Inés del alma mía (24 page)

Read Inés del alma mía Online

Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
10.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dice Cecilia que es inútil supliciar a los mapuche, jamás podrán hacerlos hablar. Los incas lo intentaron muchas veces, pero ni las mujeres ni los niños se quiebran en el tormento —le expliqué a Pedro esa noche, mientras le quitaba la armadura y la ropa, pringosa de sangre seca.

—Entonces los toquis sólo nos servirán como rehenes.

—Me dicen que Michimalonko es muy orgulloso.

—De poco le sirve ahora que está encadenado —me contestó.

—Si no habla a la fuerza, tal vez hable por vanidad. Ya sabes cómo son algunos hombres... —sugerí.

Al día siguiente Pedro decidió interrogar al toqui Michimalonko de una manera tan poco usual, que ninguno de sus capitanes comprendió qué demonios pretendía. Comenzó por ordenar que le quitaran las ataduras y lo llevaran a una vivienda separada, lejos de los otros cautivos, donde las tres indias más bellas de mi servicio lo lavaron y vistieron con ropa limpia de buena calidad, le sirvieron una abundante comida y tanto
muday
como quiso beber. Valdivia lo hizo escoltar por una guardia de honor y lo recibió en la oficina del cabildo embanderada, rodeado de sus capitanes en armaduras relucientes y con penachos de finísimos colores. Yo asistí con mi vestido de terciopelo color amatista, el único que tenía, los demás quedaron tirados en el camino del norte. Michimalonko me dirigió una mirada apreciativa, no sé si reconoció a la sargentona que lo había enfrentado con una espada. Habían dispuesto dos sillas iguales, una para Valdivia y otra para el toqui. Contábamos con un lengua, pero ya sabíamos que el
mapudungu
no se puede traducir, porque es un idioma poético que se va creando en la medida en que se habla; las palabras cambian, fluyen, se juntan, se deshacen, es puro movimiento, por eso tampoco se puede escribir. Si uno trata de traducirlo palabra por palabra, no se entiende nada. A lo más, el lengua podía transmitir una idea general. Con el mayor respeto y solemnidad, Valdivia manifestó su admiración por el valor de Michimalonko y sus guerreros. El toqui replicó con similares finezas, y así, de una zalamería en otra, Valdivia fue conduciéndolo por el camino de la negociación, mientras sus capitanes observaban la escena perplejos. El viejo estaba orgulloso de discutir mano a mano con ese poderoso enemigo, uno de los barbudos que habían derrotado nada menos que al imperio del Inca. Pronto empezó a jactarse de su posición, su linaje, sus tradiciones, el número de sus huestes y sus mujeres, que eran más de veinte, pero había espacio en su morada para varias más, incluso alguna
chiñura
española. Valdivia le contó que Atahualpa había llenado una pieza de oro hasta el techo para pagar su rescate; mientras más valioso el prisionero, más alto el rescate, agregó. Michimalonko se quedó pensando por un rato, sin que nadie lo interrumpiera, preguntándose, supongo, por qué a los
huincas
les gustaba tanto ese metal, que a ellos sólo les había traído problemas; por años tuvieron que dárselo al Inca como tributo. He aquí, sin embargo, que de pronto podía tener buen uso: pagar su propio rescate. Si Atahualpa llenó una pieza de oro, él no podía ser menos. Entonces se puso de pie, erguido como una torre, se golpeó el pecho con los puños y anunció con voz firme que a cambio de su libertad estaba dispuesto a entregar a los
huincas
la única mina de la región, unos lavaderos de oro llamados de Marga-Marga, y ofreció además mil quinientas personas para trabajar en ellos.

¡Oro! Hubo regocijo en la ciudad, por fin la aventura de conquistar Chile adquiría sentido para los hombres. Pedro de Valdivia partió con un destacamento bien armado, llevando a Michimalonko a su lado en un hermoso alazán, que le regaló. Llovía a cántaros, iban ensopados y tiritando, pero con muy buen ánimo. Mientras, en Santiago se escuchaban los alaridos de furia de los toquis traicionados por Michimalonko, que todavía estaban encadenados a sus postes. Las trutucas —flautas hechas con largas cañas— respondían desde el bosque a las maldiciones en
mapudungu
de los jefes.

