Islas en el cielo (3 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Islas en el cielo
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Abrigué la esperanza de que no me eliminara a mí, y pasé una media hora muy poco agradable mientras esperaba que se decidieran los médicos. Mas no necesitaba haberme preocupado. Como dije antes, estaban de mi parte y tenían tanto interés como yo en que pasara el examen.

Las montañas de Nueva Guinea, que se hallan al sur del Ecuador y se elevan en algunas partes hasta más de cinco kilómetros por sobre el nivel del mar, deben haber sido en otra época uno de los lugares más agrestes e inaccesibles del mundo. Aunque con el empleo de helicópteros se ha hecho muy fácil llegar a ellas, recién en el siglo veintiuno adquirieron importancia al convertirse en el trampolín obligado para saltar al espacio.

Hay tres buenas razones para esto. La primera de todas es el hecho de que se hallan tan cerca del Ecuador que, merced a la rotación de la Tierra, se trasladan de oeste a este a razón de mil seiscientos kilómetros por hora. Este impulso es muy útil para las naves que parten hacia el espacio.

Debido a su gran altura, las capas más densas de la atmósfera están debajo de sus picos, de modo que se reduce la resistencia del aire y los cohetes rinden el máximo de su capacidad. Quizá más importante que todo esto es el detalle de que se hallan en medio del Océano Pacífico, con veinte mil millas de mar abierto en dirección al este. No se pueden lanzar naves al espacio desde áreas habitadas porque, aparte del peligro que significaría un accidente, el ruido increíble de los navíos que ascienden ensordecería a todos los que se encontraran en muchos kilómetros a la redonda.

El Puerto Goddard está ubicado en una amplia meseta alisada por las descargas atómicas y situada a unos cuatro kilómetros de altura. No es posible llegar a ella por tierra, y todo lo que se lleva allí debe viajar por aire. Es allí donde se encuentran los aviones atmosféricos y las naves espaciales.

Cuando lo vi por primera vez desde el avión, parecía un diminuto rectángulo perdido entre las montañas. A su alrededor se extendían en todas direcciones amplísimos valles de exuberante vegetación tropical. Me dijeron que en uno de aquellos valles existen todavía tribus salvajes aisladas del mundo. Me pregunté entonces qué pensarían de los monstruos que pasaban por lo alto, llenando todos los ámbitos del cielo con sus rugidos ensordecedores.

El poco equipaje que me permitían llevar había sido enviado de antemano y no volvería a verlo hasta que llegara a la Estación Interior. Cuando descendí del avión en medio de la atmósfera enrarecida de Puerto Goddard, me sentí ya tan por encima de la Tierra que miré involuntariamente hacia el cielo para ver si podía avistar el satélite artificial. Mas no me dieron tiempo para buscarlo. Los reporteros me estaban esperando y de nuevo tuve que posar para las cámaras.

No tengo la menor idea de lo que dije y, por suerte, me rescató en seguida uno de los funcionarios del aeródromo. Tuve que llenar luego los formularios de costumbre, me pesaron cuidadosamente y me dieron unas píldoras a tomar, tras de lo cual me hicieron subir a un camión pequeño que me llevaría a la plataforma de despegue. En este viaje era yo el único pasajero, pues tenía pasaje en un cohete de carga.

Como es de suponer, la mayoría de los navíos espaciales tienen nombres astronómicos. Volaría yo en el
Sirio
, y aunque era una de las naves más pequeñas, me pareció bastante imponente cuando me acerqué. Ya la habían colocado en los soportes verticales, de modo que la proa apuntaba directamente al cielo y estaba apoyada en los enormes triángulos de sus aletas. Éstas entrarían en funcionamiento sólo cuando volvieran a deslizarse por la atmósfera al regresar a la Tierra: por el momento no servían más que de soportes para los cuatro voluminosos tanques de combustible, semejantes a bombas gigantescas, que serían despedidos no bien los hubieran agotado los motores. Estos tanques de líneas aerodinámicas eran casi tan grandes como el casco de la nave.

La plataforma de abastecimiento estaba aún en posición, y al entrar en el ascensor me di cuenta por primera vez que ya me había despedido de la Tierra. Comenzó a rugir un motor y el casco metálico del
Sirio
fué deslizándose hacia abajo ante mis ojos. Poco a poco se amplió el radio visual de que gozaba y ahora pude ver todos los edificios de la administración del aeródromo agrupados a un costado de la meseta, los enormes tanques de combustible, las extrañas máquinas de la planta de producción de ozono líquido y el campo de aterrizaje para los aviones comunes y helicópteros. Más allá de todo esto, indiferente a todo lo que hiciera el hombre, destacábase la selva eterna.

Se detuvo al fin el ascensor y abriéronse las puertas sobre una breve plataforma que daba acceso al
Sirio
. Marché por sobre ella, traspuse las puertas abiertas de la cámara de compresión atmosférica que servía de entrada a la nave, y la brillante luz del sol tropical cedió su puesto al resplandor de las luces eléctricas de la cabina de mandos.

