—No hay duda, doña Inés, esas sombras son masas de gente que avanzan hacia acá. Juraría que son indios cubiertos con mantas negras.
—¿Qué decís? —exclamé, incrédula, pensando en el marqués de Pescara y sus sábanas blancas.
Rodrigo de Quiroga dio la señal de alarma y en menos de veinte minutos los cincuenta soldados, que en esos días estaban siempre preparados, se juntaron en la plaza, cada uno con su armadura y yelmo puestos, las armas prontas. Monroy organizó la caballería —teníamos sólo treinta y dos caballos— y la dividió en dos pequeños destacamentos, uno bajo su mando y el otro al mando de Aguirre, ambos decididos a enfrentar al enemigo afuera, antes que penetrara en la ciudad. Villagra y Quiroga, con los arcabuceros y varios indios, quedaron a cargo de la defensa interna, mientras el capellán, las mujeres y yo debíamos abastecer a los defensores y curarlos. Por sugerencia mía, Juan Gómez llevó a Cecilia, las dos mejores nodrizas indias y los niños de pecho de la colonia a la bodega de nuestra casa, que habíamos cavado bajo tierra con la idea de almacenar víveres y vino. Le entregó a su mujer la estatuilla de Nuestra Señora del Socorro, se despidió de ella con un beso largo en la boca, bendijo a su hijo, cerró la cueva con unas tablas y disimuló la entrada con paletadas de tierra. No encontró otra forma de protegerlos que sepultándolos en vida.
Amanecía el día 11 de septiembre. El cielo estaba despejado y el tímido sol de la primavera iluminaba el contorno de la ciudad en el momento en que comenzó el chivateo monstruoso y la gritería de miles de indígenas que se lanzaban en tropel sobre nosotros. Comprendimos que habíamos caído en una trampa, los salvajes eran mucho más astutos de lo que pensábamos. La partida de quinientos enemigos, que supuestamente formaban el contingente que amenazaba Santiago, era sólo un señuelo para atraer a Valdivia y gran parte de nuestras fuerzas, mientras miles y miles, ocultos en los bosques, aprovecharon las sombras de la noche para acercarse cubiertos con mantas oscuras.
Sancho de la Hoz, quien llevaba meses pudriéndose en una celda, empezó a clamar para que lo soltaran y le dieran una espada. Monroy calculó que se necesitaban desesperadamente todos los brazos, incluso los de un traidor, y mandó que le quitaran los grillos. Debo dejar constancia de que ese día el cortesano se batió con la misma fiereza que los demás heroicos capitanes.
—¿Cuántos indios calculas que vienen, Francisco? —preguntó Monroy a Aguirre.
—¡Nada que nos asuste, Alonso! Unos ocho mil o diez mil...
Los dos grupos de caballería salieron al galope a enfrentarse a los primeros atacantes, centauros furiosos, rebanando cabezas y miembros a sablazos, reventando pechos a patadas de caballo. En menos de una hora, sin embargo, debieron replegarse. Entretanto, miles de otros indios corrían ya por las calles de Santiago profiriendo alaridos. Algunos yanaconas y varias mujeres, entrenados con meses de anticipación por Rodrigo de Quiroga, cargaban los arcabuces para que los soldados pudieran disparar, pero el proceso era largo y engorroso; teníamos al enemigo encima. Las madres de las criaturas que Cecilia tenía en la cueva resultaron más valientes que los experimentados soldados, porque peleaban por las vidas de sus niños. Una lluvia de flechas incendiarias cayó sobre los techos de las casas, y la paja, a pesar de que estaba húmeda por las lluvias de agosto, comenzó a arder. Comprendí que debíamos dejar a los hombres con sus arcabuces mientras las mujeres tratábamos de apagar el incendio. Hicimos filas para pasarnos los baldes de agua, pero pronto vimos que era una labor inútil, seguían cayendo flechas y no podíamos gastar el agua disponible en el incendio, ya que pronto los soldados la necesitarían desesperadamente. Abandonamos las casas de la periferia y fuimos agrupándonos en la plaza de Armas.
