Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Pues la España que los españoles queramos, sin presiones de ningún tipo, sin condicionamientos históricos, sin uniones forzadas, sin dirigentes elegidos por la divina providencia, sin miedo al futuro. ¿Cuál es nuestro primer problema?: el terrorismo, los nacionalismos, las relaciones entre sus diferentes pueblos y naciones… pues empecemos por ahí a presentar propuestas y soluciones. Quieren que me moje y suelte algunas, pues ahí van.
El Estado español del futuro deberemos conformarlo como un Estado federal de nuevo cuño, como una entidad política avanzada y descentralizada al máximo, que podríamos definir como federal en la forma y confederal en el fondo. Republicana, por supuesto (sólo nos faltaba a los españoles del siglo XXI seguir aguantando al Borbón de relevo y a toda su extensa y extraña familia pegándose la gran vida y sin pegar un palo al agua otros treinta años) y formada por una serie de Estados nacionales soberanos (en principio, las antiguas Autonomías aunque, obviamente, algunas de ellas, tras la oportuna consulta a sus ciudadanos, podrían fusionarse con otras cercanas territorial, económica, histórica y culturalmente, para constituir Entes peninsulares homogéneos y con identidad política definida) que pactarían asociarse entre sí en igualdad de condiciones dentro del superior marco de la UE y sujetándose, de momento, a tres principios o parámetros básicos:
* La defensa exterior de la Federación hasta que la UE se haga cargo de ella con sus futuras Fuerzas Armadas continentales.
* La política exterior en general y la política de relación con la propia Unión Europea y sus Estados miembros hasta que en los últimos años de la próxima década (en principio 2017) el nuevo Tratado de Lisboa (u otro que pueda sustituirlo en el futuro) asuma completamente la política exterior y de seguridad común, hoy en día todavía inexistente.
* La solidaridad pactada, y desde ese mismo momento exigible, entre los distintos Estados federados que, con arreglo a sus distintos niveles de desarrollo y riqueza, deberán contribuir al equilibrado progreso material e institucional del conjunto de la Federación.
La disyuntiva, para cualquiera que piense un poco en estas cosas, se presenta clarísima: o creamos nuevos lazos, mucho más elásticos y flexibles, que nos permitan mantener cierta cohesión en el conjunto de esta España que se nos muere e impida la explosión política y social en una buena parte de ella (nada descabellado a día de hoy como intuyen no ya sólo los políticos sino el simple ciudadano de la calle) o, rotos por la fuerza de la historia los viejos y férreos grilletes del pasado, pronto todos nos iremos al garete. La elección, amigos, no puede ser otra: unámonos todos (en una unión suave, moderna, no avalada por la fuerza como antes, echando mano de la multitud de mecanismos políticos que existen para hacerlo en este globalizado mundo del siglo XXI que acabamos de estrenar) desde la aceptación del otro como es, con su identidad, su lengua, su historia y hasta con sus orgullos y defectos; seamos solidarios y comprensivos con nuestros forzados compatriotas de antes y avancemos al unísono, con la fortaleza que da la unión aceptada y consentida, dentro de una Unión Europea que, querámoslo o no, hace ya tiempo que nos «robó» la mayor parte de nuestra antigua y preciada soberanía. Y con ello la propia pervivencia futura de una mítica España (la de nuestros antepasados) que algunos políticos en estos tiempos nuevos, con afán rencoroso y hasta suicida, se empeñan en mantener como sea, bien en la UVI política y social, en el coma irreversible que apunta por el horizonte e, incluso, momificándola con preciosas esencias patrioteras para que resucite, esplendorosa y joven, cuando «vuelva a reír la primavera».
¿Y qué denominación podría adoptar esta nueva entidad política y federal ibérica? Como conjunto de Estados soberanos voluntariamente asociados en el marco de una nueva organización política, institucional y territorial, miembro a su vez de una Unidad continental europea, ésta podría denominarse Comunidad Ibérica de Naciones (CIN), Confederación de Estados Ibéricos (CEI), Federación Ibérica… o de cualquier otra manera que dejara constancia de su carácter, federal/confederal, republicano, asociativo al mismo nivel, no centralizado, radicado en la Península Ibérica, y con vocación de integrar en ella la totalidad de pueblos, naciones, nacionalidades y regiones que hoy en día están asentadas en este singular espacio geopolítico del suroeste de Europa. Porque, y ésta es otra singularidad de la propuesta que a través de estas líneas me permito hacer al pueblo español, lo lógico, deseable y políticamente correcto sería que, conformada la nueva comunidad ibérica de naciones no más tarde de 2014, a partir de ese mismo año sus dirigentes empezaran a trabajar para tratar de incluir en ella, con los mismos derechos y obligaciones, a Portugal y Gibraltar (sí, sí, he dicho Gibraltar, timoratos y pesimistas abstenerse) no más tarde de 2016; con lo que la nueva Comunidad o Confederación Ibérica de Naciones se convertiría en un ente político, económico y demográfico (casi 60 millones de habitantes) de primera magnitud, en la primera potencia comunitaria del sur de Europa y en uno de los pilares de la futura Unión Europea.
¿Qué? ¿Que algún lector español no se lo cree? ¿Qué soñar no cuesta dinero y que esta milonga que acabo de contarles es irrealizable y producto de una pesadilla de verano? ¿Una República española de carácter federal/confederal, formada por Estados soberanos unidos exclusivamente por su voluntad y su solidaridad en lugar de por la fuerza de las armas del poderoso Madrid, y encima integrada en una entidad supranacional ibérica con Portugal y Gibraltar de compañeros de fatigas? Comprendo que alguno, tal vez muchos de mis compatriotas y también, si me leen, bastantes ciudadanos de aquellos viejos Estados/Nación tradicionalmente «enemigos» políticos nuestros en la Europa de antaño, se muestren escépticos, sonrían y pasen pagina en este libro que está a punto de llegar a su fin, después de haberles enseñado muchas, muchísimas cosas, del último rey que, con toda probabilidad va a reinar en este país: Juan Carlos de Borbón y Borbón.
