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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

Inés del alma mía (28 page)

BOOK: Inés del alma mía
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Transcurrió un tiempo infinito, o tal vez sólo un instante. El agobio me vino de golpe y los huesos se me deshicieron en espuma, entonces desperté de la pesadilla y pude darme cuenta del horror cometido. Me vi como me veía la gente a mi alrededor: un demonio desgreñado, cubierto de sangre, ya sin voz de tanto gritar. Se me doblaron las rodillas, sentí un brazo en la cintura y Rodrigo de Quiroga me levantó en vilo, me apretó contra la dureza de su armadura y me condujo a través de la plaza en medio del más profundo estupor.

Santiago de la Nueva Extremadura se salvó, aunque ya no era más que palos quemados y estropicio. De la iglesia sólo quedaban unos pilares; de mi casa, cuatro paredes renegridas; la de Aguirre estaba más o menos en pie y el resto era sólo ceniza. Habíamos perdido a cuatro soldados, los demás estaban heridos, varios de gravedad. La mitad de los yanaconas murieron en el combate y cinco más perecieron en los días siguientes de infección y desangramiento. Las mujeres y los niños salieron indemnes porque los atacantes no descubrieron la cueva de Cecilia. No conté los caballos ni los perros, pero de los animales domésticos sólo quedaron el gallo, dos gallinas y la pareja de cerdos que salvamos con Catalina. Semillas casi no quedaron, sólo teníamos cuatro puñados de trigo.

Rodrigo de Quiroga, como los demás, creyó que yo había enloquecido sin vuelta durante la batalla. Me llevó en brazos hasta las ruinas de mi casa, donde todavía funcionaba la improvisada enfermería, y me dejó con cuidado en el suelo. Tenía una expresión de tristeza e infinita fatiga cuando se despidió de mí con un beso ligero en la frente y volvió a la plaza. Catalina y otra mujer me quitaron la coraza, la cota de malla y el vestido ensopado en sangre buscando las heridas que yo no tenía. Me lavaron como pudieron con agua y un puñado de crines de caballo a modo de esponja, porque ya no quedaban trapos, y me obligaron a beber media taza de licor. Vomité un líquido rojizo, como si también hubiera tragado sangre ajena.

El estruendo de las muchas horas de batalla fue reemplazado por un silencio espectral. Los hombres no podían moverse, cayeron donde estaban y allí se quedaron, ensangrentados, cubiertos de hollín, polvo y ceniza, hasta que las mujeres salieron a darles agua, quitarles las armaduras, ayudarlos a levantarse. El capellán recorrió la plaza para hacer la señal de la cruz sobre la frente de los muertos y cerrarles los ojos, luego se echó al hombro a los heridos uno a uno y los llevó a la enfermería. El noble caballo de Francisco de Aguirre, herido fatalmente, se mantuvo en sus temblorosas patas por pura voluntad, hasta que entre varias mujeres pudieron bajar al jinete; entonces agachó la cerviz y murió antes de caer al suelo. Aguirre tenía varias heridas superficiales y estaba tan rígido y acalambrado que no pudieron quitarle la armadura ni las armas, hubo que dejarlo en un rincón durante más de media hora, hasta que pudo recuperar el movimiento. Después el herrero cortó con una sierra la lanza por ambos extremos para quitársela de la mano agarrotada y entre varias mujeres lo desvestimos, tarea difícil, porque era enorme y seguía tieso como una estatua de bronce. Monroy y Villagra, en mejores condiciones que otros capitanes y enardecidos por la contienda, tuvieron la peregrina idea de perseguir con algunos soldados a los indígenas que huían en desorden, pero no hallaron un solo caballo que pudiera dar un paso y ni un solo hombre que no estuviese herido.

Juan Gómez había luchado como un león pensando durante todo el día en Cecilia y su hijo, sepultados en mi solar, y apenas terminó la batahola corrió a abrir la cueva. Desesperado, quitó la tierra a mano, porque no pudo hallar una pala, los atacantes se habían llevado cuanto había. Arrancó las tablas a tirones, abrió la tumba y se asomó a un hoyo negro y silencioso.

