Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
Veintidós de mayo de 2004: Madrid ciudad cerrada. Se celebra la boda del príncipe de Asturias D. Felipe de Borbón con la periodista Dª Letizia Ortiz. Casi veinte mil policías, guardias civiles y soldados custodian la capital de España, auxiliados desde el aire por aviones de combate, helicópteros y sistemas Awacs de la OTAN y con el apoyo en tierra de vehículos blindados, unidades a caballo, del subsuelo, tiradores de élite y perros adiestrados. De todo este contingente, sin precedentes en la historia de la seguridad en España, más de cinco mil efectivos (policías, guardias civiles, soldados, personal de seguridad de La Zarzuela…) protegen directamente la denominada «Zona Verde», es decir, los accesos y el interior del complejo donde va a celebrarse la suntuosa ceremonia: catedral de La Almudena y Palacio Real.
Son exactamente las 10:05 horas de la mañana de tan «memorable» jornada histórica y faltan escasos minutos para que el rey Juan Carlos entre en la catedral encabezando el cortejo nupcial. Un coronel del Ejército español en uniforme de gala, con faja de Estado Mayor y condecoraciones en el pecho, sale del Hotel Ópera (donde ha pasado la noche tras reservar una habitación con meses de anticipación), situado a unos centenares de metros del Palacio Real y se dirige en línea recta a La Almudena. No, no es uno más de los invitados al regio enlace a punto de comenzar (la inmensa mayoría de los asistentes llevan ya bastantes minutos concentrados en el interior de la basílica), ni está allí desempeñando misión profesional alguna en relación con tan magno acontecimiento, ni su nombre figura para nada en la lista oficial de personalidades asistentes al acto confeccionada por La Zarzuela, ni en su guerrera porta acreditación o documento alguno que le permita acceder a la catedral a la que se dirige… pero al militar todo eso parece darle igual. Esta preparado y decidido a llevar a cabo su minucioso y secreto plan, largamente preparado y planificado.
Pasa un primer control policial saludando reglamentariamente a los agentes que, sorprendidos, contestan respetuosamente al mismo y le facilitan el paso; luego otro, y otro… nadie le pide nada, ni siquiera un simple documento de identidad. Llega a la calle Bailén, totalmente vacía en esos momentos, cortada al tráfico y custodiada por cientos de policías que forman dos interminables hileras a ambos lados de la misma y la enfila por el centro con decisión, en solitario, a buen paso. Ya muy cerca de la engalanada entrada a la catedral (con dosel y alfombra roja incluidos) se desplaza a su derecha, abordando así la acera pegada al Palacio Real para saludar con naturalidad a varios miembros del servicio de seguridad de la Casa Real que, impecablemente vestidos de negro, forman una hilera de protección pegados al muro del templo que da a la citada calle Bailén. Ninguno de ellos, después de contestar al saludo del jefe militar, se permite preguntarle el por qué de su presencia allí a hora tan anómala y mucho menos exigirle que muestre su invitación.
Sin embargo, la mayor sorpresa para el protagonista de esta aventura está todavía por llegar. Recorrida la calle Bailén y aledaños del Palacio Real en total soledad y entre cientos de policías que le miran con respeto y curiosidad, el jefe militar encara con paso firme la enmoquetada rampa que da acceso al recinto religioso con intención de penetrar en el mismo y pasar así a formar parte, por decisión unilateral suya, del selecto grupo de personas que los reyes de España han invitado a tan «histórico» acontecimiento. El coronel, que ha preparado con minuciosidad propia de Estado Mayor la operación que está desarrollando, activa en ese momento su cerebro y pone sus músculos en tensión pues sabe que el punto álgido de la misma se acerca. Es plenamente consciente de que no le será nada fácil traspasar la puerta de entrada a La Almudena sin la tarjeta electrónica (con chip incluido) que han recibido, con carácter personal y reservado, todos y cada uno de los invitados o, en su defecto, sin una acreditación personal de la Casa Real o, en su caso, del Ministerio de Defensa. Por mucho uniforme militar de gala que vista que, además, no es el de etiqueta que exigía el protocolo para los escasísimos miembros de la Fuerzas Armadas invitados al acto. No obstante, él sigue su camino con tranquilidad y decisión suprema, dispuesto a entrar en el templo y culminar así una operación que le ha supuesto cinco meses de preparación y estudio. Tiene
in mente
, por supuesto, un guión muy bien aprendido y decenas de veces ensayado, para poner en marcha en cuanto el personal de seguridad de la entrada le exija su invitación para permitirle el paso.
