Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (40 page)

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Aún así, durante los veinte años que siguieron al descubrimiento de Stanley, los únicos virus que pudieron ser cristalizados fueron los «virus de las plantas», en extremo elementales (o sea, los que infectan las células de las plantas). Hasta 1955 no apareció cristalizado el primer «virus animal». En ese año, Carlton E. Schwerdt y Frederick L. Schaffer cristalizaron el virus de la poliomielitis.

El hecho de poder cristalizar los virus pareció convencer a muchos, entre ellos al propio Stanley, de que se trataba de proteínas muertas. Jamás pudo ser cristalizado nada en que alentara la vida, pues la cristalización parecía absolutamente incompatible con la vida. Esta última era flexible, cambiante, dinámica; un cristal era rígido, fijo, ordenado de forma estricta, y, sin embargo, era inmutable el hecho de que los virus eran infecciosos, de que podían crecer y multiplicarse, aún después de haber sido cristalizados. Y tanto el crecimiento como la reproducción fueron siempre considerados como esencia de vida.

Y al fin se produjo la crisis cuando, en 1936, dos bioquímicos británicos, Frederick Ch. Bawden y Norman W. Pirie demostraron que el virus del mosaico del tabaco ¡contenía ácido ribonucleico! Desde luego, no mucho; el virus estaba construido por un 94 % de proteínas y tan sólo un 6 % de ARN. Pero, pese a todo, era, de forma tajante, una nucleoproteína. Y lo que es más, todos los demás virus demostraron ser nucleoproteínas, conteniendo ARN o ADN, e incluso ambos.

La diferencia entre ser nucleoproteína o, simplemente, proteína es prácticamente la misma que existe entre estar vivo o muerto. Resultó que los virus estaban compuestos de la misma materia que los genes y estos últimos constituyen la esencia propia de la vida. Los virus más grandes tienen toda la apariencia de ser series de genes o cromosomas «sueltos». Algunos llegan a contener 75 genes, cada uno de los cuales regula la formación de algún aspecto de su estructura: Una fibra aquí, un pliegue allí. Al producir mutaciones en el ácido nucleico, uno u otro gen puede resultar defectuoso, y de este modo, puedan ser determinadas tanto su función como su localización. El análisis genético total (tanto estructural como funcional) de un virus es algo factible, aunque, por supuesto, esto no representa más que un pequeño paso hacia un análisis similar total de los organismos celulares, con su equipo genético mucho más elaborado.

Podemos representar a los virus en la célula como un invasor que, dejando a un lado los genes supervisores, se apoderan de la química celular en su propio provecho, causando a menudo en el proceso la muerte de la célula o de todo el organismo huésped. A veces puede darse el caso de que un virus sustituya a un gen o a una serie de genes por los suyos propios, introduciendo nuevas características, que pueden ser transmitidas a células hijas. Este fenómeno se llama
transducción
.

Si los genes; contienen las propiedades de la «vida» de una célula, entonces los virus son cosas vivas. Naturalmente que depende en gran modo de cómo definamos la vida. Por nuestra parte, creo que es justo considerar viva cualquier molécula de nucleoproteína capaz de dar respuesta, y según esa definición, los virus están tan vivos como los elefantes o los seres vivientes.

Naturalmente, nunca son tan convincentes las pruebas indirectas de la existencia de virus, por numerosas que sean, como el contemplar uno. Al parecer, el primer hombre en posar la mirada sobre un virus fue un médico escocés llamado John Brown Buist. En 1887, informó que en el fluido obtenido de una ampolla por vacunación había logrado distinguir con el microscopio algunos puntos diminutos. Es de presumir que se tratara de los virus de la vacuna, los más grandes que se conocen.

Para ver bien, o incluso para ver simplemente, un virus típico, se necesita algo mejor que un microscopio ordinario. Ese algo mejor fue inventado, finalmente, en los últimos años de la década de 1930; se trata del microscopio electrónico; este aparato puede alcanzar ampliaciones de hasta 100.000 y permite contemplar objetos tan pequeños de hasta 1/1.000 de micra de diámetro.

El microscopio electrónico tiene sus inconvenientes. El objeto ha de colocarse en un vacío y la deshidratación, que resulta inevitable, puede hacerle cambiar de forma. Un objeto tal como una célula tiene que hacerse en extremo delgada. La imagen es tan sólo bidimensional; además los electrones tienden a atravesar una materia biológica, de manera que no se mantiene sobre el fondo.

