El año pasado. Creo. Pero no estoy completamente segura. Hay una ligera posibilidad de que todavía ande por ahí.
¿Siguieron casados hasta que se murió su madre? ¿Casados? No llegaron a contraer matrimonio. ¿No se casaron? Pero yo creía…
Hablaron de ello durante un tiempo, pero al final no se decidieron.
¿Fue Adam responsable de eso?
En parte, supongo, pero no del todo. Cuando habló con mi madre y acusó a Rudolf de aquellas cosas tan descabelladas, ella no le creyó. Ni yo tampoco, si vamos a eso.
Se indignó tanto que le escupió en la cara, ¿verdad?
Sí, le escupí en la cara. Fue la peor cosa que he hecho en la vida, y sigo sin perdonármelo.
Escribió a Adam para pedirle disculpas. ¿Significa eso que cambió su opinión sobre su historia?
No, entonces no. Le escribí porque estaba avergonzada de lo que había hecho, y quería que supiera lo mal que me sentía. Intenté hablar personalmente con él, pero cuando finalmente me armé de valor y llamé a su hotel, ya se había ido. Me dijeron que había vuelto a Estados Unidos. No podía entenderlo. ¿Por qué se había ido tan de repente? La única explicación que se me ocurrió fue que estaba tan disgustado por lo que le había hecho que no soportaba la idea de seguir en París. ¿No le parece una interpretación egoísta de los hechos? Cuando pedí a Rudolf que hablara con el director del curso de Columbia para averiguar lo que había pasado, me informó de que Adam se había marchado porque no estaba contento con las asignaturas que le estaba dando. Eso no era nada convincente, y no me lo creí ni por un momento. Estaba convencida de que se había marchado por mi culpa.
Pero ahora sabe que no fue por eso, ¿verdad?
Sí. Ahora sé que no. Pero tardé años en saber la verdad.
Años. Lo que significa que la historia de Adam no influyó en la decisión de su madre.
Yo no diría tanto. Tras la marcha de Adam, Rudolf no paraba de hablar de él. Lo había acusado de asesinato, al fin y al cabo, y se sentía ultrajado, estaba que echaba chispas, en realidad, y se pasó semanas despotricando como un loco contra Adam. Deberían meterlo veinte años en la cárcel, decía. Tendrían que colgarlo de la farola más próxima. Deberían mandarlo a la Isla del Diablo. Era todo tan excesivo, tan desmesurado, que mi madre empezó a sentirse un poco molesta con él. Conocía a Rudolf de tiempo atrás, de hacía muchos años, casi tantos como a mi padre, y en general siempre había sido sumamente amable con ella: considerado, atento, cortés. Tenía sus momentos de acaloramiento, desde luego, sobre todo cuando se ponía a hablar de política, pero sólo en ese ámbito, no en el personal. Ahora manifestaba un comportamiento agresivo, y creo que mi madre empezó a tener sus dudas sobre él. ¿Estaba verdaderamente preparada para pasar el resto de su vida con un hombre de carácter tan violento? Al cabo de un par de meses, Rudolf empezó a calmarse, y por navidades los accesos de frenesí y agresividad habían cesado. El invierno fue tranquilo, según recuerdo, pero luego vino la primavera, Mayo del 68, y el país entero estalló. Para mí, fue una de las mejores épocas de mi vida. Fui a manifestaciones, a concentraciones, contribuí a que cerraran mi instituto, y me convertí de pronto en una activista, una revolucionaria de ojos iluminados que luchaba por derribar al gobierno. Mi madre simpatizaba con los estudiantes, pero el derechista Rudolf no mostraba sino desprecio hacia ellos. El y yo tuvimos algunas discusiones tremendas aquella primavera, encarnizadas peleas a gritos sobre justicia y legalidad, Marx y Mao, anarquía y rebelión, y por primera vez la política dejó de ser sólo política y pasó al plano personal. Mi madre se encontraba en el medio, y aquello la ponía cada vez más triste, la hacía cada vez más callada y retraída. El divorcio de mi padre iba a declararse oficialmente a principios de junio. En Francia, los matrimonios que se divorcian deben hablar con el juez una última vez antes de que el magistrado firme los documentos. Les pide que lo vuelvan a pensar, que reconsideren su decisión y se aseguren de que quieren seguir adelante con la separación. Mi padre estaba en el hospital, supongo que usted sabe todo eso, y mi madre fue sola a ver al juez. Cuando le preguntó si tenía dudas sobre su decisión, ella contestó que sí, que había cambiado de opinión y ya no quería el divorcio. Se estaba protegiendo de Rudolf, ¿comprende? Ya no deseaba contraer matrimonio con él, y si seguía siendo la mujer de mi padre, no podía casarse con él. ¿Cómo reaccionó Born?
