Ésa fue la idea en principio, pero luego cambié de planes.
¿Cómo los cambiaste?
Dándote este libro. Al menos hoy he hecho algo.
Me parece que ya no lo quiero. El libro te pertenece. Deberías quedarte con él, como recuerdo de tu ímprobo verano.
Pero yo tampoco lo quiero. Sólo de mirarlo me pongo enferma.
¿Qué hacemos con él, entonces? No sé. Dáselo a alguien.
Estamos en Francia, ¿recuerdas? ¿A qué francés en su sano juicio le interesaría una mala traducción inglesa de un poema griego incomprensible?
Tienes toda la razón. ¿Por qué no lo tiramos, simplemente?
Muy desagradable. A los libros hay que tratarlos con respeto, incluso a aquellos que nos ponen enfermos.
Entonces nos lo dejaremos olvidado. Aquí mismo, en este banco. Un regalo anónimo a un desconocido.
Perfecto. Y en cuanto paguemos la consumición y nos marchemos de este café, nunca más volveremos a hablar de Licofrón.
Así empieza la amistad de Walker con Cécile Juin. En muchos aspectos, le parece una persona enteramente imposible. Tiembla y no se está un momento quieta, se muerde las uñas, no fuma ni bebe, es una vegetariana militante, se exige demasiado a sí misma (p. ej., la traducción destruida), y a veces se muestra increíblemente inmadura (p. ej., la estúpida cuestión de no decirle dónde encontró el libro, su infantil fijación con los secretos). Por otro lado, es sin lugar a dudas una de las personas más inteligentes que ha conocido jamás. Su cerebro es un instrumento maravilloso, sus argumentos son envolventes y sus conocimientos de literatura y arte, música e historia, política y ciencias acaban deslumbrándolo. Tampoco es simplemente una máquina memorística, una de esas típicas estudiantes destacadas capaces de ingerir grandes cantidades de información sin contrastar. Es sensible y perspicaz, sus opiniones son indefectiblemente originales, y, por tímida y nerviosa que sea, siempre mantiene su postura con firmeza en cualquier discusión. Durante seis días seguidos, Walker queda con ella para almorzar en el comedor universitario de la rué Mazet. Pasan la tarde juntos deambulando por librerías, yendo al cine, visitando galerías de arte, sentándose en los bancos del Sena. Menos mal que no se siente físicamente atraído hacia ella, que puede limitar sus pensamientos sexuales a Margot (que durante ese periodo pasa una noche con él) y a Gwyn, ausente pero nunca lejana. En una palabra, pese a sus desesperantes manías, disfruta tanto de la compañía intelectual de Cécile que es capaz de renunciar a cualquier pretensión sobre su cuerpo, y con mucho gusto mantiene las manos quietas.
Procediendo con cautela, no le hace preguntas directas sobre Born. Quiere averiguar lo que piensa de él, lo que le parece la próxima boda de su madre con ese viejo amigo de la familia, pero tiene mucho tiempo por delante, el divorcio no se producirá hasta la primavera, y prefiere esperar a que su amistad esté sólidamente arraigada antes de hurgar en asuntos tan privados. Sin embargo, considera instructivo el silencio de Cécile, porque si sintiera un cariño especial por Born, o si le entusiasmara la boda, sería inevitable que hablara de ello de vez en cuando, pero ni siquiera lo menciona, y Walker concluye por tanto que alberga ciertos recelos sobre la decisión de su madre. Quizá la considera una traición a su padre, sospecha él, pero es una cuestión muy delicada para planteársela, y hasta que Cécile la saque directamente a relucir, seguirá fingiendo que no sabe nada sobre su padre, el hombre que está más muerto que vivo en el hospital y que jamás volverá a despertar.
El quinto día de sus paseos cotidianos, Cécile le dice que a su madre le gustaría saber si está libre para ir a cenar a su casa a la noche siguiente, la última antes de que empiece el nuevo curso en el Lycée. El primer impulso de Walker es declinar la invitación, pues teme que Born se cuente entre los comensales, pero resulta que Rudolf ha ido a Londres por asuntos familiares (¿asuntos familiares?) y que sólo serán los tres, Héléne, Cécile y él. Naturalmente, contesta, le gustará mucho asistir a esa pequeña cena. No se siente cómodo en reuniones con mucha gente, pero una velada tranquila con madre e hija le parece estupenda. Cuando dice esa palabra, el rostro de Cécile se ilumina con una expresión de inmoderada y centelleante alegría. En ese momento, Walker comprende de pronto que la invitación no ha venido de Héléne sino de Cécile, que ha sido ella quien ha convencido a su madre para que lo invite a su casa y que lo más probable es que haya estado varios días dándole la lata con ello. Hasta ahora, Cécile se ha mostrado bastante comedida en su presencia, reprimiendo cualquier arranque espontáneo de emoción, y esa manifestación de alegría que se extiende por sus facciones es una señal profundamente preocupante. Lo último que desea es que acabe enamorándose de él.