El jactancioso Michimalonko guió a los
huincas
por los cerros hacia la desembocadura de un río cerca de la costa, a treinta leguas de Santiago, y de allí hacia un arroyo donde se hallaban los lavaderos que su gente había explotado por muchos años sin otro propósito que satisfacer la codicia del Inca. De acuerdo a lo negociado, puso mil quinientas almas a disposición de Valdivia, más de la mitad de las cuales resultaron ser mujeres, pero no hubo nada que alegar, porque entre los indígenas chilenos ellas realizan el trabajo, los hombres sólo hacen discursos y tareas que requieran músculos, como la guerra, nadar y jugar a la pelota. Los hombres asignados por Michimalonko eran flojísimos, porque no les pareció labor de guerreros pasar el día en el agua con un canastito lavando arena, pero Valdivia supuso que los negros los volverían más complacientes a latigazos. Llevo muchos años en Chile y sé que es inútil esclavizar a los mapuche, se mueren o se escapan. No son vasallos ni entienden la idea del trabajo, menos entienden las razones para lavar oro en el río y dárselo a los
huincas
. Viven de la pesca, la caza, algunos frutos, como el piñón, las siembras y los animales domésticos. Poseen sólo lo que pueden llevar consigo. ¿Qué razón tendrían para someterse al látigo de los capataces? ¿El temor? No lo conocen. Aprecian primero la valentía y segundo la reciprocidad: tú me das, yo te doy, con justicia. No tienen calabozos, alguaciles ni otras leyes más que las naturales; el castigo también es natural, quien hace algo malo corre el riesgo de que le llegue lo mismo. Así es en la Naturaleza, y no puede ser diferente entre los humanos. Llevan cuarenta años en guerra con nosotros, y aprendieron a torturar, robar, mentir y hacer trampas, pero me han dicho que entre ellos conviven en paz. Las mujeres mantienen una red de relaciones que une a los clanes, incluso aquellos separados por cientos de leguas. Antes de la guerra se visitaban a menudo y, como los viajes eran largos, cada encuentro duraba semanas y servía para fortalecer lazos y la lengua
mapudungu
, contar historias, bailar, beber, acordar nuevos matrimonios. Una vez al año las tribus se juntaban a campo abierto para un Nguillatún, invocación al Señor de la Gente, Ngenechén, y para honrar a la Tierra, diosa de la abundancia, fecunda y fiel, madre del pueblo mapuche. Consideran una falta de respeto molestar a Dios cada domingo, como nosotros; una vez al año es más que suficiente. Sus toquis poseen una autoridad relativa, porque no hay obligación de obedecerles, sus responsabilidades son más que sus privilegios. Así describe Alonso de Ercilla y Zúñiga la forma en que son elegidos:

Ni van por calidad, ni por herencia,

ni por hacienda y ser mejor nacidos;

mas la virtud del brazo y la excelencia,

ésta hace los hombres preferidos,

ésta ilustra, habilita, perfecciona,

y quilata el valor de la persona.

Al llegar a Chile nada sabíamos de los mapuche, pensábamos que sería fácil someterlos, como hicimos con pueblos mucho más civilizados, los aztecas y los incas. Nos demoramos muchos años en comprender cuán errados estábamos. A esta guerra no se le vislumbra fin, porque cuando supliciamos a un toqui, surge otro de inmediato, y cuando exterminamos una tribu completa, del bosque sale otra y toma su lugar. Nosotros queremos fundar ciudades y prosperar, vivir con decencia y molicie, mientras ellos sólo aspiran a la libertad.