Pero he aquí que no le va a hacer falta recurrir a guión alguno para traspasar la puerta de la catedral en la que, minutos más tarde, va a celebrarse la llamada «boda del siglo». Próximo ya a ella, después de apercibirse de que algún cámara de televisión, a lo lejos, está recogiendo su paso igual que le había ocurrido en la plaza de Oriente y calle Bailén, la sorpresa más inesperada estalla ante sus ojos, que no pueden creerse lo que ven: la en teoría vigiladísima puerta de entrada a La Almudena se presenta ante él totalmente desierta, sin nadie que la custodie, sin policías, sin guardias civiles, sin «rambos» del servicio de seguridad de La Zarzuela como los que acaba de ver, a decenas, en los aledaños del Palacio Real. Tampoco hay un elemental arco «detector de metales» bajo el que hubiera que transitar obligatoriamente y sin ni siquiera un simple conserje, con librea o sin ella, que pueda acompañar a cualquier rezagado invitado regio al interior del lugar teóricamente más seguro de España en esos momentos; «defendido» a distancia por casi 20.000 policías y soldados, en el que ya se encuentran decenas de reyes, reinas, príncipes, princesas, jefes de Estado y de Gobierno extranjeros, y al que instantes después va a llegar ni más ni menos que el rey de España acompañado de todo el cortejo nupcial.
Nuestro hombre, con sus condecoraciones, sus medallas, su faja de Estado Mayor, su uniforme de gala y su pequeño revólver (calibre 22 de defensa personal) bajo el mismo, entra por fin en el templo. Son las 10:14 horas de la mañana del día 22 de mayo de 2004. Ha tardado exactamente nueve minutos en cubrir, sin ningún contratiempo, la distancia que separa su hotel de la catedral y penetrar en ella. Todo se ha desarrollado con arreglo al plan previsto, aunque la suma facilidad con la que ha accedido al «objetivo», teóricamente la fase más difícil de la operación y la que mas quebraderos de cabeza le había supuesto a nivel de planeamiento, le ha descolocado un poco.
Sin embargo, lo que ve a continuación, dentro del templo, le va a sorprender todavía más. Él esperaba encontrarse en el momento de su entrada, después de estudiar al detalle el horario y las informaciones que sobre tan magno acontecimiento habían publicado innumerables medios de comunicación, con un recinto abarrotado de selectos personajes: reyes, princesas, jefes de Estado, de Gobierno… todos sentados, recatados, respetuosos con el entorno religioso en el que se hallaban, silenciosos, en espera del rey Juan Carlos y los contrayentes a punto de llegar. Lo que de verdad se encuentra es radicalmente distinto: bancos vacíos, amplios corrillos en los pasillos de personas que hablan en voz alta, casi a gritos, ruido, jolgorio, falta de respeto, trajes despampanantes, pamelas descomunales, joyas… Aquello, salvando las distancias, se parece más al cóctel de bienvenida en el salón de celebraciones de cualquier boda de pueblo que a una boda real que se precie de serlo.
El coronel se funde con los invitados y empieza a moverse por el interior del templo, de acuerdo al plan trazado y a pesar de que la multitud parlante que ocupa los pasillos le impide desenvolverse con soltura. Lo tiene todo muy claro: una vez dentro de la catedral deberá pasar a la fase siguiente y «mimetizarse» con los invitados en espera de que llegue el rey y la ceremonia comience. Tiene muy estudiados, después de visitar La Almudena bastantes veces en los últimos meses, los lugares más adecuados (PT1 y PT2 de su plan) para colocarse hasta que llegue ese momento, debiendo tener especial cuidado en no ponerse al alcance visual de ninguno de los jefes de Estado Mayor de los tres Ejércitos, presentes en el acto, las únicas autoridades a las que puede extrañar su presencia allí…
Se dirige en principio al punto táctico n.° 1 (PT1), el lugar donde deben situarse la familia de la contrayente y los amigos y compañeros de los novios. Está situado muy cerca del altar y por el perfil de las personas que deben situarse allí, muy poco habituadas a actos de esta naturaleza, siempre lo consideró muy apropiado para poder enmascararse convenientemente en él durante unos minutos preciosos e, incluso, si todo salía bien en ese proceso de mimetismo personal con el medio, utilizarlo como plataforma para cumplir desde allí la misión.
Pero el batiburrillo existente en el citado PTI, mayor si cabe que el que reina en el resto de la catedral, con numerosos grupúsculos de familiares y amigos de los novios charlando entre ellos a voz en grito y moviéndose nerviosamente de un lado para otro para tratar de ver a príncipes, princesas e invitados de postín, le aconseja no echar de momento raíces en ese sitio y seguir deambulando por el recinto. Estará sin duda más protegido sorteando la masa de invitados que ocupa los pasillos que parado en un lugar en concreto, donde si no quiere llamar la atención deberá integrarse en alguno de los corrillos parlantes de la zona y sin ninguna duda hacer frente a preguntas indiscretas; por lo menos hasta que los asistentes a la ceremonia, ante la pronta presencia del rey Juan Carlos acompañando a los contrayentes, den por terminadas sus charlas y ocupen definitivamente sus asientos.
