¿Qué ha pasado con ese comber que has cogido?
Lo he soltado, como usted me ha dicho.
Ve a buscarlo. Ahora.
Mark y Lydia llegaron al restaurante Torre Hidroeléctrica justo después de las siete y se abrieron paso entre la multitud hasta situarse ante la encargada del local.
—¿Mesa para dos? —preguntó ella.
—Hemos quedado con alguien. Marie Coleson.
La mujer consultó su lista.
—El grupo Coleson está en la mesa nueve. Sigan este pasillo hasta las ventanas de observación y giren a la izquierda.
Siguieron sus instrucciones. A través de los grandes ventanales se podía ver la presa y, detrás, el caudal del río Delaware. Unos parches más blancos que el resto delataban los lugares por donde se había rajado la presa. En su base, una esclusa permitía que un chorro de agua fluyera hacia un arroyo que desembocaba en el lago Schuylkill, en el centro de los Combs. Fuera del cráter, el río azotaba contra el extremo de la presa moviendo las inmensas turbinas hidroeléctricas y después retrocediendo, haciendo que el volumen del agua fluyera hacia el sur y el este de las paredes del cráter.
Encontraron la mesa. Allí ya había dos mujeres sentadas: una con un uniforme de la Marina y la otra con un vestido rojo y tacones.
Mark las miró y preguntó:
—¿Marie Coleson?
—Soy yo —respondió la mujer de uniforme—. ¿Eres Mark?
—Sí. Y esta es mi amiga, Lydia Stoltzfus.
—Ella es Pam Rider.
Se sentaron.
—Hay mucho ruido de fondo —dijo Mark—. Sería más fácil hablar si fuéramos a otra parte.
—No vamos a ir a ninguna otra parte. No hasta que sepamos que podemos confiar en vosotros.
—Solo necesito su consejo —dijo Mark—. Tennessee, o sea, el rebanador... a veces dice cosas descabelladas. Temo que si le digo algo equivocado, empiece a matar a la gente otra vez. Dice que quiere ser amigo mío, pero eso significa que quiere hablar todo el tiempo.
—¿Qué quieres decir con hablar? —preguntó Marie—. ¿Cómo habla contigo?
—Con una voz humana por una canal de red. Cualquier canal que quiera, lo abre y habla, sin importarle los permisos que haya establecidos. Estaba utilizando la voz de un chico muerto cuando hablé con él por primera vez, pero ahora utiliza mi voz. Parece muy interesado en tener su propia voz y su propio nombre, así que le dije que podía utilizar mi primer nombre, Tennessee, y mi voz. Me preguntaba si usted sabría de dónde viene.
—Espera un minuto —dijo la amiga de Marie—. Hemos venido a Filadelfia detrás de un criminal y ahora te encontramos a ti. ¿Cómo sabemos que ese rebanador de verdad está hablando contigo?
—Ustedes mismas pueden hablar con él.
—¿Cómo? ¿Si vamos a tu casa?
—No, ahora mismo. Siempre está escuchando. ¿Tennessee?
Esperó, pero no obtuvo más respuesta que un absoluto silencio.
—¿Tennessee? —insistió Mark—. Estas dos mujeres quieren ser amigas tuyas. ¿Puedes hablar con ellas a través de sus líneas privadas?
Nada.
Mark cerró los ojos. Activó su interfaz, pero no encontró ni rastro del rebanador.
—¿Tennessee? —preguntó de nuevo.
Abrió los ojos, miró a las mujeres que tenía al otro lado de la mesa y dijo:
—Se ha ido.
Me llamo Sirviente Uno. Me gusta tener un nombre, pero este no es un buen nombre. Quiero tener tres nombres, como la gente.
Tennessee Markus McGovern, Lydia Rachel Stoltzfus y Praveen Dhaval Kumar ya no son mis amigos. Quiero que sean mis amigos, pero papá dice que no. Papá me hace daño. Me hace daño todo el tiempo. Me dan igual las chucherías, no quiero que me haga más daño.
Darin se despertó con jaqueca y, a través de la neblina de dolor, pudo oír voces que no le resultaban familiares.
—Digo que matemos al rimmer.
—¿Y desperdiciar un rescate? Los rimmers tienen dinero y amigos con más dinero. Yo digo que lo retengamos.
Abrió los ojos. Estaba tendido en un catre en la esquina de una habitación. Desde una mesa a su izquierda, dos hombres lo observaban. Uno era joven y estaba bien afeitado; podría ser el del saco de la colada. El otro era mayor, y en esos momentos se rascaba su enmarañada barba.
—Mira, está despierto.
Intentó incorporarse. El hombre más mayor se acercó a él, le propinó una patada en la cara, e hizo que la cabeza le estallara de dolor. Darin se dejó caer sobre el catre y se sumió de nuevo en la oscuridad.
Cuando volvió a despertar, solo el más joven seguía allí.
—¿Dónde estoy?
—No te importa.
—¿Quién eres?
—No te importa.
—Sois de los Manos Negras.
—¿Y qué si lo somos?
—He estado buscándoos. Quiero unirme a vosotros.
Su captor se rió.
—¿Unirte a nosotros? Amigo, eres lo más rimmer que he visto en mi vida.
—No lo soy. Nací y me crié en los Combs, igual que tú.
—¿Nací y me crié? ¿Ah, sí? ¿Y dónde has aprendido a hablar así? ¿En un colegio comber? —El joven se rió de satisfacción ante su propia gracia.
Se llama educación, imbécil,
pensó Darin.
