Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (28 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En estas condiciones, la UGT, que llegó a tener más de 5.500.000 afiliados en 1905, experimentó un decrecimiento rápido hasta situarse en tan sólo 30.000 dos años después, para remontar sólo muy lentamente, ante la decepción de Iglesias, hasta 1909, fecha en que se produjo el cambio de postura respecto al republicanismo. Ésta, en realidad, fue la cuestión estratégica de mayor importancia durante todo el periodo, lo cual se entiende por la influencia de los republicanos entre las clases populares urbanas. En los congresos nacionales del partido en 1903 y 1907 el PSOE ratificó su postura tradicional de repudio a la colaboración con los republicanos, a pesar de que, en la primera fecha, los socialistas madrileños, influidos por García Quejido, votaron a favor y de que, en la segunda, los bilbaínos también expresaron la misma posición. También las Juventudes Socialistas, creadas en 1905, estaban mucho más cercanas a esta postura pero, a pesar de todo, Iglesias mantuvo su inflexible actitud hasta 1908, momento en que se aceptó la posibilidad de colaboración aunque tan sólo en determinadas circunstancias y condiciones.

Fue, en realidad, la peculiaridad de la situación política durante el momento final del Gobierno de Maura lo que indujo a los socialistas a cambiar de postura. Es muy probable que hubiera socialistas entre los participantes en los hechos de la Semana Trágica, pero, además, en los meses anteriores el PSOE había desarrollado una fuerte campaña en contra de la guerra de Marruecos, condenando todo intento de expansión colonial, y, sobre todo, el sistema de redención del servicio militar a cambio de prestaciones económicas: «O todos o ninguno», decía la propaganda socialista refiriéndose a la obligación de acudir a la guerra. Pero, sobre todo, fue la impresión reaccionaria que dio el Gobierno de Maura, bajo el cual por última vez en su vida Iglesias estuvo en la cárcel, lo que movió a crear la conjunción republicano-socialista. Hasta Moret estuvo dispuesto a incluir a los socialistas en un eventual bloque de izquierdas. En el otoño de 1909 el partido declaró que lucharía, bien solo, bien al lado de toda fuerza democrática que se propusiera el restablecimiento de las garantías constitucionales y el fin del Gobierno conservador, «a condición de que sus actos sean serios y honrados y de que no se encuentren en contradicción con las aspiraciones del proletariado consciente». En un mitin a fines de año se pactó la alianza. Tuvo ésta inmediatamente un resultado óptimo para el PSOE que, desde 1910 a 1914, pasó de 23 a 135 concejales, de 6.000 a 13.000 afiliados y de 43.000 a 147.000 sindicados en la UGT. Las cifras eran ya importantes aunque estaban muy lejos de las de otros países pues, por ejemplo, en Francia o en Italia los sindicatos tenían 500.000 afiliados. La diferencia esencial, sin embargo, radicaba no tanto en los sindicatos como en la presencia en el Parlamento, muy superior en el caso de los países citados, sencillamente porque allí el socialismo había roto su dependencia exclusiva de la clase proletaria. Por lo menos, aunque muy levemente, el PSOE inició este camino con la elección de Pablo Iglesias en la lista de la conjunción republicano-socialista de 1910 por la capital. Fue esto lo que le convirtió en una figura política nacional, símbolo de la clase obrera e imagen idealizada de un santón laico a quien la derecha atribuía la condición de defraudador de los intereses de los sindicatos (se decía que tenía un abrigo de pieles), y la izquierda anarquista atribuía el apodo de «señor capillas» por su supuesta moderación. La verdad es que las intervenciones de Iglesias en el Parlamento se caracterizaron, si no por la calidad, sí por la dureza, hasta el extremo de no condenar el atentado personal. Lo decisivo resultó, sin embargo, el mero hecho de su presencia y el aprovechamiento posterior de ella por parte del partido. En 1912 el PSOE celebró el congreso más importante de su historia, el primero que tuvo una representación internacional, y ofreció un programa general, municipal y agrario. A estas alturas, Iglesias, que había sido tan inflexible en el cambio de táctica, apreciaba ya plenamente los beneficios que ésta le había aportado: «Hace falta —aseguraba— estar ciegos para no ver la necesidad y conveniencia de la conjunción», que, efectivamente, le había proporcionado a él más ventajas que las que el socialismo había dado a los republicanos. En este momento, además, se iniciaba una transformación de la dirección socialista que, aunque no alcanzaría una relevancia definitiva hasta la etapa posterior, debe ser citada ahora.