Con enorme amabilidad. Dijo que comprendía por qué no podía seguir adelante, que la admiraba por su firmeza y valor, que la consideraba una mujer extraordinaria y generosa. No lo que cabría esperar, pero ahí lo tiene. Se portó maravillosamente.
¿Cuánto tiempo siguió su padre con vida?
Un año y medio. Murió en enero de mil novecientos setenta.
¿Volvió Born a proponerle matrimonio?
No. Se marchó de París después del 68 y empezó a dar clases en Londres. Lo vimos en el funeral de mi padre, y un par de semanas después escribió a mi madre una larga y sentida carta sobre el pasado, pero ahí se acabó todo. La cuestión del matrimonio nunca volvió a plantearse.
¿Y qué me dice de su madre? ¿Encontró a alguien?
Tuvo algunos amigos a lo largo de los años, pero no volvió a casarse.
Y Born se trasladó a Londres. ¿Volvió a verlo alguna vez?
En una ocasión, unos ocho meses después de la muerte de mi madre.
Lo siento. Me parece que no puedo hablar de ello. ¿Por qué no?
Porque si intentara contarle lo que pasó, no creo que pudiera explicarle la extraña e inquietante experiencia que supuso para mí.
Me está tomando el pelo, ¿verdad?
Sólo un poco. Para utilizar sus propias palabras, no puedo contarle nada, pero puede leerlo si quiere.
Ah, ya veo. ¿Y dónde está ese misterioso texto suyo?
En mi apartamento. Llevo un diario desde que tenía doce años, y escribí una serie de páginas sobre lo que pasó durante mi visita a la casa de Rudolf. El relato de un testigo ocular en el lugar de los hechos, si quiere llamarlo así. Creo que podría interesarle. Si quiere, le fotocopio esas páginas y se las traigo mañana. Si ha salido, se las dejaré en recepción.
Gracias. Es muy generoso de su parte. Me muero de ganas de leerlo.
Y ahora, anunció Cécile, sonriendo ampliamente mientras sacaba de su cartera de piel un gran cuaderno rojo, ¿pasamos a nuestro estudio para el CNRS?
A la tarde siguiente, cuando mi mujer y yo volvimos al hotel después de almorzar con su hermana, había un paquete esperándome. Además de las páginas fotocopiadas de su diario, Cécile adjuntaba una breve carta. Me daba las gracias por los whiskies, por soportar sus grotescas e imperdonables lágrimas, y por dedicar tanto tiempo a hablarle de Adam. Luego se disculpaba por su ilegible caligrafía y se ofrecía a ayudarme si tenía dificultades para descifrarla. La encontré perfectamente legible. Se distinguía bien cada palabra, ni una sola letra ni signo de puntuación inducía a confusión. El diario estaba escrito en francés, por supuesto, y lo que sigue es una traducción mía, que incluyo con plena autorización de la autora.
Yo no tengo nada más que decir. Cécile Juin es la última persona que sigue viva de las que componen la historia de Walker, y al ser así, parece adecuado que deba tener la última palabra.
