Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (37 page)

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Ehrlich se dio cuenta inmediatamente de que había tropezado con algo mucho más importante que una cura para la tripanosomiasis, ya que, al fin y al cabo, se trataba de una enfermedad limitada, confinada a los trópicos. Hacía ya más de cuatrocientos años que la sífilis constituía un azote secreto en Europa, desde tiempos de Cristóbal Colón. (Se dice que sus hombres la contrajeron en el Caribe; en compensación, Europa obsequió con la viruela a los indios.) No sólo no existía curación para la sífilis, sino que una actitud gazmoña había cubierto la enfermedad con un manto de silencio, permitiendo así que se propagara sin restricciones.

Ehrlich consagró el resto de su vida (murió en 1915) a tratar de combatir la sífilis con el compuesto 606 o «Salvarsán» como él lo llamara («arsénico inocuo»). La denominación química es la de arsfenamina. Podía curar la enfermedad, pero su uso no carecía de riesgos, y Ehrlich hubo de imponerse a los hospitales para que lo utilizaran en forma adecuada.

Con Ehrlich se inició una nueva fase de la quimioterapia. Finalmente, en el siglo xx, la Farmacología —el estudio de la acción de productos químicos independientes de los alimentos, es decir, los «medicamentos»—, adquirió carta de naturaleza como auxiliar de la medicina. La arsfenamina fue la primera medicina sintética, frente a los remedios vegetales, como la quinina o los minerales de Paracelso y de quienes le imitaban.

Las sulfamidas

Como era de esperar, al punto se concibieron esperanzas de que podrían combatirse todas las enfermedades con algún pequeño antídoto, bien preparado y etiquetado. Pero durante la cuarta parte de siglo que siguiera al descubrimiento de Ehrlich, la suerte no acompañó a los creadores de nuevas medicinas. Tan sólo logró éxito la síntesis, por químicos alemanes, de la «plasmoquina», en 1921, y la «atebrina», en 1930; podían utilizarse como sustitutivos de la quinina contra la malaria (prestaron enormes servicios a los ejércitos aliados en las zonas selváticas, durante la Segunda Guerra Mundial, con ocasión de la ocupación de Java por los japoneses, ya que ésta constituía la fuente del suministro mundial de quinina que, al igual que el caucho, se había trasladado de Sudamérica al Sudeste asiático).

En 1932, al fin se obtuvo algún éxito. Un químico alemán, llamado Gerhard Domagk había estado inyectando diversas tinturas en ratones infectados. Ensayó un nuevo colorante rojo llamado «Prontosil» en ratones infectados con el letal estreptococo hemolítico, ¡el ratón sobrevivió! Se lo aplicó a su propia hija, que se estaba muriendo a causa de una gravísima estreptococia hemolítica. Y también sobrevivió. Al cabo de tres años, el «Prontosil» había adquirido renombre mundial como medicina capaz de detener en el hombre la estreptococia.

Pero, cosa extraña, el «Prontosil» no aniquilaba los estreptococos en el tubo de ensayo, sino tan sólo en el organismo. En el Instituto Pasteur de París, J. Trefouel y sus colaboradores llegaron a la conclusión de que el organismo debía transformar el «Prontosil» en alguna otra sustancia capaz de ejercer efecto sobre las bacterias. Procedieron a aislar del «Prontosil» el eficaz componente denominado «sulfanilamida». En 1908 se había sintetizado dicho compuesto y, considerándosele inútil, fue relegado al olvido. La estructura de la sulfanilamida es:

Fue la primera de las «medicinas milagrosas». Ante ella fueron cayendo las bacterias, una tras otra. Los químicos descubrieron que, mediante la sustitución de varios grupos por uno de los átomos hidrógeno en el grupo que contenía azufre, podían obtener una serie de compuestos, cada uno de los cuales presentaba propiedades antibactericidas ligeramente diferentes. En 1937, se introdujo la «sulfapiridina»; en 1939, el «sulfatiazol», y en 1941, la «sulfadiacina». Los médicos tenían ya para elegir toda una serie de sulfamidas para combatir distintas infecciones. En los países más adelantados en Medicina descendieron de forma sensacional los índices de mortalidad a causa de enfermedades bacteriológicas, en especial la neumonía neumocócica.

En 1939, Domagk recibió el premio Nobel de Medicina y fisiología. Al escribir la carta habitual de aceptación, fue rápidamente detenido por la Gestapo; el gobierno nazi, por razones propias peculiares, se mostraba opuesto a toda relación con los premios Nobel. Domagk consideró lo más prudente rechazar el premio. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, libre ya de aceptar el premio, Domagk se trasladó a Estocolmo para recibirlo en forma oficial.

