Tras veinticuatro horas de sombría introspección, el tormento va cediendo poco a poco. El cambio empieza a producirse el sábado, la segunda tarde del primer fin de semana de junio, que has decidido pasar en Manhattan. Después de cenar, tu hermana y tú cogéis el autobús 104 hacia Broadway para ir al cine New Yorker y entráis en la frescura de aquel espacio oscuro a ver Ordet (La palabra), la película de Cari Dreyer de 1955. Normalmente, no te interesaría un film sobre cristianismo y cuestiones de fe religiosa, pero la dirección de Dreyer es tan precisa y penetrante que enseguida te sientes atrapado en la historia, cuyo comienzo te recuerda una obra musical, como si el film fuese una traducción visual de una invención a dos partes de Bach. La estética del luteranismo, musitas al oído de Gwyn en un momento dado, pero como ella no tiene conocimiento de lo que estás pensando, se queda sin saber lo que quieres decir y te devuelve la observación frunciendo perpleja el ceño.
No hay necesidad de reorganizar las complejidades de la narración. Por absorbentes que sean sus precipitados giros, no dejan de constituir una sola historia entre una infinidad de historias, una película entre una multitud de películas, y de no ser por el final, Ordet no te afectaría más que cualquier otro buen film que hayas visto a lo largo de los años. Lo que cuenta es el final, porque el desenlace te impresiona de una forma enteramente inesperada, y se te echa encima con la fuerza de un hacha derribando un roble.
Depositan a la campesina que ha muerto al dar a luz en un féretro junto al cual se sienta su lloroso marido. El hermano demente que cree ser el segundo advenimiento de Cristo entra en la habitación con la hija del matrimonio cogida de la mano. Mientras el pequeño grupo de acongojados parientes se le quedan mirando, preguntándose qué locura o sacrilegio está a punto de cometerse en ese momento solemne, la presunta encarnación de Jesús de Nazaret dirige la palabra a la muerta en voz baja y tono sosegado. Levántate, le ordena, yérguete del ataúd y regresa al mundo de los vivos. Segundos después, la mujer empieza a moverse. Piensas que debe tratarse de una alucinación, que el punto de vista se ha desplazado de la realidad objetiva a la mente del hermano trastornado. Pero no. La mujer abre los ojos, y, sólo unos segundos después de incorporarse, recobra plenamente la vida.
Hay multitud de espectadores en el cine, y la mitad del auditorio estalla en carcajadas al ver esa resurrección milagrosa. No te molesta su escepticismo, aunque para ti es un momento trascendente, y te agarras al brazo de tu hermana mientras te corren lágrimas por las mejillas. Lo que no puede suceder ha ocurrido, y lo que acabas de ver te deja pasmado.
Después de eso algo pasa en ti. No sabes lo que es, pero las lágrimas que has derramado al ver cómo la mujer volvía a la vida parecen haber lavado parte del veneno que se estaba incubando en tu interior. Pasan los días. En diversos momentos, piensas que tu pequeña crisis nerviosa en el anfiteatro del cine New Yorker podría estar relacionada con tu hermano, Andy, o, si no con Andy, con Cedric Williams, o tal vez con los dos juntos. En otras ocasiones estás convencido de que por alguna extraña identificación afectiva entre sujeto y objeto, te dio la impresión de que te estabas viendo levantarte de la tumba a ti mismo. A lo largo de las dos semanas siguientes, tu manera de pensar se va haciendo menos sombría. Sigues creyendo que estás condenado, pero tienes la sensación de que cuando llegue el día en que te conduzcan al cadalso, tendrás la fuerza de ánimo de despedirte contando un chiste o intercambiando bromas con el encapuchado verdugo.