El piloto ya estaba en su asiento, ocupado en constatar el funcionamiento de diversos aparatos del tablero de gobierno. Volvióse al entrar yo y me obsequió con una amable sonrisa.

—Tú eres el famoso Roy Malcolm, ¿eh? —dijo—. Trataré de llevarte hasta la estación sin tropiezos de ninguna especie. ¿Ya has volado antes en naves-cohetes?

—No.

—Entonces no te aflijas; no es tan malo como dicen muchos. Ponte cómodo en el asiento, ajústate el cinturón de seguridad y deja relajar los músculos. Todavía nos faltan veinte minutos para la partida.

Subí al asiento neumático, mas no me resultó fácil mantenerme tranquilo. No creo que estuviera atemorizado, pero sí me sentía nervioso. Luego de soñar durante tantos años al fin me encontraba a bordo de una nave espacial. Unos minutos más y volaría por el espacio.

Pasé la vista por la cabina de mandos. La mayor parte de su contenido me era familiar por haberla visto en fotografías y películas; además, sabía perfectamente el destino que cumplían casi todos los instrumentos. El tablero de mandos de una nave del espacio no es en realidad muy complicado, ya que la mayor parte del trabajo se hace de manera automática.

El piloto hablaba por radio con la torre de control del aeropuerto, cambiando los informes de práctica en aquellos casos. Cada tanto oíase el anuncio del transcurso del tiempo:

—Quince minutos… Diez minutos… Cinco minutos.

Aunque ya había oído otras veces esas cosas, no pude menos que sentirme emocionado. Y esta vez no lo estaba presenciando en un programa de televisión, sino que lo experimentaba yo mismo.

Al fin dijo el piloto:

—Mando automático.

Acto seguido bajó una gran palanca de color rojo. Lanzando luego un suspiro, estiró los brazos y arrellanóse en el asiento.

—Siempre es agradable la partida —expresó—. Durante una hora no hay nada de trabajo.

Naturalmente, no lo decía en serio. Aunque los controles automáticos gobernarían la nave durante un tiempo, el piloto tendría que vigilar que todo marchara bien. En caso de emergencia, o si el piloto robot llegaba a fallar, tendría que hacerse cargo del gobierno del aparato.

La nave comenzó a vibrar con el movimiento giratorio de las bombas de combustible. En la pantalla del televisor había aparecido un complicado diseño
de
líneas entrecruzadas que, según supuse, tendrían alguna relación con el rumbo del navío. Vi cambiar una serie de líneas de color rojo que se trocaron verdes. Al cambiar de color las luces, el piloto me dijo en seguida:

—Quédate tendido.

Me acomodé mejor en el asiento neumático, sintiendo casi de inmediato como si me hubiera saltado alguien encima. Sonó un rugido terrible en mis oídos y tuve la impresión de que pesaba una tonelada. Me costó bastante respirar, pues no era ya una función automática de los pulmones, sino algo que debí gobernar a fuerza de voluntad.

Esta molestia duró apenas unos segundos antes de que me acostumbrara a ella. Los motores del navío no habían iniciado aún su funcionamiento, y ascendíamos impelidos por los cohetes de partida, los que se agotarían en pocos segundos para caer a Tierra, cuando estuviéramos ya a muchos kilómetros de altura.

Me di cuenta cuando ocurrió esto por la súbita falta de peso, detalle que duró apenas un momento; después hubo un cambio sutil en el sonido al entrar en acción los cohetes de la nave, los que continuarían atronando furiosamente durante cinco minutos más. Al cabo de ese lapso tendríamos ya tal velocidad que la Tierra no podría volver a atraernos.

El impulso de los cohetes había triplicado mi peso normal, pero mientras me mantuviera inmóvil no sufriría molestias serias. A fin de experimentar, quise ver si podía alzar el brazo y comprobé que me resultaba cansador, aunque no muy difícil. Así y todo, me alegré de volver a dejarlo caer. De ser necesario, creo que podría haberme sentado, aunque me hubiera sido imposible mantenerme de pie.

En la pantalla del televisor manteníase sin cambio el diseño de líneas brillantes. Empero, ahora vi un punto que ascendía con lentitud y representaba sin duda al navío que se elevaba. Lo observé con atención, preguntándome si se desconectarían los motores cuando llegara el punto a la parte superior de la pantalla.

Mucho antes de que sucediera esto hubo una serie de explosiones breves y la nave se estremeció ligeramente. Por un momento creí que habría ocurrido algo malo; pero luego me hice cargo de lo sucedido. Habíanse agotado los tanques adosados a la nave y acababan de saltar automáticamente los cierres que los sostenían. Ahora caían detrás de nosotros y poco después se hundirían en las aguas desiertas del Pacífico que se extienden entre Tahití y Sud América.