Para entonces empezaban a llegar los primeros heridos, algunos soldados y varios yanaconas. Catalina, mis mujeres y yo habíamos alcanzado a organizarnos con lo habitual, trapos, carbones, agua y aceite hirviendo, vino para desinfectar y
muday
para ayudar a soportar el dolor. Otras mujeres estaban preparando ollas de sopa, calabazas con agua y tortillas de maíz, porque la batalla iba para largo. El humo de la paja ardiente cubrió la ciudad, apenas podíamos respirar, nos ardían los ojos. Llegaban los hombres sangrando y les atendíamos las heridas visibles —no había tiempo de quitarles las armaduras—, les dábamos un tazón de agua o caldo y apenas podían sostenerse en pie partían de nuevo a pelear. No sé cuántas veces la caballería se enfrentó a los atacantes, pero llegó un momento en que Monroy decidió que no se podía defender la ciudad entera, que ardía por los cuatro costados, mientras los indios ya ocupaban casi todo Santiago. Conferenció brevemente con Aguirre y acordaron replegarse con sus jinetes y disponer de todas nuestras fuerzas en la plaza, donde se había instalado el viejo don Benito en un taburete. Su herida había cicatrizado gracias a las hechicerías de Catalina, pero estaba débil y no podía sostenerse de pie por mucho tiempo. Disponía de dos arcabuces y un yanacona que lo ayudaba a cargarlos, y durante ese largo día causó estragos entre los enemigos desde su asiento de inválido. Tanto disparó, que se le quemaron las palmas de las manos con las armas ardientes.
Mientras yo me afanaba con los heridos dentro de la casa, un grupo de asaltantes logró trepar el muro de adobe de mi patio. Catalina dio la voz de alarma chillando como berraco y fui a ver qué pasaba, pero no llegué lejos, porque los enemigos estaban tan cerca, que podría haber contado los dientes en esos rostros pintarrajeados y feroces. Rodrigo de Quiroga y el cura González de Marmolejo, que se había puesto un peto y enarbolaba una espada, acudieron prestos a rechazarlos, ya que era fundamental defender mi casa, donde teníamos a los heridos y los niños, refugiados con Cecilia en la bodega. Unos indios enfrentaron a Quiroga y Marmolejo, mientras otros quemaban las siembras y mataban a mis animales domésticos. Eso fue lo que terminó de sacarme de quicio, había cuidado a cada uno de esos animales como a los hijos que no tuve. Con un rugido, que se me escapó de las entrañas, salí al encuentro de los indígenas, aunque no llevaba puesta la armadura que Pedro me había regalado, ya que no podía atender a los heridos inmovilizada dentro de aquellos hierros. Creo que llevaba el cabello erizado y que lanzaba espumarajos y maldiciones, como una arpía; debí de presentar un aspecto muy amenazador, porque los salvajes se detuvieron por un momento y enseguida retrocedieron unos pasos, sorprendidos. No me explico por qué no me aplastaron el cráneo de un mazazo allí mismo. Me han dicho que Michimalonko les había ordenado no tocarme, porque me quería para él, pero ésas son historias que la gente inventa después, para explicar lo inexplicable. En ese instante se aproximaron Rodrigo de Quiroga, blandiendo la espada como un molinete por encima de su cabeza y gritando que me pusiera a salvo, y mi perro Baltasar, gruñendo y ladrando con el hocico recogido y los colmillos al aire, como la fiera que no era en circunstancias normales. Los asaltantes salieron disparados, seguidos por el mastín, y yo quedé en medio de mi huerta en llamas y con los cadáveres de mis animales, completamente desolada. Rodrigo me cogió de un brazo para obligarme a seguirlo, pero vimos un gallo con las plumas chamuscadas que trataba de ponerse en pie. Sin pensarlo, me levanté las sayas y lo coloqué en ellas, como en una bolsa. Poco más allá había un par de gallinas, atontadas por el humo, que no me costó nada atrapar y poner junto al gallo. Catalina llegó a buscarme y al comprender lo que hacía me ayudó. Entre las dos pudimos salvar esas aves, una pareja de puercos y dos almuerzas de trigo, nada más, y lo pusimos todo a buen resguardo. Para entonces Rodrigo y el capellán ya estaban de vuelta en la plaza batiéndose junto a los demás.
