H. y W. sentados a la mesa de la cocina. Café, pan y mantequilla, un tarro de yogur. No queda mucho que hablar acerca de C. Antes de que sea demasiado tarde, debe llevarla por otro camino, incitarla a que hable de su marido, de Born. Ha de comprobar que los hechos son correctos antes de lanzarse. Born le habló de la boda la primavera pasada, M. se lo confirmó dándole nuevos datos sobre el divorcio, C. no lo ha negado, pero H. aún debe sacar el tema a relucir. ¿Cómo proceder? Empieza él mencionando a Rudolf, describe su encuentro en Nueva York en abril, sin sugerir que sean otra cosa que buenos amigos, luego habla de cuando Born volvió en mayo de París y de lo entusiasmado que estaba al anunciar que iba a casarse con ella. ¿Es cierto? H. asiente con la cabeza. Sí, es verdad. Luego añade que es la decisión más dolorosa que ha tomado nunca. Como desahogándose, empieza a hablar de su marido, a contarle el accidente de coche en los Pirineos, la curva muy cerrada y la caída por la falda de la montaña, el hospital, la angustia de los últimos seis años y medio, los estragos causados en C: un diluvio de palabras, y luego un torrente de lágrimas. W. apenas tiene valor para continuar. El llanto cede. Está avergonzada, se disculpa. Qué extraño que se haya confiado a él, observa, un muchacho de Nueva York apenas mayor que su hija, una persona que casi no conoce. Pero Rudolf tiene un gran concepto de usted, y ha sido tan bueno con C…, quizá sea por eso.
W. está a punto de abandonar todo el asunto. Mantén la boca cerrada, dice para sí, deja en paz a la pobre mujer. Pero no puede. Su cólera es demasiado grande, sencillamente, de modo que se arroja al precipicio y se pone a hablar de Cedric Williams y Riverside Drive: lamentándolo, odiándose a sí mismo a cada palabra que pronuncia, pero incapaz de detenerse. H. escucha en un silencio pasmado. Sus palabras son una hacha afilada, y le está cortando la cabeza, la está matando.
No cabe duda de que le cree. Por la forma que tiene de mirarlo deduce que está convencida de que dice la verdad. Pero da lo mismo. Le está destrozando la vida, y ella no tiene más remedio que defenderse. ¿Cómo se atreve a formular esas horribles acusaciones, sin prueba alguna, sin nada que respalde sus afirmaciones?
Yo lo presencié, sostiene él. La prueba está en mis ojos, en lo que vi.
Pero ella no acepta eso. Rudolf es un profesor distinguido, un intelectual, una persona perteneciente a una de las mejores familias, etc. Es su amigo, la ha rescatado de años de desgracia, no hay otro hombre como él en el mundo.
Los rasgos endurecidos. Ya nada de lágrimas, se acabó la compasión de sí misma. Furiosa desde su superioridad moral.
W. se levanta para marcharse. No hay nada más que decir. Sólo una cosa, que declara justo antes de salir del apartamento: Consideré que era mi deber decírselo. Procure verlo con cierta perspectiva, y comprenderá que no hay razón alguna para que le haya mentido. Quiero que Cécile y usted sean felices, eso es todo, y estoy convencido de que está usted a punto de cometer un tremendo error. Si no me cree, haga el favor de preguntar a Rudolf por qué lleva una navaja automática en el bolsillo.
Domingo por la mañana. Llaman a la puerta. Maurice, con los ojos empañados, sin afeitar, aún recuperándose de la juerga del sábado por la noche.
Una llamada para usted, jeune homme.
W. baja las escaleras hasta la recepción y coge el teléfono. La voz de Born le dice: Me he enterado de que has estado hablando mal de mí, Walker. Creí que teníamos un acuerdo, y ahora te vuelves atrás y me apuñalas por la espalda. Como un judío. Justo como el apestoso judío que eres, con tu falso nombre anglosajón y tu asquerosa boquita. Hay leyes contra eso, ¿sabes? Injurias y calumnias, difamación, propagar embustes sobre la gente. ¿Por qué no te vas a casa? Haz la maleta y márchate de París. Renuncia al curso en el extranjero y lárgate de aquí. Si te quedas, lo lamentarás, Walker, te lo prometo. Saldrás con el culo tan quemado que no podrás volver a sentarte en la vida.
Lunes por la tarde. Se sitúa frente al Lycée Fénelon, esperando que Cécile salga del edificio. Cuando por fin aparece, rodeada de una multitud de compañeras, lo mira a los ojos y tuerce la cabeza. Echa a andar hacia la rué Saint-André des Arts. W. corre para alcanzarla. La coge del codo, pero ella da un tirón y se libra de su mano. Vuelve a agarrarla, obligándola a detenerse. ¿Qué te pasa?, le pregunta. ¿Por qué no quieres hablarme?
¿Cómo has podido?, contesta ella, gritándole con una voz estridente. Decir todas esas monstruosidades a mi madre. Estás enfermo, Adam. Eres una mala persona. Deberían arrancarte la lengua.
Él intenta calmarla, hacer que lo escuche.
No quiero verte nunca más.