En 1944, un astrónomo y físico americano, Robley Cook Williams y el microscopista electrónico Ralph Walter Graystone Wyckoff, trabajando en colaboración, concibieron una ingeniosa solución a estas últimas dificultades. A Williams se le ocurrió, en su calidad de astrónomo, que al igual que los cráteres y montañas de la Luna adquieren relieve mediante sombras cuando la luz del sol cae sobre ellos en forma oblicua, podrían verse los virus en tres dimensiones en el microscopio electrónico si de alguna forma pudiera lograrse el que reflejaran sombras. La solución que se les ocurrió a los experimentadores fue la de lanzar metal vaporizado oblicuamente a través de las partículas de virus colocadas en la platina del microscopio. La corriente de metal dejaba un claro espacio —una «sombra»— detrás de cada partícula de virus. La longitud de la sombra indicaba la altura de la partícula bloqueadora, y al condensarse el metal en una fina película, delineaba también claramente las partículas de virus sobre el fondo.

De esa manera, las fotografías de sombras de diversos virus denunciaron sus formas. Se descubrió que el virus de la vacuna era algo semejante a un barril. Resultó ser del grueso de unas 0,25 micras, aproximadamente el tamaño de la más pequeña de las rickettsias. El virus del mosaico del tabaco era semejante a un delgado vástago de 0,28 micras de longitud por 0,015 micras de ancho. Los virus más pequeños, como los de la poliomielitis, la fiebre amarilla y la fiebre aftosa (glosopeda), eran esferas diminutas, oscilando su diámetro desde 0,025 hasta 0.020 micras. Esto es considerablemente más pequeño que el tamaño calculado de un solo gen humano. El peso de estos virus es tan sólo alrededor de 100 veces el de una molécula promedio de proteína. Los virus del mosaico del bromo, los más pequeños conocidos hasta ahora, tienen un peso molecular de 4,5. Es tan sólo una décima parte del tamaño del mosaico del tabaco y acaso goce del título de la «cosa viva más pequeña» (fig.. 14.3).

Fig. 14.3. Tamaños relativos de sustancias simples y proteínas, así como de diversas partículas y bacterias. (Una pulgada y media de esta escala = 1/10.000 de milímetro en su tamaño real.)

En 1959, el citólogo finlandés Alvar P. Wilska concibió un microscopio electrónico que utilizaba electrones de «velocidad reducida». Siendo menos penetrantes que los electrones de «velocidad acelerada», pueden revelar algunos de los detalles internos de la estructura de los virus. Y en 1961, el citólogo francés Gaston DuPouy ideó la forma de colocar las bacterias en unas cápsulas, llenas de aire, tomando de esta forma vistas de las células vivas con el microscopio electrónico. Sin embargo, en ausencia del metal proyector de sombras se perdía detalle.

El microscopio electrónico ordinario es un mecanismo de
transmisión
, puesto que los electrones pasan a través de la delgada rendija y son grabados de nuevo en la otra parte. Resulta posible emplear 4 emisiones de electrones de baja energía que barren el objeto que ha de verse, lo mimo que una emisión de electrones barre el tubo de la televisión. La emisión electrónica hace que el material de la superficie emita electrones por sí mismo. Son esos electrones emitidos los que se estudian. En un
microscopio barredor de electrones
de esa clase, puede lograrse grandes detalles de la superficie. Un mecanismo de este tipo fue el sugerido por el científico británico C. W. Oatley, en 1948. A partir de 1958 dichos microscopios electrónicos empezaron a poder ya emplearse.

El papel del ácido nucleico

Los virólogos han comenzado en la actualidad a separar los virus y a unirlos de nuevo. Por ejemplo, en la Universidad de California, el bioquímico germano americano Heinz Fraenkel-Conrat, trabajando con Robley Williams, descubrió que un delicado tratamiento químico descomponía la proteína del virus del mosaico del tabaco en unos 2.200 fragmentos consistentes en cadenas peptídicas formadas cada una por 158 aminoácidos y con pesos moleculares individuales de 18.000. En 1960 se descubrió totalmente la exacta composición aminoácida de estas unidades virus-proteína. Al disolverse tales unidades, tienden a soldarse para formar otra vez el vástago largo y cóncavo (en cuya forma existen en el virus original). Se mantienen juntas las unidades con átomos de calcio y magnesio.

En general, las unidades virus-proteína, al combinarse, forman dibujos geométricos. Las del virus del mosaico del tabaco que acabamos de exponer forman segmentos de una hélice. Las sesenta subunidades de la proteína del virus de la poliomielitis están ordenadas en 12 pentágonos. Las veinte subunidades del virus iridiscente
Tipula
están ordenadas en una figura regular de veinte lados, un icosaedro.