El militar vuelve sobre sus pasos esquivando pamelas y uniformes de opereta. Atraviesa otra vez el altar en dirección a la puerta por donde ha entrado. Observa su reloj. Lleva ya casi cuatro minutos en el interior del templo y la cosa no puede ir mejor para sus fines. Todavía no se puede creer lo que ha vivido desde el momento en el que abandonó el Hotel Ópera hace apenas trece minutos. Una triste sonrisa acude a su rostro mientras no puede dejar de pensar:
«Y esto a dos meses del 11-M. Dos meses después de que España sufriera el mayor atentado de su historia con cerca de doscientos muertos. Este país no tiene remedio. Es sin duda el paraíso para los terroristas. Si en lugar de ser un coronel de verdad del Ejército español (aunque injustamente tratado, ésa es la verdad, por una cúpula de Defensa retrógrada e incompetente) que, eso sí, ha decidido propinarle un susto democrático y civilizado al sistema aprovechando la carísima parafernalia regia desplegada en La Almudena, el que en estos momentos se pasea entre la realeza europea a su libre albedrío es un terrorista disfrazado de coronel (nada del otro mundo para cualquier mercenario con experiencia de guerra) que en vez de llevar encima un pequeño revólver calibre 22 porta un subfusil ametrallador y un cinturón de explosivos… esta estúpida ceremonia nupcial
Made in Spain
podría dejar casi en mantillas al espantoso 11-S neoyorquino».
-¡Mi coronel, mi coronel, a sus órdenes!
El militar abandona la profundidad de sus pensamientos y se vuelve rápido hacia quien, saliendo del cerrado grupo de invitados que rodean el altar principal de la catedral, se dirige a él. Es un comandante de Estado Mayor embutido en un impecable uniforme militar de etiqueta color azul el que le habla de nuevo solicito.
-Mi coronel… ¿le ayudo a encontrar su sitio?
-No, muchas gracias, comandante. Estoy buscando a alguien… Si tengo algún problema ya se lo diré.
El coronel ha reaccionado con presteza ante la intervención de uno de los antiguos compañeros del príncipe, comandantes del Ejército, a los que La Zarzuela ha encomendado la humillante misión de aposentar debidamente a los egregios invitados. No hay duda alguna de que en el estricto cumplimiento de la misma y de buena fe ha querido ayudar a un superior suyo, un alto oficial de Estado Mayor, que por ir vestido con uniforme caqui él ha debido confundir, obviamente, con algún mando del impresionante operativo montado por el Ejército en los alrededores de la catedral.
Sin embargo, al militar «invasor» no le ha resultado cómoda la intervención del comandante, afanado en una tan ridícula y humillante tarea como la de acompañar a sus asientos, como «acomodador» de postín, a los integrantes de la caduca
jet set
de medio pelo que acaba de invadir La Almudena para disfrutar de una boda «a lo Sissi» en pleno siglo XXI. Piensa que unos jefes de Estado Mayor del Ejército español, por muy compañeros y amiguetes que hayan sido del príncipe contrayente, nunca debieron ser designados (y ellos, en todo caso, nunca debieron permitirlo) para ejercer de distinguidos servidores de advenedizos de uniforme, borrachos de élite o pendencieros de abolengo; que de las tres especies sociales hubo, desgraciadamente, en esta mal llamada «boda del siglo» que estamos recordando en estos momentos.
El coronel, después de su corta charla con una de las pocas personas presentes en la catedral que, junto con los jefes de Estado Mayor de los tres Ejércitos, también presentes en el recinto, pueden ponerle en un aprieto, más que nada por su seguro sentido del deber y acendrado compañerismo (cabe recordar aquello de la cuña y la madera), puesto que, por lo visto hasta ese momento, resulta obvio (para los invitados y funcionarios de los servicios de seguridad) que la figura de un militar de alto rango vestido de gala y cubierto de condecoraciones no sólo no despierta recelo alguno, sino que resulta hasta atrayente y consustancial con el medio.
Así las cosas, el coronel se dirige hacia la puerta principal de La Almudena para «explorar» el puesto táctico n.° 2 (PT2), elegido como alternativo al PT1 para «mimetizarse» hasta la llegada de la comitiva nupcial. En su marcha por el lateral izquierdo de la impresionante nave, dificultada hasta extremos increíbles por la presencia de decenas de señoras tocadas con grandes pamelas y acompañadas de caballeros de etiqueta o con uniformes de diseño, intenta localizar el punto exacto en el que, según los croquis publicados en diferentes medios de comunicación, deben situarse los tres JEMES (Jefes de Estado Mayor), a los que sin duda les puede parecer muy extraño la presencia allí, vestido con uniforme de gala color caqui y no con el de etiqueta azul previsto en las invitaciones, de un coronel de Estado Mayor vagando en soledad.
Efectivamente, a los pocos segundos de marcha y a pesar del gentío que abarrota la catedral consigue descubrir a la cúpula militar en pleno, charlando amigablemente y sin prestar mucha atención al
mare mágnum
que les rodea. Actitud ésta que no deja de parecerle de lo más normal al veterano militar que conoce de sobra el tradicional ensimismamiento y la voluntaria marginación social de los que hacen gala, desde hace siglos, todos los componentes del estamento castrense español. Llega, pues, sin contratiempos al puesto denominado por él mismo PT2, situado en la parte de atrás del lugar reservado para empresarios y representantes de los medios de comunicación, y muy cerca de la puerta principal del recinto religioso. En un primer vistazo le parece mucho más adecuado que el puesto n.° 1 para esperar tranquilamente la llegada del rey y el comienzo de la ceremonia.