Walker llega a París un mes antes de la fecha prevista para el comienzo de sus clases. Ya ha rechazado la idea de vivir en una residencia de estudiantes y por tanto debe buscar un sitio en donde alojarse. En su primera mañana después de la travesía del Atlántico, vuelve al hotel en que residió varias semanas durante su primera visita a París dos años antes. Tiene pensado utilizarlo como base mientras busca mejor acomodo en otra parte, pero el gerente borrachín con barba de dos días lo recuerda de su anterior estancia, y cuando Walker le menciona que va a quedarse un año entero, el hombre le ofrece una tarifa mensual que, calculando el promedio, le sale a menos de dos dólares la noche. Nada es caro en el París de 1967, pero incluso para los niveles de la época resulta un alquiler sumamente bajo, casi una obra de caridad, y en un impulso Walker decide aceptar la oferta. Cierran el trato con un apretón de manos, y el hombre lo conduce a la trastienda para invitarlo a un trago de vino. Son las diez de la mañana. Cuando se lleva la copa a los labios y toma el primer sorbo del áspero
vin ordinaire
, Walker se dice a sí mismo: Adiós, América. Para bien o para mal, ahora estás en París. No debes venirte abajo.
El Hotel du Sud es un establecimiento decrépito, a punto de desmoronarse, en la rué Mazarine, del sexto
arrondissement
, no lejos de la estación de metro Odéon del Boulevard Saint-Germain. En Estados Unidos, un edificio en tan mal estado estaría condenado a la demolición, pero esto no es Norteamérica, y el destartalado adefesio en que ahora habita Walker es sin embargo una estructura histórica, erigida en el siglo XVII, según cree, quizá incluso antes, lo que significa que a pesar de la mugre y el deterioro, pese a los chirriantes y gastados peldaños de la estrecha escalera circular, su nueva morada no carece por completo de encanto. De acuerdo, su habitación es un ámbito desastroso de empapelado quebradizo y desconchado con el entarimado lleno de grietas, y la cama un antiguo armatoste de muelles con el colchón hundido y la almohada dura como la piedra, el pequeño escritorio se tambalea, la silla podría ser la menos cómoda de toda Europa, y al armario le falta una puerta, pero, dejando a un lado esos inconvenientes, el cuarto es bastante espacioso, la luz entra a raudales por las dos ventanas dobles, y no se oye el ruido de la calle. Cuando el gerente abre la puerta y lo hace pasar por primera vez, Walker tiene la inmediata sensación de que es un buen sitio para escribir poemas. A la larga, eso es lo único que cuenta. Es la clase de habitación en que se supone que trabajan los poetas, el tipo de cuarto que amenaza con doblegar el espíritu y obliga a una constante batalla con uno mismo, y cuando Walker deposita la máquina de escribir y la maleta a los pies de la cama, jura no pasar menos de cuatro horas diarias escribiendo, aplicándose a su trabajo con mayor diligencia y concentración que nunca. No importa que no haya teléfono, que el retrete común esté al fondo del pasillo, que no pueda bañarse ni ducharse en ningún sitio, que todo sea viejo a su alrededor. Walker es joven, y ésa es la habitación en donde tiene la intención de reinventar-se a sí mismo.
Hay asuntos de la universidad de los que tiene que ocuparse, el tedio de consultar con el director del curso de estudios en el extranjero, seleccionar las asignaturas, rellenar formularios, asistir a un almuerzo obligatorio para conocer a los demás estudiantes que este año estarán en París. Sólo hay seis (tres chicas de Barnard y tres chicos de Columbia), y mientras todos ellos parecen cordiales y simpáticos, más que dispuestos a aceptarlo como miembro de la pandilla, Walker decide andar lo menos posible con ellos. No siente inclinación en convertirse en parte del grupo, y desde luego no quiere perder tiempo hablando en inglés. El único propósito de venir a París es perfeccionar el francés. Con objeto de conseguirlo, el tímido y reticente Walker tendrá que hacer acopio de valor para entrar en contacto con la gente del lugar.
