Inés del alma mía (21 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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Después de la expulsión del muchacho Escobar, el campamento tardó unos días en recuperar la normalidad. La gente andaba enojada, se podía sentir la ira en el aire. A los ojos de los soldados, la culpa fue mía: yo tenté al inocente muchacho, lo seduje, lo saqué de quicio y lo llevé a la muerte. Yo, la impúdica concubina. Pedro de Valdivia sólo cumplió con el deber de defender su honor. Durante mucho tiempo sentí el rencor de esos hombres como una quemadura en la piel, tal como antes había sentido su lascivia. Catalina me aconsejó que permaneciera en mi tienda hasta que se calmaran los ánimos, pero había mucho trabajo con los preparativos del viaje y no me quedó otra alternativa que enfrentarme a la maledicencia.

Pedro estaba ocupado con la incorporación de los nuevos soldados y con los rumores de traición que circulaban, pero tuvo tiempo de saciar su ira en mí. Si comprendió que se había propasado en su afán de vengarse de Escobar, nunca lo admitió. La culpa y los celos le encendieron el deseo, quería poseerme a cada rato, incluso en la mitad del día. Interrumpía sus deberes o sus conferencias con otros capitanes para arrastrarme a la tienda, a ojos vista del campamento entero, de modo que no quedó nadie que no se diese cuenta de lo que estaba ocurriendo. A Valdivia no le importaba, lo hacía adrede para establecer su autoridad, humillarme y desafiar a los chismosos. Nunca habíamos hecho el amor con esa violencia, me dejaba magullada y pretendía que me gustara. Quiso que gimiera de dolor, en vista de que ya no gemía de placer. Ése fue mi castigo, sufrir la suerte de una ramera, tal como el de Escobar fue perecer en el desierto. Aguanté el maltrato hasta donde me fue posible, pensando que en algún momento a Pedro tendría que enfriársele la soberbia, pero a la semana se me acabó la paciencia y, en vez de obedecerle cuando quiso hacer conmigo como los perros, le di una sonora bofetada en la cara. No supe cómo sucedió, la mano se me fue sola. La sorpresa nos dejó a los dos paralizados por un largo momento y enseguida se rompió el maleficio en que estábamos atrapados. Pedro me estrechó, arrepentido, y yo me eché a temblar, tan contrita como él.

—¡Qué he hecho! ¿Adónde hemos llegado, amor? Perdóname, Inés, olvidemos esto, por favor... —murmuró.

Nos quedamos abrazados, con el alma en un hilo, mascullando explicaciones, perdonándonos, y al final nos dormimos agotados, sin holgar. A partir de ese momento empezamos a recuperar el amor perdido. Pedro volvió a cortejarme con la pasión y la ternura de los primeros tiempos. Dábamos cortos paseos, siempre con guardias, porque en cualquier momento podían caernos encima indios hostiles. Comíamos solos en la tienda, me leía por las noches, pasaba horas acariciándome para darme el placer que poco antes me había negado. Estaba tan ansioso por un hijo como yo, pero no quedé preñada, a pesar de los rosarios a la Virgen y los jarabes que preparaba Catalina. Soy estéril, no pude tener hijos con ninguno de los hombres a los que amé, Juan, Pedro y Rodrigo, ni con los que gocé de encuentros breves y secretos; pero creo que Pedro también lo era, porque no los tuvo con Marina ni con otras mujeres. «Dejar fama y memoria de mí», fue su razón para conquistar Chile. Tal vez así reemplazó a la dinastía que no pudo fundar. Dejó su apellido en la Historia, ya que no pudo legarlo a sus descendientes.

Pedro tuvo la precaución y la paciencia de enseñarme a usar la espada. También me regaló otro caballo, para reemplazar el que le di a Escobar, y asignó a su mejor jinete para entrenarlo. Un caballo de guerra debe obedecer por instinto al soldado, quien va ocupado con las armas. «Nunca se sabe qué puede pasar, Inés. Ya que has tenido el valor de acompañarme, debes estar preparada para defenderte como cualquiera de mis hombres», me advirtió. Fue una prudente medida. Si esperábamos recuperarnos de las fatigas en Copiapó, fuimos pronto desencantados, porque los indios nos atacaban cada vez que aflojábamos la vigilancia.