Pero yo diría algo más, que he recordado parcialmente hace un momento, y que quizá muchos lectores desconocen más que nada por razones de edad: En el año 1989 este modesto autor, investigador, historiador, militar y sin duda pionero en multitud de campos, sobre todo en los que conoce en profundidad, se permitió hacerle a la sociedad española, como ahora con sus escritos y su palabra, una arriesgadísima propuesta en el terreno militar, si cabe más revolucionaria que la que acaba de formular en el terreno político: Acabar con la «mili» obligatoria en España, con doscientos años de existencia y defendida al alimón, con uñas y dientes, por los generales franquistas de la cúpula militar y el Partido Socialista Obrero Español en el poder, y crear, en su lugar, un Ejército profesional reducido (80.000 soldados), moderno, eficaz, polivalente y digno de una sociedad avanzada y democrática.
Muchos políticos no me creyeron, me atacaron; los generales franquistas y retrógrados de un Ejército obsoleto y golpista, me metieron en prisión castrense; mis compañeros de profesión, aún dándome la razón, por puro y simple miedo me abandonaron… sólo la ciudadanía y los medios de comunicación me arroparon incondicionalmente y difundieron mis ideas y mis propuestas. Siete años después, en 1996, el Gobierno español, el del Partido Popular, asumía mis ideas, abolía el servicio militar obligatorio y creaba un Ejército profesional; aunque, ¡cosas de este país!, no haya sabido luego hacerlo bien y en condiciones, pero esa es otra cuestión.
O sea, amigo lector, que uno está con la moral más bien alta. ¿Sucederá algo parecido ahora con esta vanguardista propuesta política que sin duda hará flipar a más de uno, enfadarse mucho a otros y hasta despertar instintos patrióticos guerreros en la extrema derecha que puede ponerse a gritar con desconsuelo: ¡Que nos quieren destruir España!
No se trata evidentemente de eso, sino de solucionar de una vez nuestros problemas endémicos de convivencia e identidad y, además, prepararnos política y socialmente para que este viejo país ibérico siga siendo algo importante en la Europa del futuro y en el mundo globalizado que nos va a tocar vivir.
Cambio un poco de tercio. Al principio del presente capítulo señalaba que el ineludible cambio de ciclo político que nos espera quizá había comenzado ya. Y sin duda es así. En los últimos años se han sucedido algunos eventos que avalan esta tesis. Como las magnas manifestaciones contra la guerra de Irak del año 2005, que millones de españoles aprovecharon para proclamar también su espíritu republicano sacando a pasear miles de banderas tricolores. Y de forma muy especial, las grandes concentraciones por la República celebradas en Madrid el 22 de abril de 2006 (20.000 manifestantes) y 14 de abril de 2007 (15.000 manifestantes). Sin olvidar los acontecimientos que señalaba al comienzo del presente capítulo, no especialmente pacíficos, protagonizados por grupos de independentistas catalanes que a lo largo de los meses de septiembre y octubre de 2007, sin que la policía llegara a intervenir, quemaron repetidamente en la plaza pública fotografías de los monarcas españoles, insultándoles y amenazándoles de muerte si se atrevían a volver alguna vez a su tierra. Iniciándose así una campaña antimonárquica a nivel nacional que no ha parado desde entonces y que es muy probable no lo haga hasta que el último Borbón (el campechano
Juanito
de nuestra historia, que en 2007 vivió su particular
annus horribilis
teniendo que organizar con urgencia sendas «fiestas de la banderita» en Ceuta y Melilla y un lamentable rifirrafe diplomático con Venezuela y demás socialismos de nuevo cuño emergentes en Latinoamérica para tratar de recuperar su alicaída reputación personal) coja sus bártulos (los alabarderos no, por favor, que no caben en el helicóptero) y salga precipitadamente de este país hacia su dorado exilio europeo (Suiza, quizá, por aquello de las cuentas).
A la primera de las dos grandes manifestaciones «legales» por la III República española, que acabo de señalar, tuve el honor de asistir vestido con uniforme militar de gala (para rendir homenaje a los miles de combatientes republicanos muertos en lucha contra el fascismo), ocupando un lugar de honor en su presidencia y portando con orgullo una gran bandera tricolor. La cosa le debió parecer tan insólita y grave al poder político y mediático del sistema que ni una mínima referencia a tal acto sería recogida en los días siguientes en las páginas de los periódicos o en los telediarios. Los plomos de la censura, todavía imperante en este país, saltaron una vez más por los aires de una democracia que sigue haciendo aguas por todas partes. A los 20.000 republicanos de Madrid, que el 22 de abril de 2006 desfilamos por la calle de Alcalá, entre un mar de banderas y un tsunami de corazones esperanzados en el mañana, nos convirtieron por decreto en fantasmas; no habíamos existido, no habíamos estado nunca allí…
Pero da igual, ya claudicarán, ya cederán. El mañana es nuestro. Como magistralmente dijo el poeta:
…podrán cortar todas las flores
pero no podrán detener la primavera.
Don Juan de Borbón se vio obligado a aceptar las condiciones de Franco respecto a la educación de su hijo, el príncipe Juan Carlos. El tiempo les separaría, al traicionar don Juan Carlos la confianza de su padre.
Adolfo Suárez, el presidente de la transición, se vio obligado a dimitir de su cargo al percibir cómo el rey se ponía de lado de los militares a finales de 1980 en lugar del gobierno civil que él representaba y que había sido democráticamente.