La proteína del virus es cóncava. Por ejemplo, la hélice de la proteína del virus del mosaico del tabaco está formada por 130 giros de la cadena peptídica, que producen en su interior una cavidad larga y recta. Dentro de la concavidad de la proteína se encuentra la posición del ácido nucleico del virus. Puede ser ADN o ARN, pero, en cualquier caso, está formada por un mínimo de 6.000 nucleótidos.

Fraenkel-Conrat separó el ácido nucleico y la porción de proteínas en los virus del mosaico del tabaco y trató de averiguar si cada una de esas porciones podía infectar independientemente la célula. Quedó demostrado que individualmente no podían hacerlo, pero cuando unió de nuevo la proteína y el ácido nucleico quedó restaurado hasta el 50 % del poder infeccioso original de la muestra de virus.

¿Qué había ocurrido? A todas luces, una vez separados la proteína y el ácido nucleico del virus ofrecían toda la apariencia de muertos; y, sin embargo, al unirlos nuevamente, al menos parte de la materia parecía volver a la vida. La Prensa vitoreó el experimento de Fraenkel-Conrat como la creación de un organismo vivo creado de materia inerte. Estaban equivocados, como veremos a continuación.

Al parecer, había tenido lugar una nueva combinación de proteína y ácido nucleico. Y por lo que podía deducirse, cada uno de ellos desempeñaba un papel en la infección. ¿Cuáles eran las respectivas funciones de la proteína y el ácido nucleico y cuál de ellas era más importante?

Fraenkel-Conrat realizó un excelente experimento que dejó contestada la pregunta. Mezcló la parte de proteína correspondiente a una cadena del virus con la porción de ácido nucleico de otra cadena. Ambas partes se combinaron para formar un virus infeccioso ¡con una mezcla de propiedades! Su virulencia (o sea, el grado de potencia para infectar las plantas de tabaco) era igual a la de la cadena de virus que aportara la proteína; la enfermedad a que dio origen (o sea la naturaleza del tipo de mosaico sobre la hoja) era idéntica a la de la cadena de virus que aportara el ácido nucleico.

Dicho descubrimiento respondía perfectamente a lo que los virólogos ya sospechaban con referencia a las funciones respectivas de la proteína y el ácido nucleico. Al parecer, cuando un virus ataca a una célula, su caparazón o cubierta proteínica le sirve para adherirse a la célula y para abrir una brecha que le permita introducirse en ella. Entonces, su ácido nucleico invade la célula e inicia la producción de partículas de virus.

Una vez que el virus de Fraenkel-Conrat hubo infectado una hoja de tabaco, las nuevas generaciones de virus que fomentara en las células de la hoja resultaron ser no un híbrido, sino una réplica de la cadena que contribuyera al ácido nucleico. Reproducía dicha cadena no sólo en el grado de infección, sino también en el tipo de enfermedad producida. En otras palabras, el ácido nucleico había dictado la construcción de la nueva capa proteínica del virus. Había producido la proteína de su propia cadena, no la de otra cadena con la cual le combinaran para formar el híbrido.

Esto sirvió para reforzar la prueba de que el ácido nucleico constituía la parte «viva» de un virus, o, en definitiva, de cualquier nucleoproteína. En realidad, Fraenkel-Conrat descubrió en ulteriores experimentos que el ácido nucleico puro del virus puede originar por sí solo una pequeña infección en una hoja de tabaco, alrededor del 0,1 % de la producida por el virus intacto. Aparentemente, el ácido nucleico lograba por sí mismo abrir brecha de alguna forma en la célula. De manera que el hecho de unir el ácido nucleico y la proteína para formar un virus no da como resultado la creación de vida de una materia inerte; la vida ya está allí en forma de ácido nucleico. La proteína sirve simplemente para proteger el ácido nucleico contra la acción de enzimas hidrolizantes («nucleasas») en el ambiente y para ayudarle a actuar con mayor eficiencia en su tarea de infección y reproducción. Podemos comparar la fracción de ácido nucleico a un hombre y la fracción proteína a un automóvil. La combinación facilita el trabajo de viajar de un sitio a otro. El automóvil jamás podría hacer el viaje por sí mismo. El hombre podría hacerlo a pie (y ocasionalmente lo hace), pero el automóvil representa una gran ayuda.

La información más clara y detallada del mecanismo por el cual los virus infectan una célula procede de los estudios sobre los virus denominados, bacteriófagos, descubiertos, por vez primera, por el bacteriólogo inglés Frederick William Twort, en 1915 y, de forma independiente, por el bacteriólogo canadiense Felix Hubert d'Hérelle, en 1917. Cosa extraña, estos virus son gérmenes que van a la caza de gérmenes, principalmente bacterias. D'Hérelle les adjudicó el nombre de «bacteriófagos», del griego «devorador de bacteria».

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