—Mandaremos emisarios a explicarles que venimos en son de paz —anunció Valdivia a sus principales capitanes.

—No es buena idea —opinó don Benito—, porque sin duda todavía recuerdan lo que pasó hace seis años.

—¿De qué habláis, maestre?

—Cuando vine con don Diego de Almagro, los indios chilenos nos dieron no sólo muestras de amistad, sino también el oro correspondiente al tributo del Inca, ya que estaban enterados de que éste había sido derrotado. Insatisfecho y sospechoso, el adelantado los convocó con amables promesas a una reunión y, apenas hubo ganado su confianza, nos dio orden de atacarles. Muchos murieron en la refriega, pero apresamos a treinta caciques, que atamos a unas estacas y quemamos vivos —explicó el maestre de campo.

—¿Por qué hicisteis eso? ¿No era preferible la paz? —preguntó Valdivia, indignado.

—Si no lo hace Almagro antes, lo habrían hecho los indios con los españoles después —interrumpió Francisco de Aguirre.

Lo más codiciado por los indígenas chilenos eran nuestros caballos, y lo más temido, los perros, por eso don Benito puso a los primeros en corrales, vigilados por los segundos. Las huestes chilenas estaban al mando de tres caciques, encabezados a su vez por el poderoso Michimalonko. Era un viejo astuto, sabía que no le alcanzaban las fuerzas para entrar a rompe y raja al campamento de los
huincas
y optó por cansarnos. Sus sigilosos guerreros se robaban llamas y caballos, destruían los víveres, raptaban a nuestras indias, atacaban a las partidas de soldados que salían a buscar alimento o agua. Así mataron a un soldado y a varios de nuestros yanaconas, que de necesidad habían aprendido a pelear, de lo contrario perecían.

La primavera asomó en el valle y en los cerros, que se cubrieron de flores, el aire se volvió tibio y empezaron a parir las indias, las yeguas y las llamas. No hay animal más adorable que una cría de llama. El ánimo del campamento mejoró con los recién nacidos, que trajeron una nota de alegría a los curtidos españoles y a los agobiados yanaconas. Los ríos, turbios en invierno, se volvieron cristalinos y más caudalosos con el deshielo de las nieves en las montañas. Había abundancia de pastos para los animales, caza, vegetales y fruta para los hombres. El aire de optimismo traído por la primavera relajó la vigilancia, y entonces, cuando menos lo esperábamos, desertaron doscientos yanaconas y luego cuatrocientos más. Simplemente se hicieron humo; por muchos azotes que aplicaron por orden del recio don Benito a los capataces, por descuidados, y a los indios, por cómplices, nadie supo decir cómo habían escapado ni adónde habían ido. Una cosa fue evidente: no podían llegar lejos sin ayuda de los indios chilenos que nos rodeaban, porque de otro modo éstos los habrían aniquilado. Don Benito hizo triplicar la guardia y mantuvo a los yanaconas amarrados de día y de noche. Los capataces rondaban sin descanso el campamento con sus látigos y sus perros.

Valdivia esperó a que a los potrillos y las llamitas se les afirmaran las patas y enseguida dio la orden de continuar rumbo al sur, hacia el lugar paradisíaco tan anunciado por don Benito, el valle del Mapocho. Sabíamos que Mapocho y mapuche significan casi lo mismo; tendríamos que enfrentarnos con los salvajes que hicieron retroceder a los quinientos soldados y por lo menos ocho mil indios auxiliares de Almagro. Nosotros contábamos con ciento cincuenta soldados y menos de cuatrocientos renuentes yanaconas.

Comprobamos que Chile tiene la forma delgada y larga de una espada. Se compone de un rosario de valles tendidos entre montañas y volcanes, y cruzados por copiosos ríos. Su costa es abrupta, de olas temibles y aguas frías; sus bosques son densos y aromáticos; sus cerros, infinitos. Con frecuencia oíamos un suspiro telúrico y sentíamos moverse el suelo, pero con el tiempo nos acostumbramos a los temblores. «Así imaginaba Chile, Inés», me confesó Pedro, con la voz quebrada de emoción ante la virginal belleza del paisaje.