Catalina, varias indias y yo atendíamos a los heridos que traían en número alarmante al improvisado hospital de mi casa. Eulalia llegó sosteniendo a un infante cubierto de sangre de pies a cabeza. Dios mío, éste no tiene caso, pensé, pero al quitarle el yelmo vimos que tenía un corte profundo en la frente pero el hueso no estaba roto, sólo un poco hundido. Entre Catalina y otras mujeres le cauterizaron la herida, le lavaron la cara y le dieron a beber agua, pero no lograron que descansara ni un momento. Aturdido y medio ciego, porque se le hincharon los párpados monstruosamente, salió a trastabillones a la plaza. Entretanto, yo intentaba quitarle una flecha del cuello a otro soldado, uno de apellido López, que siempre me había tratado con desdén apenas disimulado, en especial después de la tragedia de Escobar. El infeliz estaba lívido y la flecha se le había incrustado tanto, que yo no podía sacarla sin agrandar la herida. Me hallaba calculando si podría correr ese riesgo, cuando el pobre hombre se estremeció con brutales estertores. Me di cuenta de que nada podía hacer por él y llamé al capellán, quien acudió apurado a darle los últimos sacramentos. Tirados en el suelo de la sala había muchos heridos que no estaban en condiciones de regresar a la plaza; debían de ser por lo menos veinte, la mayoría yanaconas. Se terminaron los trapos y Catalina rasgó las sábanas que con tanto primor habíamos bordado durante las noches ociosas del invierno, luego debimos cortar las sayas en tiras y por último mi único vestido elegante. En eso entró Sancho de la Hoz cargando a otro soldado desmayado, que dejó a mis pies. El traidor y yo alcanzamos a intercambiar una mirada y creo que en ella nos perdonamos los agravios del pasado. Al coro de alaridos de los hombres cauterizados con hierros y carbones al rojo, se sumaban los relinchos de los caballos, porque allí mismo el herrero remendaba como podía a las bestias heridas. En el suelo de tierra apisonada se mezclaba la sangre de los cristianos y la de los animales.
Aguirre se asomó a la puerta sin desmontar de su corcel, ensangrentado de la cabeza a los estribos, anunciando que había ordenado el desalojo de todas las casas, menos aquellas en torno a la plaza, donde nos aprontaríamos para defendernos hasta el último suspiro.
—¡Bajad, capitán, para que os cure las heridas! —alcancé a rogarle.
—¡No tengo ni un rasguño, doña Inés! ¡Llevadles agua a los hombres de la plaza! —me gritó con feroz regocijo y se fue corcoveando en su caballo, que también sangraba de un costado.
Les ordené a varias mujeres que llevaran agua y tortillas a los soldados, que luchaban sin tregua desde el amanecer, mientras Catalina y yo despojábamos el cadáver de López de su armadura, y tal como estaban, empapadas en sangre, me coloqué la cota de malla y la coraza. Tomé la espada de López, porque no pude encontrar la mía, y salí a la plaza. El sol había pasado su cenit hacía rato, debían de ser más o menos las tres o cuatro de la tarde; calculé que llevábamos más de diez horas batallando. Eché una mirada alrededor y me di cuenta de que Santiago ardía sin remedio, el trabajo de meses estaba perdido, era el fin de nuestro sueño de colonizar el valle. Entretanto, Monroy y Villagra se habían replegado con los soldados sobrevivientes y luchaban a caballo dentro de la plaza, defendida hombro a hombro por nuestra gente y atacada por las cuatro calles. Quedaban en pie una parte de la iglesia y la casa de Aguirre, donde manteníamos a los siete caciques cautivos. Don Benito, negro de pólvora y hollín, disparaba desde su taburete con método, apuntando con cuidado antes de apretar el gatillo, como si cazara codornices. El yanacona que antes le cargaba el arma yacía inmóvil a sus plantas y en su lugar se había colocado Eulalia. Comprendí que la joven había estado en la plaza todo el tiempo para no perder de vista a su amado Rodrigo.