Los antibióticos

Las sulfamidas sólo tuvieron un corto período de gloria, puesto que quedaron pronto en la sombra ante el descubrimiento de una clase más potente de armas bactericidas: los antibióticos.

Toda la materia viviente (incluyendo a los seres humanos), llega un momento que vuelven a la tierra para decaer y descomponerse. Con la materia muerta y los desechos de las criaturas vivientes se encuentran los gérmenes de numerosas enfermedades que infectan a esas criaturas. En ese caso, ¿por qué, por lo general, se halla el suelo tan noblemente limpio de gérmenes infecciosos? Muy pocos de ellos (el bacilo del ántrax es uno de esos pocos) sobreviven en el suelo. Hace ya bastantes años, los bacteriólogos comenzaron a sospechar que el suelo alberga microorganismos o sustancias que destruyen las bacterias. Por ejemplo, ya en 1877 Pasteur se había percatado de que algunas bacterias se morían en presencia de otras. Y si aquella sospecha era correcta, el suelo ofrecería una gran variedad de organismos que llegarían a matar a otros de su clase. Se estimaba que en 40 áreas (1 acre) de terreno se albergan unos 1.000 kilos de moho, 500 kilos de bacterias, 100 kilos de protozoos, 50 kilos de algas y 50 kilos de levadura.

Uno de los que llevó a cabo una búsqueda deliberada de bactericidas en el suelo fue el microbiólogo franconorteamericano René Jules Dubos. En 1939, aisló de un microorganismo del suelo, llamado
Bacillus brevis
, una sustancia, la
tirotricina
,a partir de la cual aisló dos compuestos bactericidas, a los que denominó
gramicidina
y
tirocidina
. Demostraron ser péptidos que contenían D-aminoácidos: las imágenes-espejo de los ordinarios L-aminoácidos, que componen la mayoría de las proteínas naturales.

La gramicidina y la tirocidina fueron los primeros antibióticos producidos como tales. Pero un antibiótico que iba a demostrar ser inconmensurablemente más importante ya había sido descubierto —y meramente anotado en una publicación científica— doce años antes

El bacteriólogo británico Alexander Fleming se encontró una mañana con que algunos cultivos de estafilococos (la materia común que forma el pus) que dejara sobre un banco estaban contaminados por algo que había destruido las bacterias. En los platillos de cultivos aparecían claramente unos círculos en el punto donde quedaran destruidos los estafilococos. Fleming, que mostraba interés por la antisepsia (había descubierto que una enzima de las lágrimas llamada «lisosoma» poseía propiedades antisépticas), trató al punto de averiguar lo que había matado a la bacteria, descubriendo que se trataba de un moho común en el pan,
Penicillum notatum.
Alguna sustancia producida por dicho moho resultaba letal para los gérmenes. Como era usual, Fleming publicó sus resultados en 1929, pero en aquella época nadie le prestó demasiada atención.

Diez años después, el bioquímico británico Howard Walter Florey y su colaborador de origen alemán, Ernst Boris Chain, se mostraron intrigados ante aquel descubrimiento ya casi olvidado y se consagraron a aislar la sustancia antibactericida. Para 1941 habían obtenido un extracto que se demostró clínicamente efectivo contra cierto número de bacterias «grampositivas» (bacteria que retiene una tintura, desarrollada en 1884 por el bacteriólogo danés Hans Christian Joachim Gram).

A causa de la guerra, Gran Bretaña no se encontraba en situación de producir el medicamento, por lo que Florey se trasladó a los Estados Unidos y colaboró en la realización de un programa para desarrollar métodos de purificación de la penicilina y apresurar su producción con tierra vegetal. Al término de la guerra se encontraba ya en buen camino la producción y uso a gran escala de la penicilina. Ésta no sólo llegó a suplantar casi totalmente a las sulfamidas, sino que se convirtió —y aún sigue siéndolo— en uno de los medicamentos más importantes en la práctica de la Medicina. Es en extremo efectiva contra gran número de infecciones, incluidas la neumonía, la gonorrea, la sífilis, la fiebre puerperal, la escarlatina y la meningitis. (A la escala de efectividad se la llama «espectro antibiótico».) Además, está prácticamente exenta de toxicidad o de efectos secundarios indeseables, excepto en aquellos individuos alérgicos a la penicilina.

En 1945, Fleming, Florey y Chain recibieron, conjuntamente, el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Con la penicilina se inició una elaborada búsqueda, casi increíble, de otros antibióticos. (El vocablo fue ideado por el bacteriólogo Selman A. Waksman, de la Rutgers University.)

En 1943, Waksman aisló de un moho del suelo, del género
Streptomyces
, el antibiótico conocido como «estreptomicina». Ésta atacaba las bacterias «gramnegativas» (aquellas que perdían con facilidad el colorante de Gram). Su mayor triunfo lo consiguió contra el bacilo de la tuberculosis. Pero la estreptomicina, a diferencia de la penicilina, es tóxica y debe usarse con gran cautela.

