Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (34 page)

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Sin embargo, todo esto no son más que conjeturas. Podemos confiar ansiosamente en ello, pero, honestamente, no cabe esperar demasiado; y es asimismo algo justo suponer que, en cuanto se refiere al Sistema Solar, la Tierra y sólo la Tierra parece ser capaz de albergar la vida. Pero en el Sistema Solar no acaban todas las cosas. ¿Qué posibilidades existen de que haya vida en cualquier otro lugar del Universo?

El número total de estrellas en el Universo conocido se calcula que es por lo menos de 1.000.000.000.000.000.000.000 (mil trillones). Nuestra propia galaxia contiene más de cien mil millones. Si todas las estrellas se han desarrollado por el mismo tiempo de proceso que aquel que se considera que ha creado nuestro propio Sistema Solar (es decir, la condensación de una gran nube de polvo y gas), entonces es muy probable que ninguna estrella exista de forma solitaria, sino que cada una sea parte de un sistema local que contenga más de un cuerpo celeste. Sabemos que existen muchas estrellas dobles, que giran en torno a un centro común, y se calcula que, al menos, de cada tres estrellas una pertenece a un sistema que contiene dos o más estrellas.

En nuestra opinión, lo que realmente precisamos encontrar es un sistema múltiple en el cual un número de miembros sea demasiado pequeño para generar luz propia y sean planetas más bien que estrellas. Si bien (por el momento) no disponemos de medios para detectar directamente cualquier planeta que se encuentra fuera de nuestro propio sistema solar, incluso en los sistemas estelares más cercanos, podemos no obstante obtener pruebas indirectas de su presencia. Esto se ha efectuado en el Observatorio Sproul del «Swarthmore College» bajo la dirección del Astrónomo holandés-americano Peter van de Kamp.

En 1943, pequeñas irregularidades de una de las integrantes del sistema de estrellas dobles, 61 del Cisne, mostraron que debía de existir un tercer componente, demasiado pequeño para generar luz. Este tercer componente, el 61 del Cisne C, debe de tener aproximadamente 8 veces la masa de Júpiter y por lo tanto (suponiendo la misma densidad), dos veces su diámetro. En 1960, un planeta de tamaño similar se localizó girando alrededor de la pequeña estrella Lalande 21185 (localizado, al menos, en el sentido de que su existencia era la forma más lógica de explicar las irregularidades en el movimiento de la estrella). En 1963, un detallado estudio de la estrella de Barnard indicó la presencia de un planeta, que sólo tenía una vez y media la masa de Júpiter.

La estrella de Bamard es la segunda más próxima a la nuestra, la Lalande 21185 es la tercera más próxima, y la 61 del Cisne la duodécima más cercana. Que existieran tres sistemas planetarios en íntima proximidad al nuestro sería extraordinariamente poco probable, a menos que dichos sistemas planetarios fueran muy comunes en general. Por supuesto, en las vastas distancias estelares, solo los planetas de mayores dimensiones podrían ser detectados y aún así con dificultad. Donde existen planetas superjovianos, parece muy razonable (e incluso inevitable) suponer que también deben de existir planetas más pequeños.

Desgraciadamente, las observaciones que dan pie a las suposiciones de que esos planetas extrasolares existen no son muy bien definidas y se encuentran muy cerca de los límites de lo que podemos observar. Existen considerables dudas entre los astrónomos, en general, respecto de que la existencia de tales planetas se haya realmente demostrado.

Pero más tarde se produjo una nueva clase de evidencia. En 1983, un Satélite Astronómico Infrarrojo (llamado IRAS) comenzó a orbitar la Tierra. Se le diseño para detectar y estudiar las fuentes infrarrojas en el firmamento. En agosto, los astrónomos Harmut H. Aumann y Fred Gillett dirigieron su sistema de detección hacia la estrella Vega y descubrieron, ante su sorpresa, que Vega era mucho más brillante en el infrarrojo de lo que parecía razonable. Un estudio más detenido mostró que la radiación infrarroja no procedía de la misma Vega, sino de sus alrededores inmediatos.

Al parecer, Vega estaba rodeado por una nube de materia que se extiende hacia delante hasta el doble de alejamiento de la órbita de Plutón respecto de nuestro Sol. Presumiblemente, la nube estaba formada por partículas más grandes que granos de polvo (o serían así de largos desde que habían sido reunidos por Vega). Vega es mucho más joven que nuestro Sol, pues sólo tiene una edad de menos de mil millones de años y, al ser 60 veces más luminoso que el Sol, posee un viento estelar mucho más fuerte que puede actuar de tal modo que impida que las partículas lleguen a fundirse. Por ambas razones, cabe esperar que Vega posea un sistema planetario aún en proceso de formación. Incluidos entre esa vasta nube de gravilla puede haber ya objetos planetizados que, gradualmente, estén barriendo sus órbitas hasta dejarlas por completo despejadas.