No todo era contemplación de la naturaleza, había también mucho esfuerzo, porque los indios de Michimalonko nos siguieron sin tregua, azuzándonos. Lográbamos descansar apenas en turnos cortos, porque si nos descuidábamos nos caían encima. Las llamas son animales delicados, no soportan mucho peso sin que se les quiebre la espalda, por eso debíamos obligar a los yanaconas a llevar los bultos de quienes habían desertado. Aunque nos desprendimos de todo lo que no era indispensable —entre ello varios baúles con mis vestidos elegantes, que en Chile no servían de nada—, los indios iban doblados por la carga y, además, amarrados, para que no escaparan, lo que hacía nuestro avance muy penoso y lento. Los soldados perdieron la confianza en las indias de servicio, que habían demostrado ser menos sumisas y lerdas de lo que ellos suponían. Seguían holgando con ellas, pero no se atrevían a dormir en su presencia y algunos creían que los estaban envenenando de a poco. Sin embargo, no era veneno lo que les corroía el alma y les derrotaba los huesos, sino pura fatiga. Varios de los hombres se ensañaban con ellas para descargar su propia desazón; Valdivia amenazó entonces con quitárselas y cumplió su palabra en dos o tres ocasiones. Los soldados se rebelaron, porque no podían aceptar que nadie, ni siquiera el jefe, interviniera en algo tan privado como sus mancebas, pero Pedro se impuso, como siempre hacía. Se debe predicar con el ejemplo, dijo. No permitiría que los españoles se portaran peor que los bárbaros. A la larga la tropa obedeció de mala gana y a medias. Catalina me contó que seguían golpeando a las mujeres, pero no en la cara ni donde les quedaran marcas visibles.

A medida que los indios de Chile se volvían más atrevidos, nos preguntábamos qué sería del desafortunado Escobar. Suponíamos que habría muerto de alguna manera lenta y atroz, pero nadie se atrevía a mencionar al muchacho, para no conjurar a la mala suerte. Si olvidábamos su nombre y su rostro, tal vez se volvería transparente, como la brisa, y podría pasar entre sus enemigos sin ser visto.

Marchábamos a paso de tortuga porque los yanaconas no podían con el peso y había muchos potrillos y otros animales nuevos. Rodrigo de Quiroga iba siempre delante, debido a sus buenos ojos para ver lo más lejano y a su coraje, que nunca flaqueaba. Cuidando la retaguardia iban Villagra, a quien Pedro de Valdivia había nombrado su segundo, y Aguirre, siempre impaciente por enredarse en una escaramuza con los indios. Le gustaba la pelea tanto como las mujeres.

—¡Vienen los indios! —advirtió a gritos un día un mensajero enviado por Quiroga desde el frente.

Valdivia me instaló con las mujeres, los niños y los animales en un lugar más o menos protegido por rocas y árboles, y enseguida organizó a sus hombres para la batalla, no como los tercios de España, con tres infantes por cada jinete, porque aquí casi todos eran de caballería. Cuando digo que los nuestros iban montados, puede parecer que constituían un formidable escuadrón de ciento cincuenta caballeros capaces de vencer a diez mil atacantes, pero la verdad es que los animales estaban en los huesos por las fatigas del viaje y los jinetes tenían la ropa rotosa, las armaduras mal ajustadas, los yelmos abollados y las armas oxidadas. Eran valientes, pero desordenados y arrogantes; cada uno ansiaba ganar su propia gloria. «¿Por qué les cuesta tanto a los castellanos ser uno más del montón? ¡Todos quieren ser generales!», se lamentaba con frecuencia Valdivia. Además, el número de nuestros yanaconas había disminuido tanto y estaban tan agotados y rencorosos por el maltrato recibido, que no prestaban mucha ayuda, sólo luchaban porque la alternativa era morir.