Por encima de la batahola de pólvora, relinchos, ladridos y chivateo de la batalla, escuché claramente las voces de los siete caciques azuzando a sus gentes a grito destemplado. No sé lo que me pasó entonces. A menudo he pensado en ese fatídico 11 de septiembre y he tratado de entender los sucesos, pero creo que nadie puede describir con exactitud cómo fueron, cada uno de los participantes tiene una versión diferente, según lo que le tocó vivir. Era densa la humareda, tremenda la confusión, ensordecedor el ruido. Estábamos trastornados, luchando por nuestras vidas, locos de sangre y violencia. No puedo recordar en detalle mis acciones de ese día, de necesidad debo fiarme en lo que otros han contado. Recuerdo, eso sí, que en ningún momento tuve miedo, porque la ira me ocupaba por completo.
Dirigí la vista hacia la celda, de donde provenían los alaridos de los cautivos, y a pesar del humo de los incendios distinguí con absoluta claridad a mi marido, Juan de Málaga, que me venía penando desde el Cuzco, apoyado en la puerta, mirándome con sus lastimeros ojos de espíritu errante. Me hizo un gesto con la mano, como llamándome. Me abrí paso entre soldados y caballos, evaluando el desastre con una parte de la mente y obedeciendo con otra la orden muda de mi difunto marido. La celda no era más que una habitación improvisada en el primer piso de la casa de Aguirre y la puerta consistía en unas cuantas tablas con una tranca por fuera, vigilada por dos jóvenes centinelas con instrucciones de defender a los cautivos con sus vidas, puesto que representaban nuestra única carta de negociación con el enemigo. No me detuve a pedirles permiso, simplemente los hice a un lado de un empujón y levanté la pesada tranca con una sola mano, ayudada por Juan de Málaga. Los guardias me siguieron adentro, sin ánimo de hacerme frente y sin imaginar mis intenciones. La luz y el humo entraban por las rendijas, sofocando el aire, y un polvo rojizo se levantaba del suelo, de modo que la escena era borrosa, pero pude ver a los siete prisioneros encadenados a gruesos postes, debatiéndose como demonios hasta donde permitían los hierros y aullando a pleno pulmón para llamar a los suyos. Cuando me vieron entrar con el fantasma ensangrentado de Juan de Málaga, se callaron.
—¡Matadlos a todos! —ordené a los guardias en un tono imposible de reconocer como mi voz.
Tanto los presos como los centinelas quedaron pasmados.
—¿Que los matemos, señora? ¡Son los rehenes del gobernador!
—¡Matadlos, he dicho!
—¿Cómo queréis que lo hagamos? —preguntó uno de los soldados, espantado.
—¡Así!
Y entonces enarbolé la pesada espada a dos manos y la descargué con la fuerza del odio sobre el cacique que tenía más cerca, cercenándole el cuello de un solo tajo. El impulso del golpe me lanzó de rodillas al suelo, donde un chorro de sangre me saltó a la cara, mientras la cabeza rodaba a mis pies. El resto no lo recuerdo bien. Uno de los guardias aseguró después que decapité de igual forma a los otros seis prisioneros, pero el segundo dijo que no fue así, que ellos terminaron la tarea. No importa. El hecho es que en cuestión de minutos había siete cabezas por tierra. Que Dios me perdone. Cogí una por los pelos, salí a la plaza a trancos de gigante, me subí en los sacos de arena de la barricada y lancé mi horrendo trofeo por los aires con una fuerza descomunal, y un pavoroso grito de triunfo, que subió desde el fondo de la tierra, me atravesó entera y escapó vibrando como un trueno de mi pecho. La cabeza voló, dio varias vueltas y aterrizó en medio de la indiada. No me detuve a ver el efecto, regresé a la celda, cogí otras dos y las lancé en el costado opuesto de la plaza. Me parece que los guardias me trajeron las cuatro restantes, pero tampoco de eso estoy segura, tal vez yo misma fui a buscarlas. Sólo sé que no me fallaron los brazos para enviar las cabezas por los aires. Antes de que hubiese lanzado la última, una extraña quietud cayó sobre la plaza, el tiempo se detuvo, el humo se despejó y vimos que los indios, mudos, despavoridos, empezaban a retroceder, uno, dos, tres pasos, luego empujándose, salían a la carrera y se alejaban por las mismas calles que ya tenían tomadas.