Hace un último esfuerzo por razonar con ella.
Cécile rompe a llorar. Luego le escupe en la cara y se va.
Lunes por la noche. La puta voluminosa de la rué Saint-Denis, que masca chicle. Es su primera experiencia con una prostituta. El cuarto huele a insecticida, sudor y restos de vómito.
Martes. Pasa el día entero caminando por París. Ve a un cura jugando al criquet con una pandilla de chicos en los Jardines de Luxemburgo. Da diez francos a un clochard en la rué Monge. El cielo de finales de septiembre se oscurece a su alrededor, cambiando de un azul metálico al añil más oscuro. Se ha quedado con la mente en blanco.
Martes por la noche. A las tres de la madrugada, un fuerte ruido frente a su habitación. Está profundamente dormido, agotado de la maratoniana excursión por la ciudad. Alguien llama a la puerta. No, alguien, no, son muchos. Un ejército de puños golpeando su puerta.
Dos policías de uniforme, jóvenes gendarmes franceses con pistolas enfundadas y porras en la mano. Un agente de más edad, con traje. Un ofuscado Maurice merodeando a la puerta. Preguntan si se llama Adam Walker: Valkair. Le piden los papeles, refiriéndose a su pasaporte estadounidense, y cuando se lo entrega a uno de los gendarmes, no se lo devuelven. Luego el agente mayor ordena al otro guardia que registre el armoire. Abre el cajón de abajo, y saca una especie de ladrillo envuelto en papel de aluminio. El policía joven se lo da al viejo, que empieza a abrir el envoltorio. Hachís, proclama. Más de dos kilos y medio, puede que tres.
La exquisita ironía de la represalia de Born. El muchacho que nunca en la vida ha tomado drogas, acusado de posesión.
Se lo llevan. En el asiento trasero del coche, W. dice al policía mayor que es inocente, que alguien ha puesto la droga en su habitación mientras él estaba fuera. El agente le ordena que se calle.
Le hacen entrar en un edificio, lo dejan en un cuarto y cierran la puerta con llave. No tiene idea de dónde se encuentra. Lo único que sabe es que está en una pequeña habitación sin muebles en alguna parte de París y que le han puesto esposas en las muñecas. ¿Lo han detenido? No está seguro. No le han dicho una palabra, pero le parece raro que no lo hayan fotografiado ni tomado las huellas, que se encuentre en ese pequeño cuarto vacío y no en los calabozos de alguna prisión.
Lo tienen allí cerca de siete horas. A las diez y media, lo sacan del edificio y lo conducen al Palais de Justice. Le quitan las esposas de las muñecas. Entra en un despacho y habla con un hombre que dice ser el juge d'instruction. Podría ser quien dice que es, pero W. sospecha que no. Está cada vez más convencido de que todo es una farsa montada por Rudolf Born, y todos esos hombres y mujeres son simples actores.
El juez de instrucción, suponiendo que lo sea, le comunica que es un joven con suerte. La posesión de tal cantidad de drogas ilícitas es un delito grave en Francia, penado con muchos años de cárcel. Afortunadamente para W., una persona con considerable influencia en círculos gubernamentales ha intercedido en su favor, solicitando clemencia en vista de los hasta ahora intachables antecedentes del acusado. El Ministerio de Justicia está por tanto dispuesto a hacer un trato con W. Retirarán los cargos si él acepta la deportación. Nunca se le permitirá la entrada en Francia, pero será libre en su país.
El juge d'instruction abre el cajón superior de su escritorio y saca el pasaporte de W. (que sostiene en alto con la mano derecha) y un billete de avión (que alza con la mano izquierda). Es una oferta válida únicamente para este momento, le advierte. Lo toma o lo deja.
W. lo toma.
Bien, le dice. Sabia decisión. El avión sale a las tres de esta tarde. Eso le dará el tiempo justo para volver a su hotel y hacer la maleta. Lo acompañará un agente, desde luego, pero una vez que el avión despegue y salga de territorio francés, el asunto quedará cerrado. Esperamos de todo corazón no volver a verlo más. Que tenga buen viaje, señor Walker.
Y así concluye la breve estancia de W. en la región de Galia: expulsado, humillado, proscrito de por vida.
Nunca regresará, y jamás volverá a ver a ninguno de ellos.
Adiós, Margot. Adiós, Cécile. Adiós, Héléne.
Cuarenta años después, poseen la misma realidad que los fantasmas.
No son ya más que fantasmas, y W. pronto andará entre ellos.