A la cabeza iba Pedro de Valdivia, siempre el primero, a pesar de que sus capitanes le rogaban que se cuidara porque sin él los demás estábamos perdidos. Al grito de «¡Santiago y a ellos!», con el que los castellanos invocaron al apóstol durante siglos para combatir a los moros, se colocó delante, mientras sus arcabuceros, rodilla en tierra, con las armas preparadas, apuntaban al frente. Valdivia sabía que los chilenos se lanzan a la lucha a pecho descubierto, sin escudos ni otra protección, indiferentes a la muerte. No temen a los arcabuces, porque son más ruido que otra cosa, sólo se detienen ante los perros, que en el furor del combate se los comen vivos. Enfrentan en masa los aceros españoles, que causan estragos entre ellos, mientras que sus armas de piedra rebotan contra el metal de las armaduras. Desde lo alto de sus cabalgaduras los
huincas
son invencibles, pero si logran desmontarlos, los aniquilan.

No habíamos terminado de agruparnos cuando sentimos el chivateo insufrible que anuncia el ataque de los indios, una gritería espeluznante que los enardece hasta la demencia y paraliza de terror a sus enemigos, pero que en nuestro caso tiene el efecto contrario: nos vuela de rabia. El destacamento de Rodrigo de Quiroga logró reunirse con el de Valdivia momentos antes de que la oleada enemiga se desprendiera de los cerros. Eran miles y miles. Corrían casi desnudos, con arcos y flechas, picas y macanas, aullando, exultantes de feroz anticipación. La descarga de los arcabuces barrió con las primeras filas, pero no logró detenerlos ni aminorar su carrera. En cuestión de minutos ya podíamos verles las caras pintarrajeadas y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. Las lanzas de los nuestros atravesaban los cuerpos color arcilla, las espadas cercenaban cabezas y miembros, los cascos de los caballos destrozaban a los caídos. Si lograban acercarse, los indios aturdían de un mazazo al caballo y, apenas doblaba las patas, veinte manos cogían al jinete y lo revolcaban por el suelo. Los yelmos y corazas protegían a los soldados durante breves instantes y a veces eso bastaba para dar tiempo a un compañero a intervenir. Las flechas, inútiles contra las cotas de malla y armaduras, resultaban muy eficientes en las partes desprotegidas del cuerpo de los soldados. En el estruendo y el torbellino de la lucha, nuestros heridos seguían peleando sin sentir dolor ni darse cuenta de que se desangraban, y cuando al fin caían, alguien los rescataba y me los traía a la rastra.

Yo había organizado mi diminuto hospital rodeada de mis indias y protegida por algunos yanaconas leales, interesados en defender a las mujeres y los niños de su raza, y por esclavos negros, que si caían en manos de los indígenas enemigos temían ser desollados para averiguar si el color de la piel era pintado, como sabían que había ocurrido en otros lugares. Improvisábamos vendajes con los trapos disponibles, aplicábamos torniquetes para detener las hemorragias, cauterizábamos deprisa con carbones encendidos y, apenas los hombres podían ponerse de pie, les dábamos agua o un trago de vino, les devolvíamos sus armas y los enviábamos a seguir peleando. «Virgencita, protege a Pedro», mascullaba yo cuando la horrible tarea de los heridos me daba un respiro. La brisa nos traía el olor a pólvora y caballo, que se mezclaba con el de la sangre y la carne chamuscada. Los moribundos pedían confesarse, pero el capellán y los otros frailes estaban batallando, así es que yo les hacía la señal de la cruz en la frente y les daba la absolución, para que se fueran en paz. El capellán me había explicado que si falta un sacerdote, cualquier cristiano puede bautizar y dar la extremaunción en una emergencia, pero no estaba seguro de que una cristiana también pudiese hacerlo. A los gritos de muerte y dolor, al chivateo de los indios, los relinchos de los caballos y las explosiones de pólvora, se sumaba el llanto aterrorizado de las mujeres, muchas de ellas con infantes atados a la espalda. Cecilia, acostumbrada a ser servida por sus criadas como la princesa que era, por una vez descendió al mundo de los mortales y trabajaba codo a codo con Catalina y conmigo. Esa mujer, tan pequeña y graciosa, resultó ser mucho más fuerte de lo que parecía. Su túnica de fina lanilla estaba empapada de sangre ajena.

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