Waksman recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1952, por su descubrimiento de la estreptomicina.

En 1947, se aisló otro antibiótico, el cloranfenicol, del género
Streptomyces.
Ataca no sólo a ciertos organismos más pequeños, en especial a los causantes de la fiebre tifoidea y la psitacosis (fiebre del loro). Pero, a causa de su toxicidad, es necesario un cuidado extremado en su empleo.

Luego llegaron toda una serie de antibióticos de «amplio espectro», encontrados al cabo de minuciosos exámenes de muchos millares de muestras de tierra, aureomicina, terramicina, acromicina, y así sucesivamente. El primero de ellos, la aureomicina, fue aislado por Benjamin Minge Duggar y sus colaboradores, en 1944, apareciendo en el mercado en 1948. Estos antibióticos se denominan «tetraciclinas», porque en todos los casos su molécula está compuesta por cuatro anillos, uno al lado de otro. Son efectivos contra una amplia gama de microorganismos y especialmente valiosos porque su toxicidad es relativamente baja. (Naturalmente, los seres humanos que siguen vivos por nuestro continuado dominio sobre las enfermedades infecciosas, tienen una probabilidad mucho mayor de sucumbir a un trastorno metabólico. Así, en los últimos ocho años, la incidencia de la diabetes, el más común de tales trastornos, ha aumentado diez veces.)

Bacterias resistentes

No obstante, el mayor contratiempo en el desarrollo de la quimioterapia ha sido el acelerado aumento en la resistencia de las bacterias. Por ejemplo, en 1939, todos los casos de meningitis y de neumonía neumocócica reaccionaron favorablemente a la administración de sulfamidas. Veinte años después, tan sólo en la mitad de los casos tuvieron éxito. Los diversos antibióticos también empezaron a perder efectividad con el transcurso del tiempo. No es que la bacteria «aprenda» a resistir, sino que entre ellas se reproducen mutantes resistentes, que se multiplican al ser destruidas las cadenas «normales». De ordinario, la mutación es un proceso lento, y en los eucariotas, sobre todo en los multicelulares, la variación y el cambio se aprotan con mucha mayor rapidez por la constante mezcla de genes y cromosomas en cada generación. La transformación bacteriana se produce sólo a través de la mutación, no obstante, porque las bacterias se multiplican con extrema rapidez. Incontable número de individuos surge de unos pocos progenitores y, aunque el porcentaje de mutaciones útiles, es decir, aquellas capaces de dar origen a un enzima que destruye a un agente quimioterápico, por otra parte efectivo, son muy lentas, el número absoluto de tales mutaciones sigue siendo bastante elevado.

Además, los genes necesarios para la producción de tales enzimas se encuentran a veces en los plásmidos y se transfieren de bacteria a bacteria, extendiendo así a la resistencia aún con mayor velocidad.

El peligro es aún mayor en los hospitales donde se utilizan de forma constante antibióticos y donde los pacientes tienen, naturalmente, una resistencia a la infección por debajo de la normal. Algunas nuevas cadenas de estafilococos ofrecen una resistencia especialmente tenaz a los antibióticos. El «estafilococo hospitalario» es hoy día motivo de seria preocupación, por ejemplo, en las secciones de maternidad, y en 1961 se le dedicaron grandes titulares cuando una neumonía, favorecida por ese tipo de bacterias resistentes, estuvo a punto de causar la muerte a la estrella de cine Elizabeth Taylor.

Afortunadamente, cuando un antibiótico fracasa, acaso otro pueda todavía atacar a las bacterias resistentes.

Nuevos antibióticos y modificaciones sintéticas de los antiguos, tal vez puedan ofrecer remedio contra las mutaciones. Lo ideal sería encontrar un antibiótico al que ningún mutante fuera inmune. De esa forma no quedarían supervivientes determinadas bacterias, las cuales, por tanto, no podrían multiplicarse. Se ha obtenido cierto número de esos candidatos. Por ejemplo, en 1960 se desarrolló una penicilina modificada, conocida como «estaficilina». En parte es sintética y, debido a que su estructura es extraña a la bacteria, su molécula no se divide ni su actividad queda anulada por enzimas, como la «penicilinasa» (que Chain fuera el primero en descubrir). En consecuencia, la estaficilina destruye las cadenas resistentes; por ejemplo, se utilizó para salvar la vida de la artista Elizabeth Taylor. Pero aún así también han aparecido cadenas de estafilococos resistentes a las penicilinas sintéticas. Es de suponer que ese círculo vicioso se mantendrá eternamente.

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