Read Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española Online
Authors: Amadeo Martínez-Inglés
Tags: #Política, #Opinión
-Juan Carlos I, un hombre sin piedad. Nunca le ha temblado el pulso a la hora de masacrar a sus enemigos y traicionar a sus amigos. –Los validos/
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de usar y tirar: Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Alfonso Armada, Milans del Bosch, Sabino Fernández Campo, Mondéjar, Muñoz Grandes, Prado y Colón de Carvajal, Mario Conde… -Fidelidad hasta el máximo sacrificio, hasta la propia vida. -Una verdadera dictadura real en la sombra, apoyada en los servicios secretos, la cúpula militar, el amiguismo financiero y una pequeña casta de políticos afines, ha gobernado el país durante años.
El rey Juan Carlos, a pesar del estereotipo que de él han fabricado durante tantos años los medios de comunicación nacionales, no es para nada un hombre campechano, simpático, jovial, educado y muy accesible para el común de sus súbditos. Es muy conocido, y todos sus biógrafos lo recogen en sus libros, que en su adolescencia y juventud adoleció de un carácter reservado, antipático, huidizo y muy poco comunicativo, incluso con sus familiares más allegados. Ello fue debido, al parecer, a la clase de educación recibida (primero en internados extranjeros y luego en colegios de élite españoles) y también a la falta de un verdadero cariño paterno-filial durante los primeros años de su vida.
Este carácter reservado y violento le llevaría en numerosas ocasiones a pelearse, incluso físicamente, con su hermano Alfonso, del que desde muy pequeño le separó un profundo foso de recelo y envidia al percatarse de que era mucho más inteligente que él y el preferido de su padre, el conde de Barcelona. Eso le convertía de hecho en un claro competidor futuro en la dura carrera que tenía por delante para ceñir algún día la preciada corona de sus antepasados.
Ya en su juventud, la Academia General Militar de Zaragoza le marcaría profundamente y la dura disciplina militar (bastante atenuada por cierto, en su caso) y el entorno autoritario y jerárquico en el que tuvo que desenvolverse durante cuatro largos años, acabarían transformando ese carácter solitario y áspero de la adolescencia en otro de corte castrense, rígido, duro y, en ocasiones, prepotente. Sin embargo, dadas las circunstancias políticas y personales por las que tendría que pasar tras su salida de la centros militares (obediencia ciega a Franco) y en respuesta a las recomendaciones de sus preceptores y ayudantes militares, sobre todo del general Martínez Campos y del comandante Armada, muy pronto tendría que esconder ese carácter bronco y autoritario detrás de una pátina de campechanía, bonhomía y tolerancia que, desde luego, nunca han sido reales.
Así, durante demasiados años, ha sabido engañar a la ciudadanía con ese almibarado carácter personal cercano siempre a la simpatía más absoluta, a la sencillez más elegante, a la solidaridad menos rebuscada y a un acercamiento de lo más «real» hacia sus súbditos… pero de vez en cuando estalla de la forma más imprevista, saca a relucir el llamativo plumero de alabardero real que lleva escondido en lo más íntimo de su ser y nos muestra a todos su verdadero «Yo» (con mayúsculas), una descarnada personalidad muy poco agradable y presta siempre al ataque más inmisericorde. Como cuando en aquella famosa recepción oficial, una de las primeras a la que asistía como monarca, celoso por la falta de atención de los periodistas que asediaban en tropel a un ministro del Gobierno en detrimento de su regia figura, contestó a gritos: «¡Ni
Juanito
ni hostias!» a los imperativos requerimientos de su esposa Sofía llamándole repetidamente por el diminutivo de su nombre de pila, para que no abandonara precipitadamente el salón.
O como, muchos años después, cuando en una visita a la ciudad de Alcalá de Henares para entregar el Premio Cervantes a una distinguida personalidad de las letras hispanoamericanas, recriminó públicamente, y también a gritos, al jefe de la unidad militar formada ante el recinto de la Universidad en la que iba a tener lugar el evento, porque no había dado entrada al himno nacional en el justo momento en que su divina persona asomaba la jeta por el lugar.
O como cuando en una visita oficial a una pequeña guarnición del archipiélago canario, ante la insistencia del corneta de guardia del acuartelamiento en interpretar una y otra vez, y en solitario, el himno nacional, no dudó en volverse con cara de muy pocos amigos al ayudante militar que estaba firmes detrás de él, en el podio de honores, y con un vozarrón fuerte y cortante ordenarle:
-«¡Que se calle de una vez!»
O como cuando, bastante tiempo después, en el puente de mayo de 2007, después de permanecer tres días en paradero desconocido y presentarse tarde en la clínica Ruber de Madrid para conocer a su nueva nieta, la segunda hija de Felipe y Letizia, molesto sin duda porque algunos medios de comunicación se habían atrevido a comentar tan rara desaparición real, despreció ostensiblemente a los representantes de esos medios apostados en la puerta del establecimiento sanitario y con visibles gestos de desagrado se metió en tromba en su interior dejando fuera, con un palmo de narices, a la reina Sofía y al jefe de su Casa, el señor Aza.