Este descubrimiento favorece fuertemente la suposición de que los sistemas planetarios son comunes en el Universo, tal vez incluso tan comunes como las estrellas.

Pero, aún suponiendo que todas o la mayoría de las estrellas poseen sistemas planetarios, y que muchos de estos planetas son similares a la Tierra en tamaño, debemos saber qué criterios han de satisfacer tales planetas para poder ser habitables. Un científico del espacio, el norteamericano Stephen H. Dole, ha hecho un estudio particular de este problema en su libro
Habitable Planets for Man
, publicado en 1964, y ha llegado a ciertas conclusiones que, aunque especulativas, son razonables.

Señala, en primer lugar, que una estrella debe tener un cierto tamaño para poder poseer un planeta habitable. Cuanto más grande es la estrella, tanto menor es su vida, y, si excede de unas ciertas dimensiones, no vivirá lo suficiente como para permitir que un planeta recorra las prolongadas etapas de su evolución química, antes del desarrollo de formas de vida complejas. Una estrella demasiado pequeña no puede calentar suficientemente a un planeta, a menos que éste se halle situado muy próximo a ella, con lo que sufriría periódicos efectos perjudiciales. Dole llega a la conclusión de que sólo las estrellas de las clases espectrales F2 a K1 son adecuadas para el mantenimiento de planetas con nivel de habitabilidad suficiente para la Humanidad; planetas que puedan ser colonizados (si el viaje entre las estrellas fuera algún día practicable) sin un esfuerzo excesivo. Existen, según los cálculos de Dole, 17 mil millones de tales estrellas en nuestra galaxia.

Una estrella con estas características podría poseer un planeta habitable o no poseer ninguno. Dole calcula la probabilidad de que una estrella de tamaño adecuado pueda tener un planeta de la masa conveniente y a la distancia correcta, con un apropiado período de rotación y una órbita adecuadamente regular, y, haciendo lo que le parece una razonable estimación, llega a la conclusión de que probablemente hay 600.000.000 de planetas habitables solamente en nuestra galaxia, conteniendo ya cada uno de ellos alguna forma de vida.

Si estos planetas habitables estuvieran más o menos homogéneamente distribuidos por la galaxia, Dole estima que debería existir un planeta habitable por cada 50.000 años-luz cúbicos. Esto significa que el planeta habitable más próximo a nosotros puede distar de la Tierra unos 27 años-luz, y que a unos 100 años-luz de distancia, deben encontrarse también un total de 50 planetas habitables.

Dole cita a continuación 14 estrellas distantes de nosotros a lo sumo 22 años-luz, que pueden poseer planetas habitables y sopesa las probabilidades de que esto pueda ser así en cada caso. Llega a la conclusión de que la mayor probabilidad de planetas habitables se da precisamente en las estrellas más cercanas a nosotros, las dos estrellas similares al Sol del sistema Alfa Centauro, la Alfa Centauro A y la Alfa Centauro B. Según estima Dole, estas dos estrellas compañeras tienen, consideradas en conjunto, una posibilidad entre diez de poseer planetas habitables. La probabilidad total para el conjunto de las 14 estrellas vecinas es de aproximadamente 2 entre 5.

Si consideramos la vida como la consecuencia de las reacciones químicas descritas en el apartado anterior, podemos ver que su desarrollo es inevitable en cualquier planeta similar a la Tierra. Por supuesto, un planeta puede poseer vida y, no obstante, no poseer aún vida inteligente. No tenemos forma de hacer siquiera una conjetura razonable acerca de la probabilidad del desarrollo de la inteligencia sobre un planeta, y en este sentido, Dole, por ejemplo, tiene el buen acierto de no hacer ninguna. Después de todo, nuestra propia Tierra, el único planeta habitable que realmente conocemos y podemos estudiar, existió durante al menos dos mil millones de años con vida, ciertamente, pero sin vida inteligente.

Es posible que las marsopas y algunas otras especies emparentadas con ellas sean inteligentes, pero, por su condición de criaturas marinas, carecen de extremidades y no han podido desarrollar el uso del fuego; en consecuencia, su inteligencia, caso de que exista, no ha podido dirigirse en el sentido de una tecnología desarrollada. Es decir, si sólo consideramos la vida terrestre, entonces hace sólo aproximadamente un millón de años que la Tierra ha sido capaz de albergar una criatura viva con una inteligencia superior a la de un mono.

De todos modos, esto significa que la Tierra ha poseído una vida inteligente dureante un 1/3.500 del tiempo en que ha poseído vida de alguna clase (hablando
grosso modo
). Si pudiésemos decir lo mismo de todos los planetas que albergan la vida, 1 de cada 3.500 alberga una vida inteligente, por lo que, pariendo de 640 millones de planetas habitables, según escribió Dole, pueden existir hasta 180.000 inteligencias. Podríamos hallarnos muy lejos de estar solos en el Universo.