—¡Cecilia, Cecilia! —gritó, aterrado.

Y entonces la voz clara de su mujer le respondió desde el fondo.

—Por fin vienes, Juan, ya empezaba a aburrirme.

Las tres mujeres y los niños habían sobrevivido más de doce horas bajo tierra, en total oscuridad, con muy poco aire, sin agua y sin saber qué sucedía afuera. Cecilia asignó a las nodrizas la tarea de ponerse los críos al pezón por turnos durante el día entero, mientras ella, hacha en mano, se dispuso a defenderlas. La caverna no se llenó de humo por obra y gracia de Nuestra Señora del Socorro, o tal vez porque fue sellada por las paletadas de tierra con que Juan Gómez intentó disimular la entrada.

Monroy y Villagra decidieron mandar esa misma noche un mensajero a dar cuenta del desastre a Pedro de Valdivia, pero Cecilia, quien había emergido del subterráneo tan digna y hermosa como siempre, opinó que ningún mensajero saldría con vida de semejante misión, el valle era un hormiguero de indios hostiles. Los capitanes, poco acostumbrados a prestar oído a voces femeninas, hicieron caso omiso.

—Ruego a vuestras mercedes que escuchéis a mi mujer. Su red de información nos ha sido siempre útil —intervino Juan Gómez.

—¿Qué proponéis, doña Cecilia? —preguntó Rodrigo de Quiroga, a quien le habíamos cauterizado dos heridas y estaba demacrado por el cansancio y la pérdida de sangre.

—Un hombre no puede cruzar las líneas enemigas...

—¿Sugerís que mandemos una paloma mensajera? —interrumpió Villagra, burlón.

—Mujeres. No una sola, sino varias. Conozco a muchas mujeres quechuas en el valle, ellas llevarán la noticia de boca en boca al gobernador, más rápido que cien palomas volando —aseguró la princesa inca.

Como no había tiempo para largas discusiones, decidieron enviar el mensaje por dos vías, la que ofrecía Cecilia y un yanacona, ágil como liebre, quien intentaría cruzar el valle de noche y alcanzar a Valdivia. Lamento decir que ese fiel servidor fue sorprendido al amanecer y muerto de un mazazo. Mejor no pensar en su suerte si hubiese caído vivo en manos de Michimalonko. El cacique debía de estar enfurecido por el fracaso de sus huestes; no tendría cómo explicar a los indómitos mapuche del sur que un puñado de barbudos había atajado a ocho mil de sus guerreros. Mucho menos podía mencionar a una bruja que lanzaba cabezas de caciques por los aires como si fuesen melones. Le llamarían cobarde, lo peor que puede decirse de un guerrero, y su nombre no formaría parte de la épica tradición oral de las tribus, sino de burlas maliciosas. El sistema de Cecilia, sin embargo, sirvió para hacer llegar el mensaje al gobernador en el plazo de veintiséis horas. La noticia voló de un caserío a otro a lo largo y ancho del valle, atravesó bosques y montes y alcanzó a Valdivia, quien andaba de un lado a otro con sus hombres buscando en vano a Michimalonko, sin comprender aún que había sido engañado.

Después de que Rodrigo de Quiroga recorrió las ruinas de Santiago y le entregó a Monroy el cálculo de las pérdidas, vino a verme. En vez del basilisco demente que había depositado en la enfermería poco antes, me encontró más o menos limpia y tan cuerda como siempre, atendiendo a los muchos heridos.

—Doña Inés... gracias al Altísimo... —murmuró a punto de echarse a llorar de extenuación.

—Quitaos la armadura, don Rodrigo, para que os curemos —repliqué.

—Pensé que... ¡Dios mío! Vos salvasteis la ciudad, doña Inés. Vos pusisteis en fuga a los salvajes...

—No digáis eso, porque es injusto con estos hombres, que combatieron como valientes, y con las mujeres que los secundaron.

—Las cabezas... dicen que las cabezas cayeron todas mirando hacia los indios y éstos creyeron que era un mal augurio, por eso retrocedieron.