Al fin comenzó a amenguar el estallido de los cohetes y poco a poco desapareció la sensación de peso enorme que me oprimía. El navío espacial comenzaba a entrar en su órbita final, a ochocientos kilómetros de altura sobre el Ecuador. Los motores habían cumplido su misión y ahora no hacían otra cosa que dirigir el rumbo.

Volvió a reinar el silencio al cesar por completo el rugir de los cohetes. Aun sentía las leves vibraciones de las bombas de combustible que funcionaban con suavidad, pero en la cabina de mando no había ya sonido alguno. Había ensordecido parcialmente, pero poco a poco recobré la facultad de oír.

El piloto terminó de hacer la lectura de sus instrumentos y se soltó el cinturón de seguridad. Le miré fascinado al verle flotar por el aire hacia mí.

—Te llevará un tiempo acostumbrarte a esto —me dijo, mientras desprendía mi cinturón—. Recuerda que debes moverte con suavidad y no soltar una agarradera hasta no tener otra al alcance de la mano.

Me incorporé con cierto recelo, tomándome del asiento en el momento en que estaba por volar hacia lo alto de la cabina. Ya no había allí «arriba» y «abajo»; el peso había dejado de existir y no tenía más que dar un ligero envión para trasladarme hacia donde quisiera.

Es algo extraño, pero aun ahora hay personas que no logran comprender la carencia absoluta de peso. Parecen creer que es algo relacionado con el hecho de estar «fuera de la fuerza de atracción de un planeta», lo cual es erróneo, naturalmente. En una estación espacial o en un cohete que se traslada por su propio impulso a ochocientos metros de altura, la gravedad es casi tan poderosa como sobre la superficie de la Tierra. La razón de que desaparezca la sensación de peso no se debe a que se halle uno fuera del radio hasta el que alcanza la gravedad de la Tierra, sino porque no opone uno resistencia a su atracción. Aun sobre el planeta podría sentirse esa carencia de peso en el interior de un ascensor que cayera y durante el lapso que durara la caída. La estación orbital o el cohete está siempre en caída permanente, una «caída» que puede durar eternamente porque no va dirigida hacia la Tierra sino en sentido paralelo a la misma.

—¡Cuidado! —me advirtió el piloto—. No quiero que te rompas la cabeza contra el tablero de instrumentos. Si quieres echar un vistazo por la ventanilla, tómate de esta agarradera.

Luego de obedecerle miré por el ojo de buey cuya cubierta de grueso plástico era todo lo que había entre mi persona y la inmensidad del espacio.

Sí, ya sé que existen tantas películas y fotografías que ya todos saben el aspecto que presenta la Tierra al contemplarla desde el espacio. Por eso no emplearé mucho tiempo en describirla. A decir verdad, no había mucho que ver, ya que mi campo visual estaba ocupado casi por completo por el Océano Pacífico. Allí abajo destacábase con reflejos profundamente azulados que se suavizaban para perderse en una especie de bruma en los confines del horizonte. Pregunté al piloto a qué distancia nos hallábamos del horizonte.

—A unos tres mil kilómetros —contestó—. Se puede ver casi hasta Nueva Zelandia por el sur y hasta Hawai por el norte. Es impresionante, ¿verdad?

Una vez acostumbrado a la proporción de las cosas, pude reconocer muchas islas del Pacífico, muchas de ellas rodeadas de arrecifes de coral que eran perfectamente visibles. Muy hacia el oeste cambiaba de pronto el color del mar, el que era allí de un verde intenso. Me hice cargo entonces de que estaba mirando las enormes granjas flotantes que proveen de alimento al continente de Asia y que cubren ahora gran parte de todos los océanos en la zona tropical.

Se estaba presentando a mi vista la costa de Sud América cuando comenzó a prepararse el piloto para aterrizar en la Estación Interior. Ya sé que el empleo de la palabra «aterrizar» no es del todo correcto, pero es la expresión que se ha adoptado. En el espacio, muchas palabras comunes tienen un significado diferente del que les corresponde.

Todavía estaba mirando con profunda absorción por el ojo de buey cuando recibí orden de volver a mi asiento a fin de no andar dando tumbos por la cabina al efectuarse las maniobras finales.

La pantalla del televisor era ahora un rectángulo negro con una diminuta estrella doble que brillaba cerca de su centro. Nos hallábamos a unos doscientos kilómetros de la estación, acercándonos a ella con lentitud. Las dos estrellas fueron tornándose más brillantes y separándose, mientras que a su alrededor aparecían diminutos satélites apenas visibles. Me hice cargo de que estaba viendo navíos estacionados junto a la estación para ser reabastecidos o reparados.

Súbitamente estalló una de aquellas diminutas estrellas en una explosión de luz. A ciento cincuenta kilómetros de nosotros, una de las naves de la flota acababa de poner en marcha sus motores y se alejaba de la Tierra. Interrogué al respecto a mi compañero.

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