Viven en la rué de Verneuil, en el séptimo arrondissement, una calle paralela a la rué de l'Université, pero, a diferencia de la residencia palaciega de la familia de Margot, el apartamento de las Juin es pequeño y está amueblado con sencillez, sin duda un reflejo de la limitada situación financiera de Héléne a raíz del accidente de su marido. Pero el piso está sumamente bien arreglado, observa Walker, todo se encuentra en su sitio, impecable, muy limpio y ordenado, desde la inmaculada mesita de cristal a los encerados y relucientes suelos de parqué, como si esa voluntad de orden fuera un intento de guardar las distancias con el caos y lo imprevisible del mundo. ¿Quién podría reprochar a Héléne tan fanática diligencia?, piensa Walker. Está intentando no desmoronarse. Trata de que ni Cécile ni ella se hundan, y con la pesada carga que tiene que soportar, ¿quién sabe si no es ésa la razón por la que está pensando divorciarse de su marido y casarse con Born: para salir a flote y poder respirar de nuevo?
Con Born ausente de la reunión, Walker encuentra a Héléne más simpática y fácil de tratar que a la mujer que conoció hace unos días en el restaurante. Sigue con su actitud reservada, envuelta en un aire de rectitud y decoro, pero cuando lo recibe en la puerta y le estrecha la mano, se sorprende del afecto con que lo mira a los ojos, como si verdaderamente se alegrara de que hubiese venido. A lo mejor se equivocaba al pensar que Cécile ha tenido que insistir para que lo invitara a su casa. A fin de cuentas, quizá fuera la propia Héléne quien propuso la idea: ¿Qué hay de ese chico americano tan raro del que te has hecho amiga, Cécile? ¿Por qué no lo invitas a cenar para que lo conozca mejor?
Una vez más, Cécile ha decidido pasar la velada sin gafas, pero al revés de lo que sucedió en la cena del restaurante, no guiña los ojos. Walker supone que ha empezado a llevar lentes de contacto, pero se abstiene de preguntárselo por si la cuestión la pone en un apuro. Parece más callada de lo habitual, piensa él, más equilibrada y dueña de sí misma, pero no sabe si es porque está haciendo un esfuerzo consciente por comportarse de cierta manera o porque en presencia de su madre se siente más inhibida. Plato tras plato, sirven la cena en la mesa: páté con pepinillos para empezar, pot-au-feu, ensalada de endivias, tres quesos diferentes, y créme caramel de postre. Walker felicita a Héléne por cada plato, y aunque disfruta verdaderamente con cada bocado que toma, es consciente de que no es tan buena cocinera como Margot. Hablan de innumerables asuntos sin importancia. Del instituto y del trabajo, del tiempo, de las diferencias entre la red de metro de París y Nueva York. La conversación se anima considerablemente cuando Cécile y él empiezan a hablar de música, y al término de la cena finalmente la convence (¿después de cuántas malhumoradas negativas?) de que toque algo para su madre y para él. Hay un pequeño piano vertical en la habitación —que sirve como combinación de salón y comedor—, y cuando Cécile se levanta de la mesa y empieza a andar hacia el instrumento, pregunta: ¿Algo en particular? Bach, contesta él, sin vacilar. Una invención a dos partes de Bach.
Toca bien, alcanza las notas de la pieza con obstinada precisión, su dinámica es firme, y si su fraseo es un tanto maquinal, si no llega del todo a la fluidez de una profesional experimentada, ¿quién puede encontrarle defectos por ser algo distinto de lo que es? No se trata de una profesional. Sino de una estudiante de instituto de dieciocho años que toca el piano para su propio placer, e interpreta a Bach de manera eficaz, con destreza, y con mucho sentimiento. Walker recuerda sus torpes intentos de aprender a tocar el piano cuando era pequeño y la decepción que se llevó al descubrir que no tenía aptitudes para ello. Por tanto aplaude la interpretación de Cécile con gran entusiasmo, alabando sus esfuerzos y diciéndole que, en su opinión, es muy buena. No tanto, responde ella, con esa fastidiosa modestia suya. Sólo regular. Pero, a pesar del menosprecio de sí misma, Walker observa cómo su boca se estira hacia abajo, ve cómo procura suprimir una sonrisa, y comprende lo mucho que sus cumplidos han significado para ella.
Un momento después, se excusa y sale al pasillo (sin duda una visita al baño), y por primera vez en lo que va de noche Walker se queda a solas con la madre. Como Héléne sabe que Cécile no tardará mucho en volver, va derecha al grano, sin querer perder un solo segundo.
Tenga cuidado con ella, señor Walker, le advierte. Es una persona compleja, frágil, y no tiene experiencia con los hombres.
Cécile me gusta mucho, confiesa él, pero no en el sentido que parece usted sugerir. Disfruto estando en su compañía, eso es todo. Como amigo.
Sí, no me cabe duda de que le gusta. Pero no la quiere, y el problema es que ella se ha enamorado de usted.
¿Es que se lo ha dicho?