Pedro estuvo ausente varias semanas porque además de organizar el trabajo de la mina, decidió iniciar la construcción de un bergantín para establecer comunicación con el Perú; no podíamos seguir aislados en el culo del mundo y sin otra compañía que salvajes en cueros, como decía Francisco de Aguirre con su habitual franqueza. Encontró una bahía muy propicia, llamada Concón, con una amplia playa de arenas claras, rodeada de bosque de madera sana y resistente al agua. Allí instaló al único de sus hombres que tenía vagas nociones marítimas, secundado por un puñado de soldados, varios capataces, indios auxiliares y otros que facilitó Michimalonko.

—¿Tenéis un plano para el barco, señor gobernador? —preguntó el supuesto experto.

—¡No pretenderéis decirme que necesitáis un plano para algo tan simple! —lo desafió Valdivia.

—Nunca he construido un barco, excelencia.

—Rezad para que no se os hunda, amigo mío, porque iréis en el primer viaje —se despidió el gobernador, muy contento con su proyecto.

Por primera vez la idea del oro le entusiasmaba, podía imaginar las caras de la gente en el Perú cuando supieran que Chile no era tan mísero como se decía. Mandaría una muestra del oro en su propio barco, causaría sensación, eso atraería a más colonos y Santiago sería la primera de muchas ciudades prósperas y bien pobladas. Como había prometido, dejó a Michimalonko en libertad y se despidió de él con las mayores muestras de respeto. El indio se fue al galope en su nuevo caballo, disimulando la risa.

En una de sus excursiones evangelizadoras, que hasta ese momento no habían dado ni el menor fruto, porque los naturales del valle manifestaron pasmosa indiferencia ante las ventajas del cristianismo, el capellán González de Marmolejo regresó con un muchacho. Lo había encontrado vagando en la ribera del Mapocho, flaco, cubierto de mugre y costras de sangre. En vez de escapar corriendo, como hacían los indios cada vez que él aparecía con su sotana pringosa y su cruz en alto, el niño empezó a seguirlo como un perro, sin decir palabra, con ojos ardientes, atentos a cada movimiento del fraile. «¡Vete, chico! ¡Chus!», lo echaba el capellán, amenazando con darle un coscorrón con la cruz. Pero no hubo caso, se le pegó hasta Santiago. A falta de otra solución, lo trajo a mi casa.

—¿Qué queréis que haga con él, padre? No tengo tiempo para criar chiquillos —le dije, porque lo último que me convenía era encariñarme con un niño del enemigo.

—Tu casa es la mejor de la ciudad, Inés. Aquí estará muy bien este pobrecillo.

—¡Pero...!

—¿Qué dicen los Mandamientos de la Ley de Dios? Hay que alimentar al hambriento y vestir al desnudo —me interrumpió.

—No me acuerdo de ese mandamiento, pero si vos lo decís...

—Ponedlo a trabajar con los cerdos y las gallinas, es muy dócil.

Pensé que bien podía criarlo él, para eso tenía casa y manceba, podía convertirlo en sacristán, pero no pude negarme porque debía muchos favores a ese capellán; mal que mal, me estaba instruyendo. Ya podía leer sin ayuda uno de los tres libros de Pedro,
Amadís
, de amores y aventuras. Con los otros dos todavía no me atrevía,
El cantar del Mío Cid
, sólo batallas, y
Enchiridion Militis Christiani
, de Erasmo, un manual para soldados que no me interesaba para nada. El capellán tenía otros varios libros que seguro también estaban prohibidos por la Inquisición y que un día yo esperaba leer. De modo que el mocoso se quedó con nosotros. Catalina lo lavó y vimos que no era sangre seca lo que tenía, sino barro y arcilla; aparte de unos rasguños y magullones, estaba indemne. Tenía unos once o doce años, era flaco, con las costillas visibles, pero fuerte, estaba coronado por una mata de pelo negro, tieso de mugre. Llegó casi desnudo. Nos atacó a mordiscos cuando intentamos quitarle un amuleto que traía colgado al cuello de una tira de piel. Pronto me olvidé de él, porque estaba muy atareada con las labores de fundar el pueblo, pero dos días después Catalina me lo recordó. Dijo que no se había movido del corral donde lo dejamos y tampoco había comido.