Desde que murió vuestro hermano, Gwyn y tú habéis celebrado su aniversario todos los años. Sólo vosotros dos, sin padres, ni parientes ni otros invitados. Durante los tres primeros años, cuando ambos aún erais lo bastante pequeños para pasar las vacaciones en un campamento de verano, hacíais la fiesta al aire libre, los dos saliendo de puntillas de vuestras respectivas cabañas en plena noche y echando a correr por los oscuros campos de juego hasta llegar al prado en el extremo meridional del campamento para luego adentraros en el bosque alumbrando con linternas el camino entre árboles y matorrales, cada uno con una magdalena o una galleta en la mano, robada aquella misma noche en el comedor después de cenar. Al término de vuestra época de campamentos, durante tres veranos consecutivos trabajasteis los dos en el supermercado de vuestro padre, y por tanto estabais en casa el veintiséis de julio y podíais celebrar el nacimiento de vuestro hermano en la habitación de Gwyn, en la tercera planta de la casa. Los dos años siguientes fueron los más difíciles, porque en esos veranos ambos estabais de viaje, muy lejos el uno del otro el día señalado, pero lograsteis realizar versiones truncadas del ritual a través del teléfono. El año pasado acudiste en autobús a Boston, en donde Gwyn estaba viviendo con su novio de entonces, y juntos fuisteis a un restaurante a alzar una copa en honor del desaparecido Andy. Ahora se acerca otro veintiséis de julio, y por primera vez desde hace mucho tiempo, este verano estáis juntos de nuevo, a punto de celebrar vuestro pequeño festejo en la cocina del apartamento que compartís en la calle Ciento siete Oeste.
No es una fiesta en el sentido tradicional del término. A lo largo de los años, tu hermana y tú habéis creado una serie de estrictos protocolos relativos al acontecimiento, y con ligeras variaciones, en función de lo mayores que seáis en cada momento, cada aniversario es una reconstrucción de todos los veintiséis de julio de los últimos diez años. En esencia, la cena de cumpleaños es una conversación dividida en tres partes. Servís la comida en la mesa y cenáis, y una vez concluida la charla en tres partes, sacáis una pequeña tarta de chocolate, adornada con una sola vela encendida en el centro. No cantáis la canción. Articuláis las palabras al unísono, en voz baja, apenas levantándola por encima de un murmullo, pero no cantáis entonces. Ni sopláis la vela. Dejáis que se consuma hasta el final, y luego escucháis el chisporroteo cuando la llama se extingue en el baño de chocolate. Después de un trozo de tarta, abrís una botella de whisky escocés. El alcohol es un elemento nuevo, no introducido hasta 1963 (el último de los veranos del supermercado, cuando tú tenías dieciséis años y Gwyn diecisiete), pero los dos años siguientes estuvisteis separados y no bebisteis, y el verano pasado os encontrasteis en un sitio público, lo que significaba que tuvisteis que vigilar el consumo. Este año, solos en el apartamento de Nueva York, los dos tenéis intención de coger una buena cogorza.
Gwyn se ha puesto carmín y maquillaje para la cena, y viene a la mesa con unos aretes de oro y un vestido recto de verano de color pálido, lo que hace aún más vivo el gris verdoso de sus ojos. Tú llevas una camisa blanca de manga corta con botones en el cuello, y la única corbata que tienes, la misma por la que Born se burló de ti la primavera pasada. Gwyn se ríe al verte con esa vestimenta y te dice que pareces un mormón: uno de esos jóvenes serios que van de puerta en puerta en santa misión repartiendo folletos y haciendo prosélitos. Tonterías, contestas. No llevas el pelo al cepillo, y no eres rubio, de manera que nadie podría tomarte por un mormón. A pesar de todo, insiste Gwyn, tienes una pinta muy tara. Si no de mormón, continúa, puede que de contable en ciernes. O estudiante de matemáticas. O aspirante a astronauta. No, no, le replicas: un defensor sureño de los derechos civiles. Vale, concluye ella, tú ganas, y un momento después te quitas la corbata v la camisa, sales de la cocina y te pones otra cosa. Cuando vuelves, Gwyn sonríe pero no dice una palabra más sobre tu ropa.
Como de costumbre, hace calor, y no habéis utilizado el horno para que no subiera aún más la temperatura en la cocina, con lo que habéis preparado una cena ligera de verano que consiste en sopa fría, una bandeja de fiambres (jamón, salami, rosbif), y una ensalada de lechuga y tomate. Hay también una hogaza de pan italiano, junto con una botella de Chianti frío metida en una funda de paja (el vino barato preferido por los estudiantes de la época). Tras tomar los primeros sorbos de la sopa de berros fría, iniciáis la conversación en tres partes. Ese es para ti el núcleo de la experiencia, la razón más importante para escenificar ese acontecimiento anual. Todo lo demás —la cena, la tarta, la vela, la letra de la canción de cumpleaños feliz, el alcohol— es puro adorno.