En un impulso, decide llamar a los padres de Margot. Recuerda que los Jouffroy viven en la rué de l'Université, en el séptimo arrondissement, no muy lejos de su hotel, y espera que puedan decirle dónde encontrarla. Por qué quiere volver a ver a Margot es una cuestión difícil de responder, pero de momento Walker ni siquiera se molesta en planteársela. Lleva seis días en París, y lo cierto es que empieza a sentirse un tanto solo. En vez de renegar de su plan de no confraternizar con sus compañeros, lleva tenazmente una vida aparte, sin salir de su habitación en toda la mañana, instalado frente a su tambaleante escritorio, componiendo y corrigiendo sus últimos poemas, y luego, después de que el hambre lo impulsa a bajar a la calle en busca de algo que comer (las más de las veces al comedor universitario de la rué Mazet, a la vuelta de la esquina, donde puede consumir un almuerzo sin gusto pero satisfactorio por dos francos), pasa el resto de las horas diurnas caminando sin rumbo por la ciudad, hojeando volúmenes en librerías, leyendo en los bancos de los parques, sensible al mundo que lo rodea pero sin sumergirse a fondo en él, aún tanteando el camino, no descontento, no, pero un poco mustio por la continua soledad. Descontando a Born, Margot es la única persona en todo París con quien ha compartido algo en el pasado. Si ella y Born están juntos de nuevo, deberá evitarla y entonces no la verá, pero si resulta que están real y verdaderamente separados, que la ruptura ha continuado efectivamente durante estos tres largos meses últimos, ¿qué mal podría haber pues en verla otra vez para tomar una inocente taza de café? Duda de que tenga interés en reanudar las relaciones físicas con él, pero en caso afirmativo aprovecharía gustosamente la oportunidad de acostarse de nuevo con ella. Al fin y al cabo, había sido la temeraria e irrefrenable Margot quien había desatado en él la vorágine erótica que condujo al arrebato de finales del verano. Está seguro del vínculo. Sin la influencia de Margot, sin el cuerpo de Margot para instruirlo en los complejos procesos de su propio corazón, la historia con Gwyn nunca habría sido posible. Margot la audaz, Margot la silenciosa, Margot el cero a la izquierda. Sí, le apetece mucho verla, aunque sólo sea para tomar una inocente taza de café.
Entra en el café de la esquina, pide al camarero fichas para el teléfono, y luego baja al sótano a mirar en la guía el número de los Jouffroy. Se siente animado al oír que descuelgan a la primera llamada; quedándose luego pasmado cuando resulta que quien contesta es Margot en persona.
Walker insiste en mantener la conversación en francés. En la primavera, hablaban muchas veces en francés, pero en general se comunicaban en inglés, y aunque Margot es una persona de pocas palabras, Walker sabe que puede expresarse más cómodamente en su propia lengua. Ahora que está en París, tiene intención de devolver a Margot su condición de francesa, y se pregunta si no demostrará ser una persona un tanto diferente en su propio país y en su propio idioma. La verdadera Margot, por decirlo así, a gusto en la ciudad en donde ha nacido, y no una visitante distanciada y hostil, perdida en una Norteamérica que apenas puede soportar.
Repasan la habitual letanía de preguntas y respuestas. ¿Qué demonios está haciendo en París? ¿Cómo le van las cosas? ¿Ha sido pura coincidencia que cogiera ella el teléfono o se ha ido a vivir con sus padres? ¿A qué se dedica ahora? ¿Tiene tiempo para ir con él a tomar un té? Ella duda un momento y luego lo sorprende al contestar: ¿Por qué no? Quedan en verse en La Palette dentro de una hora.