—No sé de qué cabezas me habláis, don Rodrigo. Estáis muy confundido. ¡Catalina! ¡Ayúdalo a quitarse la armadura, mujer!

Durante esas horas pude pesar mis acciones. Trabajé sin pausa ni respiro durante la primera noche y la mañana siguiente atendiendo a los heridos y tratando de salvar lo posible de las casas quemadas, pero una parte de mi mente sostenía un constante diálogo con la Virgen, para pedirle que intercediera en mi favor por el crimen cometido, y con Pedro. Prefería no imaginar su reacción al ver la destrucción de Santiago y saber que ya no contaba con sus siete rehenes, estábamos a merced de los salvajes sin nada para negociar con ellos. ¿Cómo explicarle lo que había hecho, si yo misma no lo entendía? Decirle que había enloquecido y ni siquiera recordaba bien lo ocurrido era una excusa absurda; además, estaba avergonzada del espectáculo grotesco que di frente a sus capitanes y soldados. Por fin, a eso de las dos de la tarde del 12 de septiembre, me venció la fatiga y pude dormir unas horas tirada en el suelo junto a Baltasar, que había vuelto arrastrándose al amanecer, con las fauces ensangrentadas y una pata quebrada. Los tres días siguientes se me fueron en un soplo, trabajando con los demás para despejar escombros, apagar incendios y fortalecer la plaza, único sitio donde podríamos defendernos de otro ataque, que suponíamos inminente. Además, Catalina y yo escarbábamos los surcos quemados y las cenizas de los solares en busca de cualquier comestible para echar a la sopa. Una vez que dimos cuenta del caballo de Aguirre, nos quedó muy poco alimento; habíamos vuelto a los tiempos de la olla común, sólo que entonces ésta consistía en agua con yerbas y los tubérculos que pudiésemos desenterrar.

Al cuarto día Pedro de Valdivia llegó con un destacamento de catorce soldados de caballería, mientras los infantes lo seguían lo más deprisa posible. Montado en Sultán, el gobernador entró a la ruina que antes llamábamos ciudad y calculó de un solo vistazo la magnitud del descalabro. Pasó por las calles, donde todavía se elevaban débiles columnas de humo señalando las antiguas casas, entró a la plaza y encontró a la escasa población en andrajos, hambrienta, asustada, los heridos tirados por el suelo con vendajes sucios, y sus capitanes, tan desarrapados como el último de los yanaconas, socorriendo a la gente. Un centinela tocó la corneta y, con un esfuerzo brutal, los que podían ponerse de pie se formaron para saludar al capitán general. Yo me quedé atrás, medio oculta por unas lonas; desde allí vi a Pedro y el alma me dio un brinco de amor y tristeza y fatiga. Desmontó en el centro de la plaza y, antes de abrazar a sus amigos, recorrió la devastación con una mirada, pálido, buscándome. Di un paso al frente, para mostrarle que seguía viva; nuestras miradas se encontraron y entonces le cambió la expresión y el color. Con esa voz de razón y autoridad que nadie resistía, se dirigió a los soldados para honrar el valor de cada uno, sobre todo de los que murieron combatiendo, y dar gracias al apóstol Santiago por haber salvado al resto de la gente. La ciudad nada importaba, porque había brazos y corazones fuertes para reconstruirla de las cenizas. Debíamos comenzar de nuevo, dijo, pero eso no podía ser motivo de desaliento, sino de entusiasmo para los vigorosos españoles, que jamás se daban por vencidos, y los leales yanaconas. «¡Santiago y cierra España!», exclamó, levantando la espada. «¡Santiago y cierra España!», respondieron en una sola voz disciplinada sus hombres, pero en el tono había profundo desaliento.