Primera parte: Habláis de Andy en tiempo pretérito, sacando a relucir todo lo que recordáis de él mientras estaba vivo. Invariablemente, ésa es la parte más larga del ritual. Repetís los recuerdos de los años pasados, pero también acaban surgiendo otros nuevos del inconsciente. Intentáis mantener un tono ligero y alegre. No se trata de un ejercicio de morbosidad, es una celebración, y está permitido reír en cualquier momento. Recitáis las palabras que pronunciaba mal en un principio: mi burguesa por hamburguesa, ser un malo por ser humano, nolotro por el uno al otro —como en: Se besaron el nolotro— y la absolutamente lógica pero enloquecida Ami Mami, a raíz de que vuestra madre mencionara la ciudad de Miami. Habláis de su colección de insectos, de su capa de Supermán y de su acceso de varicela. Recuerdas cuando le enseñaste a montar en bicicleta. Su aversión a los guisantes. Os acordáis de su primer día de colegio (lágrimas y angustia), sus codos despellejados, sus ataques de hipo. Sólo siete años en este mundo, pero todos los veranos Gwyn y tú llegáis a la misma conclusión: la lista es inacabable. Y sin embargo, cada año, no podéis evitar la sensación de que se ha perdido algo más de él, de que a pesar de vuestros esfuerzos, cada vez rememoráis menos cosas de él, que no podéis hacer nada para que no vaya apagándose del todo.
Segunda parte: Habláis de él en presente. Imagináis la clase de persona que habría sido si hoy estuviera vivo. Ya hace diez años que lleva viviendo esa oscura existencia dentro de vosotros, un fantasma que ha crecido en otra dimensión, invisible pero respirando, respirando y pensando, pensando y sintiendo, y lo habéis estado siguiendo desde su muerte a los ocho años, durante más tiempo del que llegó a vivir, y ahora que ha cumplido diecisiete, la brecha entre vosotros se va estrechando, haciéndose cada vez menos significativa y, tanto a tu hermana como a ti, os inquieta, os asusta comprender que a esa edad probablemente ya no es virgen, que ha fumado hierba y se ha emborrachado, se afeita y se masturba, conduce un coche, lee libros difíciles, considera a qué universidad ir, y está a punto de convertirse en vuestro igual. Gwyn empieza a llorar, confiesa que ya no puede soportarlo, que quiere parar, pero tú le dices que aguante unos minutos más, que nunca tendréis que volverlo a hacer, que ésta será la última fiesta de cumpleaños de vuestra vida, pero que en nombre de Andy tenéis que llegar al final de la celebración.
Tercera parte: Habláis del futuro, de lo que le pasará a Andy entre éste y el próximo aniversario. Eso siempre ha sido lo más fácil, lo más agradable, y en años pasados Gwyn ha llevado el juego de las predicciones con inmenso brío y entusiasmo. Pero este año no. Antes de que podáis iniciar la tercera y última conversación, tu alterada hermana se lleva con fuerza la mano a la boca, se levanta de la silla y sale precipitadamente de la cocina.
La encuentras en el salón, sollozando en el sofá. Te sientas a su lado, le pasas el brazo por el hombro y le hablas en tono tranquilizador. Cálmate, le dices. No pasa nada, Gwyn. Lo siento…, lamento haber insistido tanto. Es culpa mía.
Sientes la delgadez de sus trémulos hombros, los delicados huesos bajo la piel, la agitación de la caja torácica contra tus costillas, su cadera contra la tuya, su pierna pegada a la tuya. En todos los años que la has tratado, dudas de que la hayas visto tan desdichada, tan machacada por la tristeza.
No puede ser, dice al fin, los ojos bajos, hablando al suelo. He perdido el contacto con él. Se ha perdido, y nunca más lo encontraremos. Dentro de dos semanas, se habrán cumplido diez años. Es la mitad de tu vida, Adam. El año que viene, será la mitad de la mía. Es demasiado tiempo. El espacio sigue ensanchándose. El tiempo continúa abriéndose, y a cada momento se va alejando un poco más de nosotros. Adiós, Andy. Mándanos una postal algún día, ¿vale?