Son las cuatro de la tarde y Walker llega primero, con diez minutos de adelanto. Pide una taza de café y se queda allí sentado durante media hora, cada vez más convencido de que le ha dado plantón, pero cuando está a punto de marcharse, aparece Margot. Moviéndose de esa forma tan característica suya, lenta y distraída, con un esbozo de sonrisa asomando a sus labios, le da un cálido beso en cada mejilla y se sienta en una silla frente a él. No se disculpa por llegar tarde. Margot no es la clase de persona que haría una cosa así, y Walker no lo espera de ella, ni soñaría en pedirle que se rigiera por otras normas que no fueran las suyas propias.
¿En francais, alors?, pregunta ella.
Sí, contesta él, en francés. Por eso he venido. Para perfeccionar el idioma. Como tú eres la única persona que conozco en París, esperaba que pudiera practicarlo contigo.
Ah, así que es eso. Quieres utilizarme para mejorar tu educación.
Por así decir. Pero no se trata sólo de eso. O sea, no tenemos que hablar a cada momento, si no quieres.
Margot sonríe, luego cambia de tema y le pide un cigarrillo. Cuando le enciende el Gauloises, Walker la mira y de pronto se da cuenta de que nunca podrá separarla de la imagen de Born. Comprenderlo le resulta atroz, y acaba enteramente con el tono festivo y seductor que trataba de poner en marcha. Llamarla ha sido una estupidez, se dice a sí mismo, una idiotez pensar que podría volver a hablar con ella en la cama haciendo como si los horrores de la primavera no hubiesen sucedido. Aunque Margot ya no forme parte de la vida de Born, está ligada a él en su memoria, y mirarla no es muy distinto de mirar al propio Born. Incapaz de contenerse, empieza a contarle el paseo por Riverside Drive en aquel anochecer de mayo, cuando ella ya se había marchado de Nueva York. Le describe el apuñala-miento. Le dice sin rodeos que Born es claramente el asesino de Cedric Williams.
Observa con atención el rostro de Margot mientras vuelve a narrarle los truculentos detalles de aquella noche y los días siguientes, y por una vez le parece un ser humano normal, una persona viva como él, provista de conciencia y capacidad de sentir dolor, y a pesar del cariño que siente por ella, descubre que disfruta castigándola así, haciéndole daño de esa manera, destruyendo su fe en la persona con quien ha vivido durante dos años, un hombre a quien se supone que ha querido. Margot se ha echado a llorar. Walker se pregunta si le está haciendo eso movido por la forma en que lo trató en Nueva York. ¿Es su venganza por haberlo abandonado de pronto al comienzo de su aventura amorosa? No, no lo cree. Se lo cuenta porque es consciente de que ya no puede mirarla sin ver a Born, y por consiguiente ésa será la última vez que la vea, y quiere que sepa la verdad antes de que cada uno se vaya por su lado. Cuando acaba de contarle la historia, ella se levanta de la mesa y se precipita en dirección al servicio de señoras.
No está seguro de que vaya a volver. Se ha llevado el bolso a los lavabos, y como en la calle hace buen tiempo y la temperatura es cálida, al entrar en el café no traía abrigo ni chaqueta, lo que significa que no hay prenda alguna colgada en el respaldo de su silla. Walker decide concederle un cuarto de hora, y si para entonces no ha vuelto a la mesa, se levantará y se marchará. Mientras, pide otra consumición al camarero. No, esta vez nada de café, le dice. Que sea una cerveza.
Margot está ausente algo menos de diez minutos. Cuando vuelve a sentarse en su silla, Walker observa la hinchazón en torno a los párpados, el vidrioso brillo en los ojos, pero el maquillaje sigue intacto, y ya no tiene las mejillas manchadas de rimel. Piensa: El rimel de Gwyn en la noche del aniversario de Andy; el rimel de Margot en una tarde de septiembre en París; el lacrimoso rimel de la muerte.
Discúlpame, le dice en tono apagado. Eso que me has contado… Yo no… Ya no sé qué pensar.