Volando de vuelta de San Francisco a Nueva York, rebusqué en mi memoria para encontrar el momento exacto en que volví a ver a Walker en el otoño de 1967. No sabía que se había ido a estudiar ese año a París, pero a pocos días de comenzar el curso, cuando celebramos la primera reunión del departamento editorial de la Columbio. Review (Adam y yo formábamos parte del consejo de redacción), observé que no estaba allí. ¿Qué le ha pasado a Walker?, pregunté a alguien, y entonces fue cuando me enteré de que estaba en Europa, inscrito en el curso de estudios en el extranjero de tercer año. No mucho después (¿una semana, diez días?), apareció de pronto. Yo asistía al seminario sobre poesía de los siglos XVI y XVII (Wyatt, Surrey, Raleigh, Greville, Herbert, Donne) de Edward Tayler, el mismo que nos había dado a Milton la primavera pasada. Walker y yo habíamos estado juntos en esa clase, y ambos éramos de la opinión de que Tayler era con mucho el mejor profesor del Departamento de Inglés. Como el seminario estaba destinado en principio a licenciados, me sentía afortunado de que me hubieran admitido en mi calidad de estudiante de tercero, y trabajaba como un descosido para el malicioso, irónico, hermético y siempre brillante Tayler, ansiando ganarme el respeto de esa persona exigente, tan admirada. El seminario se celebraba dos veces por semana durante hora y media, y a la tercera o cuarta sesión, sin previo aviso, allí estaba Walker otra vez, inesperadamente entre nosotros, el decimotercer miembro de la clase, oficialmente limitada a doce.
Charlamos en el pasillo después, pero Adam parecía distraído, reacio a dar muchas explicaciones sobre su precipitado regreso a Nueva York (ahora sé por qué). Mencionó que lo había decepcionado el curso de París, que las asignaturas que le habían permitido estudiar no eran lo bastante interesantes (todo gramática, nada de literatura), y que en vez de perder el tiempo en los sótanos de la burocracia educativa francesa, decidió volver. Abandonar el curso en el extranjero nada más empezar había causado ciertos trastornos, pero en su opinión Columbia se había portado con insólita amabilidad, y aunque las clases ya habían empezado cuando él salió disparado de París, una larga charla con uno de los decanos había arreglado la cuestión, y lo habían readmitido como estudiante oficial de pleno derecho; lo que significaba que no tenía que preocuparse por el reclutamiento, al menos durante otros cuatro semestres. El único problema era que no tenía sitio fijo en donde vivir. Durante julio y agosto había compartido su antiguo apartamento con su hermana, pero después de marcharse durante lo que creía que iba a ser un año entero, ella había encontrado una compañera de piso, y ahora él estaba en la calle. De momento, dormía en casa de diversos amigos que vivían en el barrio mientras buscaba un apartamento para él solo. En realidad, añadió, bajando la cabeza y echando un vistazo a su reloj, tenía una cita dentro de veinte minutos para ver un pequeño estudio que acababa de quedarse libre en la calle Ciento nueve, y tenía que largarse pitando. Hasta luego, me dijo, y acto seguido echó a correr hacia las escaleras.
Yo sabía que Adam tenía una hermana, pero era la primera vez que oía que estaba en Nueva York: residente en Morningside Heights, nada menos, y haciendo un curso de posgrado en Inglés en Columbia. Dos semanas después, la vi por primera vez en el campus. Ella pasaba por delante de la estatua del pensador de Rodin de camino al edificio de Filosofía, y por su gran parecido, casi inquietante, con su hermano tuve la seguridad de que aquella chica que se cruzaba fugazmente conmigo era la hermana de Walker. Ya he mencionado lo guapa que era, pero decirlo no hace justicia a la gran impresión que causó en mí. Gwyn resplandecía de belleza, era una criatura incandescente, una tormenta en el corazón de todo hombre que le pusiera los ojos encima, y el verla por primera vez se cuenta entre los momentos más asombrosos de mi vida. La deseaba —desde el primer momento la deseé— y, con la apasionada obstinación de un estúpido soñador, fui tras ella.
Nunca pasó nada. Llegué a conocerla un poco, quedamos a tomar café un par de veces, la invité al cine (no quiso venir), a un concierto (declinó la invitación), y luego, por casualidad, acabamos juntos en un enorme restaurante chino y hablamos durante media hora de la poesía de Emily Dickinson. Poco después de eso, la convencí para que diera un paseo conmigo por Riverside Park, intenté besarla, y me apartó de un empujón. No, Jim, me dijo. Estoy saliendo con alguien. No puedo hacerlo.
Eso fue el final de todo. Varios golpes con el bate, fracaso en establecer contacto en ningún lanzamiento, y fin del partido. El mundo se derrumbó, volvió a recomponerse, y me las arreglé para ir tirando. Para mi gran fortuna, ya llevo casi treinta años con la misma mujer. No puedo imaginarme vivir sin ella, y sin embargo cada vez que Gwyn me viene al pensamiento, confieso que continúo sintiendo una ligera punzada. Era la imposible, la inalcanzable, aquella con la que nunca podía contarse: un espectro del Reino del Acaso.
Una Norteamérica invisible yacía silenciosa en la oscuridad a mis pies. Mientras volaba de San Francisco a Nueva York, rememorando los malos tiempos de 1967, me di cuenta de que tendría que escribirle una nota de pésame a primera hora del día siguiente.
Resultó que Gwyn ya se había puesto en contacto. Cuando entré por la puerta de mi casa en Brooklyn, mi mujer me dio un cálido y ferviente abrazo (la había llamado desde San Francisco, sabía que Adam había muerto), y luego me dijo que aquel mismo día una tal Gwyn Tedesco me había dejado un mensaje en el contestador.