O cuando, como conocen de sobra todos los ciudadanos españoles y del resto del mundo, con la cara desencajada y ademanes descompuestos, mandó callar de una forma abrupta y muy poco diplomática al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en el curso de la XVII Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile (noviembre de 2007) despreciando la autoridad del presidente del Gobierno español, Rodríguez Zapatero, que le había pedido calma, y provocando con ello una grave crisis política de España con varios países hispanoamericanos cuyo alcance todavía está por ver.
Existen desde luego muchas anécdotas como éstas (y bastantes peores) que conocemos muy bien los militares y que no han llegado nunca al común de los ciudadanos de este país porque ellos, pobrecitos, no disponen de servicios secretos que les informen de las andanzas, los manejos, las aventuras y las desventuras de tan constitucional y campechano rey. Y que demuestran con toda claridad el carácter duro, autoritario, prepotente y, en ocasiones, despiadado de Juan Carlos de Borbón. Carácter del que sus íntimos y las personas que han tenido una relación preferente con la Casa Real española están al cabo de la calle. Como el periodista especializado en temas regios, el archiconocido Jaime Peñafiel, quien en una ocasión, a preguntas de un tertuliano radiofónico sobre el carácter campechano y simpaticón del monarca español, contestó sin pensárselo dos veces: «Bueno, no tanto, no tanto, písale un callo y verás…»
Y es que este hombre que, evidentemente, no ha accedido al alto puesto que ocupa a través de oposición o promoción intelectual alguna; que vive muy bien como lo que es y no debería ser; y que tiene, y no debería tener, la jefatura del Estado español como patrimonio familiar hereditario… se cree el amo del mundo, el dueño de la finca, el salvador de este país, el rey providencial que trajo, bajo su manto, las libertades de todos los españoles, actuando como si sus alicaídos genes familiares provinieran directamente, y al alimón, de las gónadas del Cid, Carlomagno y el Rey Sol. Está absolutamente convencido que es rey de todos los españoles por la gracia de Dios y que, como lógica consecuencia de ello, sus súbditos deberían aplaudir a rabiar, incluso con las orejas, todas y cada una de las gracietas institucionales y personales que protagoniza, sean éstas políticas, militares, financieras, sexuales, cinegéticas, deportivas, viajeras, gastronómicas… etc., etc.
Pues este hombre sin par, este enviado de la Providencia con corona, que nos encontramos los españoles sin comerlo ni beberlo allá por los años 70 del siglo pasado, que nadie creyó que iba a durar demasiado (de hecho, muchos ciudadanos, con y sin uniforme, le cargaron, quizá precipitadamente, el irónico apelativo histórico de «El Breve») y que, sin embargo, por las especiales circunstancias políticas por las que tuvo que pasar este país a la muerte del autócrata (sobre todo el peligro a una nueva dictadura militar) ha sabido ingeniárselas para permanecer en su palacete de La Zarzuela contra viento y marea. Así las cosas, ha hecho gala siempre de una muy rentable cualidad personal que le ha rendido grandes beneficios en todos los terrenos y ha neutralizado convenientemente la mayoría de sus potenciales errores, provenientes todos ellos de una inteligencia muy poco privilegiada. Me estoy refiriendo en concreto a la peculiar predisposición que manifiesta para rodearse de validos o apoderados políticos, militares, financieros, sociales. .. que tras el señuelo de la amistad y la aparente confianza de su señor, se desloman trabajando por él, se juegan su vida incluso en acciones presuntamente ilegales o fraudulentas en su beneficio y, además, no rechistan ni dicen ni pío cuando, acabados o quemados en la subterránea labor de apoyo a la institución que realizan, son tirados a la basura, olvidados, ninguneados o, en el peor de los casos, arrojados a la mazmorra.
Juan Carlos I ha sido (ahora ya menos, porque el pobre ha perdido mucho con los años; no hay más que verlo cuando todavía tiene la ocurrencia de vestirse de capitán general del Ejército español con esa guerrera/blusón de embarazada que ha ideado su sastre para disimular su abultado abdomen de general caribeño) un verdadero maestro a la hora de saber adquirir, utilizar y tirar
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humanos. Desde que era un mero aspirante a suceder al dictador, después en su etapa de cadete, más tarde cuando, nombrado heredero de Franco a título de rey, empezó a tejer a su alrededor una rudimentaria pero efectiva célula de poder; y no digamos nada cuando, a partir del 22 de noviembre de 1975, con desparpajo y satisfacción sin límites, ocupó el vacante y anacrónico trono español, mancillado a destajo en el pasado por sus despreciables antepasados dinásticos.