Este punto de vista de un Universo rico en formas de vida inteligente, del que son partidarios Dole, Sagan (y yo), no es mantenido de forma unánime por los astrónomos. Dado que Venus y Marte han sido estudiados con detalle y se ha descubierto que son hostiles ala vida, existe el punto de vista pesimista de que los límites dentro de los cuales podemos esperar que se forme la vida, y se mantenga durante miles de millones de años, son muy estrechos, y que la Tierra es extraordinariamente afortunada por hallares dentro de esos límites. Un leve cambio en una dirección u otra en cualquier número de propiedades, y la vida no se habría formado o, en caso de formarse, no hubiera permanecido en existencia durante mucho tiempo. Según este punto de vista, es posible que no existan más que uno o dos planetas por galaxia que alberguen la vida, y pueden existir sólo una o dos civilizaciones tecnológicas en todo el Universo.

Francis Crick mantiene el punto de vista de que puede habar un considerable número de planetas en cada galaxia que son habitables, pero que no poseen el estrecho abanico de propiedades requeridas para que se origine la vida. Es posible que la vida se haya originado en un planeta particular y, una vez surgida una civilización que pudiera hacer frente a los vuelos interestelares, se haya extendido por todas partes. Resulta claro que la Tierra no ha desarrollado aún los vuelos interestelares, y es posible que algunos viajeros interestelares hace ya varios miles de millones de años, sin querer (o deliberadamente) hubieran infestado la Tierra de vida en una visita aquí.

Ambos puntos de vista, el optimista y el psimista —un Universo lleno de vida y un Universo casi vacío de vida—, no son más que puntos de vista a
priori
. Ambos implican desarrollar un razonamiento a partir de ciertas presuncioens, y ninguno de los dos tiene la menor prueba basada en observaciones.

¿Puede conseguirse semejante prueba? ¿Existe alguna forma de decir, a semejantes distancias, si la vida puede existir en alguna parte en las proximidades de una estrella distante? Puede razonarse que cualquier forma de vida lo bastante inteligente que haya desarrollado una civilización altamente tecnológica comparable, o superior, a la nuestra, ciertamente habrá desarrollado la radioastronomía, y también ciertamente será capaz de enviar señales de radio, o bien, como hacemos nosotros, enviarlos inadvertidamente como nos ocurre con nuestras ondas de radio que lo llenan todo.

Los científicos norteamericanos han tomado semejante posibilidad lo suficientemente en serio como para llevar a cabo una empresa, bajo la dirección de Frank Donald Drake, a la que pusieron el nombre de «Proyecto Ozma» (nombre derivado de uno de los libros
Oz
para niños) para escuchar cualquier posible señal de radio procedente de otros mundos. La idea se basa en la búsqueda de alguna pauta en las ondas de radio procedentes del espacio. Si detectan señales con una pauta por completo ordenada, opuesta a algo al azar, como las radiaciones informes de las radioestrellas y de la materia excitada en el espacio, o de la simple periodicidad de los pulsares, podría darse por supuesto que tales señales representarían mensajes de alguna inteligencia extraterrestres. Naturalmente, aunque tales mensajes se recibiesen, la comunicación con la distante inteligencia seguiría siendo un problema. Los mensajes podrían llevar ya muchos años de camino, y una respuesta tardaría también muchos años en alcanzar a los distantes emisores, puesto que el planeta potencialmente habitable más cercano se encuentra a 4 1/3 años-luz.

Las secciones de los cielos escuchadas en un momento y otro del «Proyecto Ozma», incluyeron las direcciones en que se encuentra Épsilon Eridano, Tau de la Ballena, Omicrón-2 Eridano, Épsilon Indi, Alfa del Centauro, 70 Ofiuco y 61 del Cisne. Sin embargo, al cabo de dos meses de resultados negativos el proyecto se suspendió.

Otros intentos de esta clase fueron incluso más breves y menos elaborados. Tal vez los científicos soñaban en algo mejor.

En 1971, un grupo de la NASA, bajo la dirección de Bernard Oliver, sugirió lo que se ha dado en llamar «Proyecto Cíclope». Se trataría de una gran disposición de radiotelescopios, cada uno de ellos de 100 metros de diámetro, todos colocados en hileras y filas y funcionando al unísono a través de un sistema electrónico computerizado. Toda la formación, activada al unísono, equivaldría a un solo radiotelescopio de 10 kilómetros de longitud. Semejante disposición detectaría ondas dirigidas de radio de la clase que la Tierra, inadvertidamente, deja filtrar hasta una distancia de un centenar de años-luz, y detectaría una baliza de ondas de radio deliberadamente dirigidas desde otra civilización, a una distancia de millares de años-luz.

Semejante ordenamiento levaría veinte años de formar y costaría 100 mil millones de dólares. (Antes de poner el grito en el cielo por semejante gasto, piénsese en que el mundo ha gastado 500 mil millones —es decir cinco veces más—
cada año
en la guerra o en preparativos para la guerra.)

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