No dices nada. Te quedas sentado con el brazo en torno a los hombros de tu hermana y dejas que llore, consciente de que sería inútil intervenir, de que debes permitir que ese estallido siga su curso. ¿Cuánto dura? No tienes la menor idea, pero al fin llega un momento en que te das cuenta de que han cesado las lágrimas. Con la mano izquierda, la que no tienes sobre su hombro, la coges de la barbilla y le vuelves la cara hacia ti. Tiene los ojos enrojecidos e hinchados. Regueros de rimel han corrido por sus mejillas. Le caen mocos de la nariz. Retiras la mano izquierda, y del bolsillo trasero de los pantalones te sacas un pañuelo. Empiezas a limpiarle la cara con él. Poco a poco, le vas quitando las lágrimas, los mocos y el negro rimel, y durante todo el lento y meticuloso procedimiento, tu hermana no se mueve. Mirándote fijamente, los ojos enteramente desprovistos de toda emoción discernible, permanece en absoluta quietud mientras reparas los desperfectos causados por la tormenta. Cuando terminas la tarea, te pones en pie y le dices: Hora de tomar una copa, señorita Walker. Voy por el whisky.
Te vas a la cocina. Un momento después, cuando vuelves al salón con la botella de Cutty Sark, dos vasos y una jarra con cubitos de hielo, ella sigue exactamente como la has dejado: sentada en el sofá, la cabeza apoyada en el respaldo, los ojos cerrados, respirando normalmente otra vez, tranquila. Dejas los avíos de beber sobre una de las tres cajas de leche agrupadas frente al sofá, las baqueteadas cajas de madera puestas del revés que tu antiguo compañero de piso y tú subisteis un día de la calle y que ahora sirven de improvisada mesita auxiliar. Gwyn abre los ojos y te dirige una desvaída y agotada sonrisa, como pidiéndote que la perdones por su arrebato, pero no hay nada que perdonar, nada que hablar, nada que le puedas reprochar, y mientras te pones a echar hielo en los vasos y servir las bebidas, sientes alivio de que se haya acabado lo de Andy, de que no haya más celebraciones de cumpleaños por tu hermano ausente, de que tu hermana y tú hayáis dejado atrás ese asunto infantil.
Pasas a Gwyn su copa y luego te sientas a su lado en el sofá. Durante varios minutos ninguno de vosotros dice una palabra. Dando sorbos al whisky con la mirada fija en la pared de enfrente, ambos sabéis lo que va a pasar esta noche, lo sentís con certeza en la sangre, pero también sois conscientes de que debéis tener paciencia y dejar que el alcohol cumpla con su misión. Cuando te inclinas hacia delante para preparar la segunda ronda de copas, Gwyn te empieza a hablar de la ruptura de su noviazgo con Timothy Krale, el treintañero profesor adjunto que hace dieciocho meses apareció en su vida y en abril pasado desapareció de ella, aproximadamente en el mismo momento en que tú estrechabas por primera vez la mano de Born. El profesor de su curso de poesía modernista, nada menos, que arriesgaba su puesto por andar tras ella, y del que Gwyn estaba verdaderamente enamorada, sobre todo al principio, durante el frenesí de los tres primeros meses de citas furtivas y excursiones de fin de semana a moteles lejanos de ciudades perdidas al norte del estado de Nueva York. Tú te lo has encontrado unas cuantas veces, y entiendes lo que Gwyn vio en él, coincidías en que Krale era un tío atractivo e inteligente, pero percibías en él cierta apatía, un desapego hacia los demás que hacía difícil que te resultara simpático. No te sorprendió que Gwyn rechazara su proposición de matrimonio y pusiera fin a aquella relación. Le contestó que era demasiado joven, que no estaba preparada para asumir un compromiso a largo plazo, pero aquélla no era la verdadera razón, te explica ahora, lo abandonó porque no era un amante lo bastante tierno. Sí, sí, prosigue, sabe que la quería, que la amaba tanto como era capaz de querer a alguien, pero en la cama lo encontraba egoísta, distraído, demasiado volcado en sus propias necesidades, y no podía imaginarse aguantando a un hombre así durante el resto de su vida. Se vuelve hacia ti ahora, y con una expresión de absoluta seriedad y convicción en la mirada, expone su definición del amor, queriendo saber si compartes su opinión o no. El verdadero amor, afirma, es cuando sientes tanto placer al darlo como al recibirlo. ¿Qué te parece, Adam? ¿Tengo razón o estoy equivocada? Le contestas que está en lo cierto. Le aseguras que es una de las cosas más perspicaces que ha dicho nunca.