—¿Qué vamos a estar haciendo con él, mamitay?

—Que se vaya con los suyos, es lo mejor.

Fui a verlo y lo hallé sentado en el patio, inmóvil, tallado en madera, con sus ojos negros fijos en los cerros. Había tirado lejos la manta que le dimos, parecía gustarle el frío y la llovizna del invierno. Le expliqué por señas que se podía ir, pero no se movió.

—No está queriendo irse, pues. Quedarse está queriendo, no más —suspiró Catalina.

—Que se quede entonces.

—¿Y quién va a estar vigilando al salvaje, pues, señoray? Ladrones y flojos están siendo estos mapuche.

—Es sólo un niño, Catalina. Ya se irá, nada tiene que hacer aquí.

Ofrecí al chico una tortilla de maíz y no reaccionó, pero cuando le acerqué una calabaza con agua, la cogió a dos manos y se bebió el contenido a sorbos sonoros, como un lobo. Contrario a mis predicciones, se quedó con nosotros. Lo vestimos con un poncho y calzas de adulto recogidas en la cintura mientras le cosíamos algo de su tamaño, le cortamos el pelo y le quitamos los piojos. Al día siguiente comió con un apetito voraz, y pronto salió del corral y empezó a vagar por la casa y luego por la ciudad, como un alma perdida. Le interesaban más los animales que la gente, y aquellos le respondían bien; los caballos comían de su mano, y hasta los perros más bravos, entrenados para atacar a los indios, le movían la cola. Al principio lo echaban de todas partes, ningún vecino quería un indiecito tan raro bajo su techo, ni siquiera el buen capellán, que tanto me predicaba los deberes cristianos, pero pronto se acostumbraron a su presencia y el chico se volvió invisible, entraba y salía de las casas, siempre silencioso y atento. Las indias del servicio le daban golosinas y hasta Catalina terminó por aceptarlo, aunque a regañadientes.

En eso volvió Pedro, cansado y adolorido por la larga cabalgata, pero muy satisfecho, porque traía las primeras muestras de oro, pepitas de buen tamaño sacadas del río. Antes de reunirse con sus oficiales, me cogió por la cintura y me llevó a la cama. «En verdad eres el alma mía, Inés», suspiró, besándome. Olía a caballo y sudor, nunca me había parecido tan guapo, tan fuerte, tan mío. Confesó que me había echado de menos, que cada vez le costaba más alejarse de mí, aunque fuese sólo por unos días, que cuando estábamos separados tenía malos sueños, premoniciones, miedo de no volver a verme. Lo desnudé como a un niño, lo lavé con un trapo mojado, besé una a una sus cicatrices, desde la gruesa herradura de la cadera y los cientos de rayas de guerra que le cruzaban brazos y piernas, hasta la pequeña estrella de la sien, producto de una caída de muchacho. Hicimos el amor con una ternura lenta y nueva, como un par de abuelos. Pedro estaba tan molido por esas semanas de esfuerzo, que se dejó hacer por mí con una mansedumbre de virgen. Montada sobre él, amándolo lentamente, para que gozara de a poco, admiré su noble rostro a la luz de la bujía, su frente amplia, su prominente nariz, sus labios de mujer. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa plácida, estaba entregado, parecía joven y vulnerable, diferente al hombre aguerrido y ambicioso que semanas antes había partido a la cabeza de sus soldados. En un momento, durante la noche, me pareció vislumbrar en un rincón la silueta del chico mapuche, pero pudo haber sido sólo un juego de sombras.

Other books

An American Homo in Paris by Vanessa North
Jihad Joe by J. M. Berger
Retribution (9781429922593) by Hagberg, David
Guardians Of The Shifters by Shannon Schoolcraft
ManOnFire by Frances Pauli
The Old Road by Hilaire Belloc
Heatstroke (extended version) by Taylor V. Donovan