¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo se traslada a la acción en el mundo físico esa idea que os da vueltas en la cabeza? A la mitad de la tercera copa, cuando Gwyn se inclina hacia delante y deja el vaso sobre la improvisada mesa. Te has prometido a ti mismo que no darás el primer paso, que te abstendrás de tocarla hasta que ella te toque a ti, porque sólo entonces sabrás más allá de toda duda que quiere lo mismo que tú y que no has interpretado mal su deseo. Estás un poco borracho, por supuesto, pero no más de la cuenta, no de manera tan atroz como para perder el juicio, y tienes pleno conocimiento de la importancia de lo que estás a punto de hacer. Tu hermana y tú ya no sois los torpes e ignorantes mocosos que erais en la noche del gran experimento, y lo que ahora te planteas es una transgresión de tamaño monumental, algo inicuo y siniestro según la ley humana y divina. Pero no te importa. Ésa es la simple realidad del asunto: no te avergüenzas de lo que sientes. Amas a tu hermana. La quieres más que a ninguna persona que hayas conocido o vayas a conocer en la faz de esta miserable tierra, y como te marcharás del país aproximadamente dentro de un mes, para no volver en todo un año, ésta es tu única oportunidad, la única posibilidad que os queda a los dos, ya que es casi inevitable que otro Timothy Krale aparezca en la vida de Gwyn mientras tú estás fuera. No, no has olvidado el voto que formulaste a los doce años, la promesa que hiciste de ajustar tu vida como ser humano a unas normas éticas de conducta. Quieres ser buena persona, y todos los días procuras cumplir el juramento que hiciste por la memoria de tu hermano muerto, pero mientras estás sentado en el sofá viendo cómo tu hermana deposita el vaso en la mesa, te dices que el amor no es una cuestión moral, como tampoco lo es el deseo, y mientras no os perjudiquéis el uno al otro ni a nadie más, no incumplirás tu palabra.
Un momento después, dejas también tu vaso. Os recostáis los dos en el sofá, y Gwyn te coge de la mano, entrelazando sus dedos con los tuyos. Te pregunta: ¿Tienes miedo? Le contestas que no, no tienes miedo, eres sumamente feliz. Yo también, afirma ella, y entonces te besa en a mejilla, con mucha delicadeza, no más que una leve caricia, el simple roce de sus labios sobre tu piel. Comprendes que todo debe ir muy despacio, intensificándose poco a poco, que durante largo rato será una danza del sí y el no, indecisa y vacilante, y lo prefieres así, porque si alguno se arrepintiera, habrá tiempo de dar marcha atrás y suspenderlo. La mayoría de las veces, lo que estimula la imaginación es mejor que no pase de ahí, y Gwyn es consciente de eso, es lo bastante sabia para comprender que la distancia entre el pensamiento y la acción puede ser enorme, un abismo tan grande como el mundo mismo. De modo que tanteáis el terreno cautelosamente, pasito a paso, recorriéndoos la nuca con la boca, rozándoos mutuamente los labios, pero durante muchos minutos no los abrís, y aunque estáis enlazados en estrecho abrazo, no movéis las manos. Pasa más de media hora, y ninguno de los dos muestra inclinación por dejarlo. Y luego tu hermana entreabre la boca. Entonces es cuando tú separas los labios, y juntos os precipitáis de cabeza hacia la noche.
Ya no hay reglas. El gran experimento fue un suceso único, pero ahora que tenéis más de veinte años, las limitaciones de vuestro retozo adolescente ya no rigen, y seguís haciendo el amor durante los treinta y cuatro días siguientes, hasta el mismo momento en que te marchas a París. Tu hermana toma la píldora, hay cremas y gelatinas en el cajón de su escritorio, condones a tu disposición, y sabéis que estáis protegidos, que lo innombrable nunca pasará, y por tanto podéis hacer de todo y cualquier cosa sin miedo a destrozaros la vida. Ni lo discutís. Aparte del breve intercambio de palabras en la noche del cumpleaños de vuestro hermano (¿Tienes miedo? No, no tengo miedo), no volvéis a mencionar lo que está pasando, os negáis a explorar las ramificaciones de vuestra aventura amorosa, que ya dura un mes, de vuestro matrimonio, pues eso es en definitiva, ahora sois una pareja de recién casados consumidos por un deseo continuo, avasallador: bestias sexuales, amantes, íntimos amigos. Las dos últimas personas que quedan en el universo.