No hace falta que me lo diga. No tengo más que mirarla.
No puede estar enamorada de mí. Sólo la conozco desde hace una semana.
Un año, una semana, ¿qué más da? Estas cosas ocurren, y no quiero que sufra. Tenga cuidado, por favor. Se lo ruego.
Los temores se han materializado. La inocencia se ha convertido en culpa, y esperanza es una palabra cercana a la desesperación. En todos los barrios de París hay gente tirándose por la ventana. El metro está inundado de excrementos humanos. Los muertos están saliendo de sus tumbas. Fin del Acto II. Telón.
Acto III. Cuando Walker sale del apartamento de las Juin, tambaleándose en la fría noche de septiembre, no le cabe la menor duda de que Héléne le ha dicho la verdad. Él ya lo sospechaba por su parte, y ahora que sus recelos se han confirmado comprende que tendrá que emplear una nueva estrategia. Para empezar, no habrá más paseos diarios con Cécile. Por mucho cariño que le haya tomado, debe tener cuidado (sí, Héléne tiene razón), debe andarse con mucho tacto para no hacerle sufrir. Pero ¿qué significa tener cuidado? Romper las relaciones con ella le parece de una crueldad innecesaria, pero si continúa viéndola, ¿no interpretará ella su ininterrumpido interés como una señal de aliento? No hay una solución sencilla para ese dilema. Porque el caso es que debe verla, quizá no tan a menudo como antes, tal vez no tantas horas seguidas, pero tiene que verla porque es la persona con quien ha decidido descargar su conciencia, a la que va a contar el asesinato de Cedric Williams. Cécile creerá la historia. Si en cambio se dirige a su madre, correrá el riesgo de que Héléne no la admita. Pero si Cécile la cree, entonces mejorarán sus posibilidades con Héléne, porque es más que probable que haga caso de lo que su hija le cuenta.
Llama a Margot a la mañana siguiente, esperando distraerse del embrollo de incertidumbres pasando un rato en su compañía: dependiendo de su humor del momento, claro está, y de si no tiene nada que hacer.
Qué casualidad, dice Margot. Estaba a punto de coger el teléfono para llamar a tu hotel.
Me alegro, contesta Walker. Eso significa que estábamos pensando el uno en el otro en el mismo momento. La telepatía es el mejor indicio de que existe un vínculo sólido entre dos personas.
Dices unas cosas más raras…
¿Quieres explicarme por qué me ibas a llamar, o te digo yo por qué te he llamado? Tú primero.
Muy sencillo. Me muero de ganas de verte. Me encantaría que nos viéramos, pero no puedo. Por eso quería hablar contigo. ¿Pasa algo?
No, no pasa nada. Me voy una semana fuera y quería que lo supieras. ¿Fuera? Sí, a Londres. ¿A Londres?
¿Por qué repites todo lo que yo digo?
Lo siento. Pero en Londres hay alguien más, también.
Aparte de otros diez millones de personas. ¿Estás pensando en alguien en particular?
Creí que a lo mejor lo sabías.
¿De qué estás hablando?
Born. Se fue a Londres hace tres días.
¿Y por qué debería importarme?
No irás a verlo, ¿verdad?
No seas ridículo.
Porque si vas a verlo, me parece que no podré soportarlo.
Pero ¿qué te pasa? Pues claro que no voy a verlo. Entonces, ¿por qué te marchas?
No me hagas esto, Adam. No tienes derecho a hacerme esa pregunta. Yo creo que sí.
No tengo que dar explicaciones a nadie; y a ti menos aún.
Lo siento. Me estoy portando como un idiota, ¿verdad? Retiro la pregunta.
Si te empeñas en saberlo, voy a ver a mi hermana. Está casada con un inglés y vive en Hampstead. Su niño va a cumplir tres años, y me han invitado a la fiesta de aniversario. Además, sólo para completar la historia, mi madre viene conmigo.
¿Puedo verte antes de que te marches?
Salimos para el aeropuerto dentro de una hora.
Lástima. Voy a echarte de menos. Mucho, la verdad.
Sólo son ocho días. Contrólate, buen hombre. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.
Tras la desalentadora charla con Margot, vuelve a su habitación y anda alicaído durante unas horas, sin fuerzas para ponerse a trabajar en el escritorio, incapaz de concentrarse en el libro que está intentando leer (Les Choses: Une Histoire des années soixante, de Georges Perec), y no tarda mucho en pensar de nuevo en Cécile, recordando que hoy es su primer día de clase y que no muy lejos de donde él está sentado ella se encuentra en un aula del Lycée Fénelon, rebuscando en su bolsa de recién afilados lapiceros mientras atiende a la lección de uno de sus profesores sobre la prosodia de Moliere. La evitará de momento, dice para sí, y cuando sus propias clases empiecen dentro de ocho días (precisamente cuando vuelve Margot), tendrá una legítima excusa para verla menos a menudo, y a medida que disminuya el tiempo que pasen juntos, quizá también se debilite su enamoramiento hacia él.