2714. Carta de Rudolf Born. Seis meses después, acaba de enterarse de la muerte de mamá. ¿Cuánto hace que lo vi por última vez, que tuve noticias suyas? Veinte años, me parece, veinticinco, quizá.
Parece consternado, deshecho por la noticia. ¿Por qué iba a importarle tanto ahora, después de todos estos años de silencio? Escribe con elocuencia sobre su fortaleza de carácter, su porte digno y su ternura interior, su sintonía con la mentalidad de los demás. Nunca ha dejado de quererla, según dice, y ahora que ya no está en este mundo, siente que una parte de sí mismo ha desaparecido con ella.
Está jubilado. Tiene 71 años, sigue soltero, con buena salud. Durante los últimos seis años ha estado viviendo en un lugar llamado Quillia, una pequeña isla entre Trinidad y las Granadinas en el punto de encuentro entre el Atlántico y el Caribe, justo al norte del ecuador. Nunca he oído hablar de esa isla. Debo acordarme de mirarlo. En la última frase de la carta, me pide noticias mías.
2914. He contestado a R. B. Mucho más abiertamente de lo que pretendía, pero una vez que he empezado a hablar de mí misma, ha resultado difícil parar. Cuando le llegue la carta, sabrá lo de mi trabajo, mi matrimonio con Stéphane y su muerte hace tres años, y lo sola y consumida que me siento durante la mayor parte del tiempo. Me pregunto si no he ido demasiado lejos.
¿Cuáles son mis sentimientos hacia ese hombre? Complejos, ambiguos, aunando compasión e indiferencia, amistad y cautela, admiración y desconcierto. R. B. tiene muchas cualidades excelentes. Gran inteligencia, buenos modales, risa fácil, generosidad. Tras el accidente de papá, tomó cartas en el asunto y se convirtió en nuestro apoyo moral, el puntal que nos sostuvo durante muchos años. Se portó como un santo con mamá, fue para ella un compañero caballeroso, servicial y afectuoso, siempre disponible en momentos difíciles. En cuanto a mí, que no tenía ni doce años cuando se derrumbó nuestro mundo, ¿cuántas veces me ayudó a salir del bache con su aliento y sus elogios, su orgullo por mis modestos logros, su indulgente actitud hacia mis cuitas adolescentes? Tantos atributos positivos, tanto que agradecerle, y sin embargo continúo resistiéndome a él. ¿Tiene algo que ver con nuestras amargas discusiones de Mayo del 68, aquellas frenéticas semanas de mayo cuando estábamos en perpetua guerra el uno con el otro, y que abrieron una brecha entre los dos que nunca se ha cerrado del todo? Quizá. Pero me gusta pensar que soy una persona que disculpa las faltas, incapaz de guardar rencor a nadie; y en el fondo de mi ser creo que hace mucho que lo he perdonado. Porque me río al pensar ahora en aquella época, y no siento ira. En cambio, me quedan dudas, que empezaron a arraigarse en mí meses antes; en el otoño, cuando me enamoré de Adam Walker. El querido Adam, que fue a mamá con aquellas horribles acusaciones contra R. B. Imposible creerle, pero ahora que han pasado tantos años, ahora que se han sopesado y diseccionado y reexaminado de manera interminable los motivos que pudiera tener Adam para afirmar tales cosas, resulta difícil saber a qué atenerse. Desde luego existía animosidad entre Adam y R. B., y Adam seguramente pensaba que a mamá le convenía suspender la boda, de modo que se inventó una historia para asustarla y hacer que cambiara de opinión. Una historia espeluznante, demasiado aterradora para ser cierta, y por tanto Adam cometió un error de cálculo, pero en el fondo era buena persona, y si él creía que había algo turbio en el pasado de R. B., entonces puede que tuviera razón. De ahí mis dudas, que han ido agravándose con el paso de los años. Pero no puedo condenar a una persona basándome exclusivamente en sospechas. Tiene que haber pruebas, y como no existe ninguna, debo creer en la palabra de R. B.