Esa noche, recostados sobre la dura tierra, sin más abrigo que una manta inmunda, con un pedazo de luna asomando encima de nuestras cabezas, me eché a llorar de fatiga en los brazos de Pedro. Él ya había escuchado variados relatos de la batalla y de mi papel en ella; pero, contrario a lo que yo temía, se mostró orgulloso de mí, tal como lo estaba, según me dijo, hasta el último soldado de Santiago, que sin mí habría perecido. Las versiones que le habían dado eran exageradas, no me cabe duda, y así fue estableciéndose la leyenda de que yo salvé la ciudad. «¿Es cierto que tú misma decapitaste a los siete caciques?», me había preguntado Pedro apenas nos encontramos solos. «No lo sé», le contesté honestamente. Pedro nunca me había visto llorar, no soy mujer de lágrima fácil, pero en esa primera ocasión no intentó consolarme, sólo me acarició con esa ternura distraída que algunas veces empleaba conmigo. Su perfil parecía de piedra, la boca dura, la mirada fija en el cielo.

—Tengo mucho miedo, Pedro —sollocé.

—¿De morir?

—De todo menos de morir, porque me faltan años para la vejez.

Se rió secamente del chiste que compartíamos: que yo enterraría a varios maridos y sería siempre una viuda apetecible.

—Los hombres quieren regresar al Perú, estoy seguro, aunque todavía ninguno se atreve a decirlo, para no parecer cobarde. Se sienten derrotados.

—Y tú ¿qué quieres, Pedro?

—Fundar Chile contigo —respondió sin pensarlo dos veces.

—Entonces eso haremos.

—Eso haremos, Inés del alma mía...

Mi memoria del pasado remoto es muy vívida y podría relatar paso a paso lo ocurrido en los primeros veinte o treinta años de nuestra colonia en Chile, pero no hay tiempo, porque la Muerte, esa buena madre, me llama y quiero seguirla, para descansar por fin en brazos de Rodrigo. Los fantasmas del pasado me rodean. Juan de Málaga, Pedro de Valdivia, Catalina, Sebastián Romero, mi madre y mi abuela, enterradas en Plasencia, y muchos otros, adquieren contornos cada vez más firmes y oigo sus voces susurrando en los corredores de mi casa. Los siete caciques degollados deben estar bien instalados en el cielo o en el infierno, porque nunca han venido a penarme. No estoy demente, como suelen ponerse los ancianos, todavía soy fuerte y tengo la cabeza bien plantada sobre los hombros, pero estoy con un pie al otro lado de la vida y por eso observo y escucho lo que para otros pasa inadvertido. Te inquietas, Isabel, cuando hablo así; me aconsejas que rece, eso calma el alma, dices. Mi alma está en calma, no tengo miedo a morir, no lo tuve entonces, cuando lo razonable era tenerlo, y menos ahora, cuando he vivido de sobra. Tú eres lo único que me retiene en este mundo; te confieso que no tengo curiosidad alguna por ver a mis nietos crecer y sufrir, prefiero llevarme el recuerdo de sus risas infantiles. Rezo por costumbre, no como remedio para la angustia. La fe no me ha fallado, pero mi relación con Dios ha ido cambiando con los años. A veces, sin pensarlo, lo llamo Ngenechén, y a la Virgen del Socorro la confundo con la Santa Madre Tierra de los mapuche, pero no soy menos católica que antes —¡Dios me libre!—, es sólo que el cristianismo se me ha ensanchado un poco, como sucede con la ropa de lana al cabo de mucho uso. Me quedan pocas semanas de vida, lo sé porque a ratos a mi corazón se le olvida latir, me mareo, me caigo y ya no tengo apetito. No es verdad que pretendo matarme de hambre nada más que por jorobarte, como me acusas, hija, sino que la comida tiene sabor de arena y no puedo tragarla, por eso me alimento de sorbos de leche. He adelgazado, parezco un esqueleto cubierto de pellejo, como en los tiempos del hambre, sólo que entonces era joven. Una vieja flaca es patética, se me han puesto las orejas enormes y hasta una brisa puede tirarme de bruces. En cualquier momento saldré volando. Debo abreviar este relato, de otro modo se me quedarán muchos muertos en el tintero. Muertos, casi todos mis amores están muertos, ése es el precio de vivir tanto como he vivido.

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