Externamente, lleváis la misma vida de antes. Cinco días a la semana, os levantáis temprano al oír el despertador, y tras un mínimo desayuno de zumo de naranja, café y una tostada con mantequilla, salís a toda prisa del apartamento y os dirigís al trabajo, Gwyn a su oficina en el duodécimo piso de una torre de cristal en el corazón de Manhattan y tú al monótono puesto de ayudante en el Palacio del Vacío. Te habría gustado tenerla al alcance de la vista en todo momento, serías perfectamente dichoso si ella no estuviera un solo instante lejos de ti, pero si esas inevitables separaciones te causan cierto dolor, también incrementan tu deseo por ella, y quizá no sea tan malo, concluyes, pasar el día en ávida expectación, inquieto y alerta, contando las horas que faltan para verla y tenerla otra vez en tus brazos. Apasionado. Ésa es la palabra que utilizas para describirte a ti mismo ahora. Eres apasionado. Tus sentimientos son apasionados. Tu vida se está haciendo cada vez más apasionada.
En el trabajo, ya no te sientas frente a la mesa soñando con Ingrid Bergman y Hedy Lamarr. De cuando en cuando, una erección sigue amenazando con salírsete de los pantalones, pero ya no necesitas tocarla, y has dejado de correr al servicio al final del pasillo. Ésa es la biblioteca, al fin y al cabo, y pensar en mujeres desnudas es una parte ineludible del trabajo, pero el único cuerpo desnudo en que ahora piensas es en el de tu hermana, el cuerpo real de la mujer de carne y hueso con la que ahora pasas la noche, y no una fantasía que sólo existe en tu imaginación. No hay duda de que Gwyn es tan bella como Hedy Lamarr, aún más, quizá: indiscutiblemente más. Eso es un hecho objetivo, y te has pasado los últimos siete años viendo cómo los hombres se detenían en seco para mirarla cuando pasaba a su lado por la calle, has presenciado incontables giros de cabeza, rápidos y asombrados, cuántas miradas subrepticias en el metro, en el restaurante, en el cine: cientos y cientos de hombres, y cada uno de ellos con la misma expresión aturdida, empañada, lasciva, en los ojos. Sí, es el rostro que disparaba mil esperanzas, la cara que suscitaba mil ensoñaciones impuras, y mientras aguardas frente a la mesa la sonora aparición del siguiente tubo neumático procedente de la segunda planta, ves ese rostro en tu cabeza, miras a los grandes y animados ojos verdigrises de Gwyn, y cuando ella fija la mirada en los tuyos, observas cómo se desabrocha por la espalda su blanco vestido de verano y lo deja caer a lo largo de su alto y espigado cuerpo.