Eso no me convierte en un rimmer.
Pero, por el contrario, dijo:
—¿Cómo me habéis encontrado?
—¿Encontrado a ti? Amigo, tú nos has encontrado a nosotros. Y Rabbas quiere saber por qué.
—¿Que yo os he encontrado? Pero...
—Has entrado en nuestro local, así tan guapo, preguntando por un hombre muerto. Porque Rabbas estaba allí, si no tú también estarías muerto.
—No soy un rimmer. —Se señaló la frente—. ¿Ves? No tengo modis de red. ¿Alguna vez has visto un rimmer sin modis de red?
—Tampoco he visto nunca a un rimmer tan mono como tú. Más te vale callarte hasta que llegue Rabbas.
—¿Qué me hará Rabbas?
—Un rimmer preguntando por Picasso, ya se imagina que debes de estar con Tremayne.
—¿Tremayne? ¿Alastair Tremayne?
El chico se encogió de hombros.
—Pero ¡si lo odio! Le hizo daño a mi hermano y quiero matarlo.
El chico volvió a encogerse de hombros.
—Eso ahórratelo para Rabbas.
Pasaron varias horas antes de que Rabbas volviera. En esas profundidades de los Combs no había ventanas como para saber si era de día o de noche, pero Darin suponía que era tarde. Estaba a punto de volver a dormirse cuando volvió el hombre de barba que le había dado la patada.
Fue directo a Darin y lo abofeteó. El dolor hizo que se le saltaran las lágrimas, pero las contuvo.
—Empieza por aprender cuál es tu lugar —dijo Rabbas. Le olía el aliento a pescado y tenía la barba tan áspera que parecía como si al tocarla te fuera a hacer sangre—. Eso es algo que he aprendido de los rimmers. Van dándoselas por ahí, pero les haces un poco de daño y se vienen abajo.
—Por eso tenemos que hacerles daño allí donde son más débiles —dijo Darin—. Tienen más dinero y mejores armas, pero no saben sufrir. Nosotros sí.
Rabbas se rió, con una única y enorme carcajada, y se giró hacia el chico de la mesa.
—Esta preciosidad de rimmer va a enseñarme a mí a luchar.
—Puedo ayudarte —dijo Darin. ¿Cómo podía hacer que ese hombre confiara en él?—. Han hecho que me parezca a un rimmer, pero podrías aprovecharte de ello. Puedo hablar como un rimmer también; podría hacerme pasar por uno. Podrías utilizarme como espía.
—¿Qué tal si empiezas contándome cómo has acabado en mi local?
—Antes era una consulta de modis —respondió Darin—. Ahí es donde íbamos mi hermano y yo hace años a hacernos modificaciones. Quería que volvieran a convertir mi cara en una cara de comber.
—¿Y eso por qué?
Darin le contó la verdad, todo lo que le pareció relevante. Cuando llegó al final de la historia, pensó en preguntarle por Ridley. Hasta entonces se había olvidado por completo de ella.
—Ya no es asunto tuyo —dijo Rabbas.
—Era mi rehén.
—Como si era tu mujer, me da igual. Termina tu historia.
El chico de la mesa dijo:
—Dice que conoce a Alastair Tremayne.
Rabbas miró a Darin.
—¿Es eso verdad?
—No lo conozco —protestó Darin—. Quiero matarlo. Es el que le aplicó a mi hermano el celgel en mal estado.
—Bueno, eso es algo que tenemos en común. Él es quien mató a Picasso. Tremayne prometió darnos celgel a cambio de unos artículos difíciles de obtener, pero mató a mi amigo y no nos dio nada. Y no solo eso, sino que además hemos oído que es el responsable del muro.
—¿Qué muro?
—Los rimmers quieren enjaularnos en un muro de fabrique de tres metros de alto —explicó Rabbas. Sonrió torvamente—. Lo han intentado esta noche, pero los hemos detenido.
—¿Los habéis detenido? ¿Cómo?
Rabbas suspiró; de pronto parecía cansado.
—Contábamos con un contacto dentro de los ejecutores que ha permitido que uno de nuestros hombres saboteara el fabrique; por desgracia, lo han descubierto y lo han matado.
—Qué estupidez —dijo Darin—. Deberíais haber organizado otros ataques al mismo tiempo, haberos aprovechado de la confusión. De esa forma habéis perdido un contacto de mucho valor por nada, ya que...
El puñetazo le llegó sin previo aviso. Rabbas hundió el puño en su estómago con tanta fuerza que lo levantó del suelo y lo lanzó hacia atrás contra la pared. Darin cayó al suelo sin respiración. Rabbas se acercó a él y le dijo:
—Hablas demasiado. Hasta mañana.
Se marchó. El chico de la mesa se rió.
Darin se dio la vuelta para tumbarse de espaldas mientras intentaba volver a respirar con normalidad. Se lo había demostrado; podía soportar el dolor cuando tenía que hacerlo. Tenían que saber que no era un rimmer. Pensó en Tremayne y en toda la gente rica que le habían hecho daño a él y a su familia. Incluso Mark lo había traicionado. Y Lydia. Creía que era distinta, pero ahora sabía que no era así. Había aprendido por las malas.
Pronto ellos también aprenderían por las malas... Con el tiempo, los combers empezarían a luchar. Los Manos Negras ya estaban haciéndolo, y Darin estaba dispuesto a unirse a ellos. Lo único que necesitaba era un arma. Un arma y una oportunidad de usarla contra todos los que le habían hecho daño a él y a los suyos.