En efecto, el último Borbón ha sabido utilizar siempre magistralmente, y en su propio beneficio, validos o «apoderados reales» en todas y cada una de las parcelas del Estado que detentaban o podían detentar en su día algún poder: la milicia, la política, las finanzas, los medios de comunicación, los servicios secretos, el liderazgo social… etc., etc. Personalidades captadas por él, con esa campechanía de atrezzo y ese
savoir faire
de relaciones públicas de discoteca, que con su ambición personal a cuestas y casi siempre con un monarquismo trasnochado pero fiel, no han dudado en hacerle a su rey el trabajo sucio que necesitaba en cada momento. Para luego, a pesar de ser traicionados, defenestrados, abandonados, tirados a la basura como un pañuelito de tocador o, peor aún, encarcelados como vulgares delincuentes, callarse como muertos en beneficio de la sacrosanta institución de sus desvelos.
Aunque algunos de ellos, los menos, sí han hablado, aunque haya sido en
petit comité
desde luego y con las debidas reservas… pero han hablado al fin y al cabo. Y gracias a ellos algunos investigadores e historiadores sin pelos en la lengua podemos desvelar con conocimiento de causa algunos secretillos sobre las atípicas relaciones del último Borbón español con sus amiguetes de palacio y sobre las «hazañas» de todo tipo protagonizadas por estos últimos.
No quiero ser exhaustivo porque la lista sería interminable y el sacar a colación la vida y milagros de todos los validos regios que han sido en los últimos treinta años podría ser una labor seguramente incompleta, injusta y, desde luego, soporífera. Pero sí voy a pasar somera revista a los principales apoderados del rey Juan Carlos, a los encumbrados (y no tan encumbrados) hombres de su confianza que quisieron y supieron, sacrificarse por él, a los validos de toda laya (militares, políticos, financieros, de los servicios secretos…) que le ayudaron a tejer la sutil y a veces imperceptible dictadura de rostro amable y democrático que ha gobernado este país en los últimos seis lustros. Y que, finalmente, acabaron cayendo en el pozo de la ingratitud regia, en el olvido de sus importantísimos servicios a la Corona o en la traición pura y dura.
Y aunque el mayor número de validos y potenciales
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humanos del rey Juan Carlos hay que buscarlos, obviamente, en el ámbito militar, donde ha residido su oculto poder todos estos años y donde siempre ha encontrado la fuerza para sus continuados «chantajes institucionales» a los políticos elegidos más o menos democráticamente por el pueblo español, quiero empezar mi estudio por una personalidad política clave en la historia de la transición, artífice del cambio (sin cambio real), muñidor en la sombra del trágala político asumido sin pestañear por los líderes de la izquierda española que se había dejado sobre el campo de batalla (y luego en los paredones de las cárceles franquistas) decenas de miles de muertos. Me refiero al planificador máximo de los primeros pasos de una monarquía vacilante y sin futuro e ideólogo de la magistral y perniciosa rueda de molino constitucional que, convenientemente disfrazada de fuente de libertades y democracia, sería servida al pueblo español para que se la tragara de un solo golpe el 6 de diciembre de 1978. Sí, ¿lo habían adivinado?, estoy hablando de don Torcuato Fernández-Miranda, primer valido político del régimen juancarlista, primer tisú arrojado a la papelera de la ingratitud y la traición y, sin lugar a dudas, el hombre que sentó las bases para que la famosa «instauración» monárquica ideada y puesta en marcha por Franco no fuera flor de un día, un corto y bello documental de una coronación a lo «Sisí», y pudiera echar raíces en un país como la España de 1975, una nación traumatizada, sin vertebrar, sin instituciones, pero con un descomunal Ejército ocupando militarmente su territorio.
Este catedrático de Derecho Político, nacido en Gijón (Asturias) en 1915, fue el primer valido/preceptor del rey Juan Carlos desde su etapa de estudiante adscrito a la Universidad Complutense de Madrid, en 1960, hasta su dimisión como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino en 1977. En efecto, terminada su preparación militar en diciembre de 1959 y tras algunos rifirrafes entre Franco y don Juan de Borbón, con el telón de fondo del tipo de estudios y el modelo de universidad que convenían al entonces infante borbónico y futuro heredero de la Corona, Juan Carlos iniciaría, en septiembre de 1960, su etapa universitaria estableciendo su residencia en la Casita de Arriba de El Escorial y acudiendo, no con demasiada fortuna es cierto, a determinadas clases en la Ciudad Universitaria de la capital de España. Si bien el núcleo duro de su formación académica, vista la agresividad con la que fue recibido en el citado centro, lo constituiría un plantel de eximios catedráticos que, designados a dedo por el Régimen y bajo la batuta del hábil, inteligente, tímido y brillante don Torcuato, se afanarían durante meses por inculcar a su joven alumno los conocimientos básicos necesarios para poder arrostrar con éxito en el futuro las graves responsabilidades a las que parecía llamado por el dictador Franco, claro.