Os metéis juntos en la bañera. Ese es el nuevo hábito de después del trabajo, y en vez de pasar esa hora en la cocina como hacíais antes de la fiesta de cumpleaños de vuestro hermano, ahora os trasegáis las cervezas y dais caladas a los cigarrillos mientras os remojáis en un baño tibio. No sólo os brinda eso un respiro del calor de perros, sino que os ofrece otra ocasión de contemplar vuestros cuerpos desnudos, cosa de la que nunca parecéis cansaros. Una y otra vez, repites a tu hermana cuánto te gusta mirarla, que adoras cada centímetro de su piel vibrante y luminosa, y que además de los sitios manifiestamente femeninos en que todos los hombres piensan, veneras sus codos y rodillas, sus muñecas y tobillos, el dorso de sus manos y sus largos y delgados dedos (jamás podría atraerte una mujer con pulgares cortos, le dices un día: un pronunciamiento absurdo pero totalmente sincero), y que te sorprende y encanta a la vez el hecho de que un cuerpo tan delicado como el suyo pueda ser tan fuerte, que ella es a la vez un cisne y un tigre, una criatura mitológica. A ella la fascina el vello que te ha crecido en el pecho (reciente acontecimiento de los últimos doce meses) y muestra un infatigable interés por la mutabilidad de tu pene: del fláccido y colgante miembro que ilustran los manuales de biología, pasando por el fálico titán en el apogeo de la excitación, hasta el agotado monigote en retirada poscoital. Espectáculo de variedades, así te califica la picha. Dice que tiene múltiples personalidades. Afirma que quiere adoptarla.
Ahora que vives en situación tan íntima con ella, Gwyn se ha revelado como una persona ligeramente distinta a la que conoces de toda la vida. Es a la vez más divertida y más lasciva de lo que imaginabas, más vulgar y excéntrica, más apasionada, más festiva, y te asusta descubrir el profundo regocijo que le produce el lenguaje indecente y la extravagante jerga de la sexualidad. Gwyn rara vez dice un taco en tu presencia. Es una chica culta, bien educada que habla con frases acabadas, gramaticalmente correctas, pero salvo por la lejana noche del gran experimento, no has sabido nada de su sexualidad, y por tanto no podías adivinar que se ha convertido en una mujer a la que le gusta hablar de las relaciones tanto como tenerlas. No le interesan las palabras corrientes del siglo XX. Rehúye la expresión hacer el amor, por ejemplo, en favor de locuciones más antiguas y divertidas, como pasar por las armas, chingar y echar un caliqueño. Un buen orgasmo pasa a ser la gran corrida. Su culo es un polisón. Su entrepierna es un chochín, una almeja, un guardapolvos, el conejo. Sus pechos son tetas y espetera, pitones y pulmones, su delantera. En uno u otro momento, tu pene es el zupo, el cimbel, la longaniza, el chuzo, el pirindolo, el troncho, el trabuco, el cingamocho, Don Cipote, Doña Polla y Adam Júnior. Esos términos la excitan y divierten, y una vez que te recobras de tu conmoción inicial, también a ti te excitan y divierten. Presa del inminente orgasmo, sin embargo, tiende a recurrir a sustitutos contemporáneos, volviendo a los términos más crudos y simples del diccionario para manifestar sus sentimientos. Cono, chocho, follar. Fóllame, Adam. Una y otra vez. Fóllame, Adam. Durante todo un mes eres cautivo de esa expresión, el servicial prisionero de ese término, la personificación de esa palabra. Habitas en el reino de la carne, y tu copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia te seguirán todos los días de tu vida
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Sin embargo, tu hermana y tú nunca habláis de lo que estáis haciendo. Ni siquiera mantenéis una conversación para discutir el motivo por el que no lo mencionáis. Vivís en los confines de un secreto compartido, y los muros de ese espacio están construidos de silencio, un silencio desquiciado que sólo puede romperse a riesgo de que esas paredes se derrumben sobre vuestras cabezas. De modo que os metéis en la bañera tibia, os enjabonáis profusamente el uno al otro, hacéis el amor en el suelo antes de la cena, hacéis el amor en la cama de Gwyn después de cenar, dormís como un tronco, y por la mañana temprano el despertador os devuelve a la vida diurna. Los fines de semana dais largos paseos por Central Park, resistiendo la tentación de cogeros de la mano, de besaros en público. Vais al cine. Al teatro. El poema que empezaste en junio no ha avanzado un solo verso desde la noche del cumpleaños de Andy, pero no te importa, ahora hay otras cosas que recaban tu atención, y el tiempo pasa deprisa, cada vez faltan menos días para tu marcha, y quieres estar con ella todos los momentos que puedas, vivir plenamente esa locura que habéis emprendido juntos hasta apurar del todo el tiempo que os queda.