Pero me crees, ¿verdad?
Sí, te creo. Nadie podría nunca inventarse una cosa así.
Lo siento. No pretendía disgustarte, pero pensé que debías saber lo que pasó; sólo por si alguna vez te sientes tentada a volver con él.
Lo extraño es que no me sorprende…
¿Te ha pegado Born en alguna ocasión?
Sólo una vez. Una bofetada en la cara. Un manotazo fuerte, lleno de furia, en pleno rostro.
¿Sólo una vez?
Sólo una vez. Pero es un individuo violento. Bajo todo su encanto y sus ingeniosos chistes, hay verdadera ira, auténtica violencia. Odio admitirlo ahora, pero creo que eso me excitaba. No saber si podía confiar en él o no, no estar nunca segura de lo que sería capaz de hacer. Sólo me pegó esa vez, pero se metió en un par de peleas cuando estábamos juntos, altercados con otros hombres. Ya conoces su carácter. Sabes cómo es cuando se emborracha. Creo que le viene de sus tiempos del ejército, de la guerra, de las cosas horribles que hizo entonces. Torturar prisioneros. Una vez me confesó que había practicado la tortura en Argelia. Al día siguiente lo negó, pero yo no lo creí, aunque lo fingiera. La primera versión era la verdadera, estaba convencida.
¿Qué me dices de la navaja que lleva en el bolsillo? ¿No te dio miedo alguna vez?
Yo tomo a la gente tal como es, Adam. No hago muchas preguntas. Si quería llevar una navaja, yo suponía que era asunto suyo. Afirmaba que el mundo era peligroso y había que protegerse. Después de lo que te pasó aquella noche en Nueva York, eso no se lo puedes discutir, ¿verdad?
Mi hermana tiene una teoría. No sé si está en lo cierto, pero piensa que Born se puso a hablar conmigo en la fiesta porque sentía cierta atracción sexual hacia mí. Una atracción homoerótica, según sus propias palabras. ¿Tú qué crees? ¿Tiene razón o no? Puede ser. Todo es posible.
¿Te ha dicho alguna vez que se siente atraído hacia los hombres?
No. Pero eso no tiene nada que ver. Yo no sé lo que hizo antes de que me fuera a vivir con él. Ni siquiera estoy al corriente de todo lo que hizo cuando estábamos juntos. ¿Quién conoce los deseos secretos de otra persona? A menos que los lleve a la práctica o hable de ellos, tú no tienes la menor idea. De lo único que puedo hablar es de lo que he visto con mis propios ojos; y he visto lo siguiente. Justo al principio de nuestra relación, Rudolf y yo hicimos un trío con otro hombre. Fue idea mía. Rudolf se prestó a ello para complacerme, para demostrar que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que yo le pidiera. El otro era un antiguo amigo mío, con el que me había acostado antes, un tío guapísimo. Si Rudolf se hubiera sentido atraído hacia él, lo habría besado, ¿no te parece? Incluso se habría lanzado a chuparle la polla. Pero no hizo nada de eso. Le gustaba mirar lo que yo hacía con François, me di cuenta de lo cachondo que se ponía al ver cómo me la metía, pero no lo tocó en el aspecto sexual. ¿Prueba eso algo? No sé. Lo único que puedo decirte es que cuando te vi en la fiesta de Nueva York, le dije a Rudolf que eras uno de los chicos más guapos que había visto en la vida. Él estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que parecías un Adonis atormentado, un Lord Byron al borde de una crisis nerviosa. ¿Significa eso que se sentía atraído hacia ti? Puede que sí y puede que no. Eres un caso especial, Adam, y lo que te hace tan distinto es que no tienes idea del efecto que causas en los demás. Me parece perfectamente posible que un heterosexual se chiflara por ti. A lo mejor es lo que le pasó a Rudolf. Pero no lo sé con seguridad, porque aun en el caso de que se enamorara de ti, nunca me dijo una palabra.