1115. Respuesta de R. B. Escribe que vive recluido en un caserón de piedra que da al mar. La casa se llama Colina de la Luna, y las instalaciones son bastante primarias. Las ventanas son amplias aberturas excavadas en la roca, sin cristales que las cubran. Entra el aire, y la lluvia, los insectos y los pájaros vuelan en su interior, aunque no existe mucha diferencia entre interior y exterior. Hay un generador que produce la electricidad, pero el aparato sufre frecuentes averías, y la mitad del tiempo alumbran las habitaciones con lámparas de queroseno. Viven cuatro personas en la casa: él mismo; Samuel, que se ocupa del mantenimiento; Nancy, la vieja cocinera, y Melinda, la joven mujer de la limpieza. Tiene teléfono y radio, pero no televisión, ni tampoco agua corriente, y no hay cartero. Samuel va a la oficina de correos de la ciudad (a diecisiete kilómetros de distancia) a recoger las cartas, y el agua se almacena en depósitos de madera por encima de los lavabos y los servicios. El agua para la ducha sale de bolsas de plástico desechables que cuelgan de un gancho por encima de la cabeza. El paisaje es exuberante y desértico a la vez. Abundante vegetación por todas partes (palmeras, ficus, incontables variedades de flores silvestres), pero el terreno volcánico está salpicado de grandes piedras y peñascos. Cangrejos de interior deambulan lenta y pesadamente por el jardín (los describe como carros blindados, criaturas prehistóricas que parecen venidas de la luna), y debido a las frecuentes plagas de mosquitos, sin mencionar la constante amenaza de las tarántulas, todo el mundo duerme en camas cubiertas con una malla protectora de color blanco. Pasa los días leyendo (lleva los dos últimos meses releyendo despacio a Montaigne) y tomando notas para unas memorias que espera empezar en un futuro próximo. Todas las tardes se instala en la hamaca junto a la ventana del salón y graba en vídeo la puesta de sol. Lo denomina el más asombroso espectáculo del mundo.
Mi carta lo ha llenado de nostalgia, según dice, y lamenta haber desaparecido tan enteramente de mi vida.
Una vez estuvimos muy unidos, fuimos buenos amigos, pero cuando mi madre y él se separaron, pensó que no tenía derecho a permanecer en contacto conmigo. Ahora que se ha vuelto a romper el hielo, tiene el propósito de seguir manteniendo correspondencia conmigo; suponiendo que sea algo que a mí también me apetezca.
Siente pena al enterarse de la muerte de mi marido, al conocer las dificultades con que me enfrento últimamente. Pero todavía eres joven, añade, sólo tienes cincuenta y pocos años, y mucho futuro por delante, así que no debes renunciar a la esperanza.
Son observaciones trilladas y convencionales, quizá, pero percibo sus buenas intenciones, ¿y quién soy yo para desdeñar gestos de verdadera simpatía? Lo cierto es que estoy conmovida.
Entonces, una súbita inspiración. ¿Por qué no hacerle una visita? Se acercan las vacaciones, observa, y quizá me siente bien una pequeña excursión a las Antillas. Hay varias habitaciones de sobra en la casa, y no habría problema alguno para alojarme. Qué feliz lo haría volverme a ver, pasar un tiempo juntos después de tantos años. Me escribe su número de teléfono por si me apetece.
¿Me apetece? Es difícil saberlo.
1215. La información sobre Quillia es escasa. Ya he buscado en Internet, con el resultado de un par de artículos superficiales que contienen una breve historia del lugar y diversas reseñas y datos turísticos. La redacción de estas últimas entradas es atroz, trivial hasta rozar el absurdo: sol resplandeciente…, playas maravillosas…, aguas de un azul paradisíaco.