Llega el último día. Durante setenta y dos horas, habéis estado viviendo en un estado de constante agitación, de temor creciente. No quieres irte. Quieres cancelar el viaje y quedarte en Nueva York con tu hermana, pero al mismo tiempo comprendes que eso está fuera de lugar, que el mes que has vivido con ella en impuro matrimonio lo ha posibilitado el hecho de que era sólo por ese tiempo, de que había un límite más allá del cual no podía proseguir el incestuoso frenesí, y como eres incapaz de afrontar la verdad de que ya se ha terminado, estás roto y deshecho, estupefacto de dolor.
Para empeorar las cosas, tienes que pasar tu último día en Nueva York con tus padres. Bud y Marge vienen a la ciudad en su enorme coche para invitaros a tu hermana y a ti a un almuerzo familiar de despedida en un restaurante caro del centro; y llevarte luego al aeropuerto para los últimos besos, los últimos abrazos, los últimos adioses. Tu madre, nerviosa y excesivamente medicada, no habla mucho durante la comida, pero tu padre está de un insólito buen humor. No deja de llamarte hijo en vez de por tu nombre, y aunque sabes que no tiene mala intención, ese tic verbal te molesta, porque parece privarte de tu personalidad y transformarte en un objeto, en una cosa. No Adam, sino Hijo, como si dijera mi hijo, mi obra, mi heredero. Bud dice que te envidia por la aventura que te espera en París, refiriéndose a la capital de las mujeres fáciles y las picardías nocturnas (ja, ja, guiño, guiño), y aunque él personalmente nunca tuvo tal oportunidad, no podía permitirse ir a la universidad ni pasar un año estudiando en el extranjero, se siente claramente orgulloso de sí mismo por andar tan bien de dinero que hasta puede pagar a su vástago un viaje a Europa, símbolo de la buena vida, la de los ricos, un emblema del éxito para la clase media estadounidense, de la que él mismo es un destacado exponente en Westfield, en Nueva Jersey. Tú te avergüenzas y aguantas, procurando no perder la paciencia, deseando estar a solas con Gwyn. Como de costumbre, tu hermana está tranquila y serena, atenta a las tensiones subyacentes a la situación pero fingiendo tercamente que no las observa. Camino del aeropuerto, os sentáis juntos en el asiento trasero. Te coge la mano y te la aprieta con fuerza, sin soltártela durante los cuarenta y cinco minutos de trayecto, pero ése es el único indicio que ofrece de lo que está sintiendo en ese horrible día, ese día de los días, y en cierto modo no basta, el apretarte la mano es insuficiente, y desde ese momento en adelante sabrás que nada volverá a ser suficiente.
En la puerta de embarque, tu madre te rodea con los brazos y rompe a llorar. No puede soportar la idea de no verte durante todo un año, te dice, te echará de menos, estará preocupada día y noche por ti, y por favor recuerda comer lo bastante, escribir a casa, llamar por teléfono si extrañas a la familia, siempre me tendrás a mí. La abrazas fuertemente, pensando: Mi pobre madre, mi pobre y desgraciada madre, y le dices que todo va a ir bien, pero tú no estás en absoluto seguro de eso, y les falta convicción a tus palabras, oyes el temblor de tu voz al decirlas. Por encima del hombro de tu madre, ves que tu padre te observa con esa mirada distante y apagada, y comprendes que no tiene la menor idea de cómo eres, que siempre has sido un misterio para él, una persona más allá de toda comprensión, pero ahora, por una vez en tu vida, sientes que estás de acuerdo con él, porque lo cierto es que tú tampoco tienes la mínima idea de quién eres, y desde luego, incluso para ti mismo, eres una persona imposible de entender.