En torno a 1912 se produjo la entrada en el partido de algunos intelectuales. Uno de ellos fue Julián Besteiro, procedente del radicalismo, que habría de jugar un papel muy importante en la dirección del PSOE. Importa, sin embargo, señalar que esto no produjo un cambio en el bagaje doctrinal del partido puesto que ni él ni quienes le siguieron protagonizaron, por el momento, una reflexión propiamente reformista ni formaron un reducto peculiar en el seno del socialismo. Años después condenaría Besteiro la tendencia de los intelectuales a «inventar un socialismo personal, arbitrario e inexistente». Algo diferente fue la posición de quienes, como Araquistain y Núñez de Arenas, se vincularon a la llamada Escuela Nueva, una institución de carácter cultural: en el primero hubo una clara posición regeneracionista, pero en el segundo supuso la aparición, en el seno del partido, de un sector de izquierda, no sólo intelectual sino también sindicalista. La representaban, por ejemplo, Perezagua y Fernández Egocheaga que, si no tuvieron por el momento una influencia muy grande, al menos representaban una diferencia de matiz respecto a Iglesias.

Resulta esencial para comprender la historia del socialismo español antes de la Primera Guerra Mundial tener en cuenta que se trató de un movimiento formado por unos cuantos núcleos locales, con amplios vacíos geográficos, y sin una organización sindical por federaciones de industria de carácter verdaderamente nacional. Sólo los tipógrafos la tuvieron antes de la segunda década de siglo en el seno de la UGT, uniéndoseles los mineros a continuación. Además, la relación entre sindicato y partido variaba considerablemente de unas zonas a otras. La UGT madrileña era el sindicato predominante en la capital e incluía a muchos afiliados que no eran socialistas, mientras que en Asturias y Vizcaya, especialmente en la primera, los dirigentes del socialismo procedieron casi exclusivamente de los sindicatos. Con la mención de estos tres puntos geográficos hemos aludido ya al trípode sobre el que se sustentó la influencia del socialismo español hasta la República. A finales del siglo XIX era todavía posible que el PSOE triunfara en Cataluña, pues en ella tenía el 20 por 100 de sus afiliados, pero los errores tácticos impidieron que así sucediera. En Málaga también había estado muy implantado, pero no tardó en desaparecer. En cambio, el papel de Madrid en el seno del socialismo fue siempre muy grande: en 1902 el 31 por 100 de los afiliados a la UGT residían en la capital y en 1908 el porcentaje ascendía al 58 por 100. En ese año la Casa del Pueblo de la capital, situada en un edificio comprado al duque de Baena, se convirtió en un «orgullo» de la organización socialista y, como tal, estaba destinada a estabilizar firmemente la implantación sindical socialista.

No obstante, es muy probable que si hubiera que atribuir la condición de eje de la política socialista en la primera década de siglo a una zona geográfica, ésta sería la margen izquierda del Nervión, especialmente Bilbao. Allí la implantación del socialismo se hizo entre los mineros, en su mayoría inmigrantes, como, por ejemplo, el principal animador de la protesta, un hombre de retórica violenta y áspera, inflexible y austero como Iglesias, llamado Facundo Perezagua. Desde 1890 a 1910 la fuerza del socialismo se asentó en una estrategia sindical hecha de dureza y ocasional empleo de la violencia, aunque sin pretensiones propiamente revolucionarias. Hubo, en ese periodo, una treintena de huelgas de las que al menos cinco fueron generales. El socialismo se alimentó, por tanto, de la acción sindical pero ésta acabó por traducirse en votos: en 1898 Iglesias estuvo a punto de ser elegido por Bilbao, donde ya había concejales del partido.

Desde 1911 la lucha decreció en manifestaciones de violencia y hubo acuerdos repetidos entre las organizaciones obreras (en 1913 fue creado el Sindicato Metalúrgico de Vizcaya) y las patronales. Además, al menos en Bilbao, pero también en otras ciudades vascas, empezó a producirse un acercamiento entre los republicanos y los socialistas. Representativo de esta segunda etapa fue, sobre todo, Indalecio Prieto, personaje autodidacta, convertido pronto en periodista y orador eficacísimo, que dominó el socialismo vizcaíno a partir de 1914, después de enfrentarse con Perezagua. Dos frases suyas pueden definirlo perfectamente: «Yo no soy hombre de doctrina, sino de realidades», dijo en una ocasión, confirmando su pragmatismo, mientras que, en otra, se declaró «socialista a fuer de liberal». Eso no indicaba que pretendiera ser socialdemócrata o reformista sino más bien que siempre intentaría, como de hecho hizo, una colaboración con la burguesía de izquierdas. En Asturias, mucho más tardía y lentamente, el socialismo también acabó por implantarse con solidez. La mayor lentitud derivó de dos razones que se complementan. En primer lugar, el trabajo en las minas estuvo, hasta la Primera Guerra Mundial, en manos de quienes pueden ser definidos como trabajadores mixtos porque eran, al mismo tiempo, campesinos que cultivaban sus tierras y abandonaban la mina en tiempo de siega. Además, la primera implantación del sindicalismo socialista se hizo en Gijón, donde luego acabarían triunfando los anarquistas entre los obreros del puerto, y, entre los mineros, siempre hubo competición con los anarquistas en La Felguera y contra los católicos en la cuenca de Aller. Las esperanzas de Iglesias de conseguir la victoria de su sindicato en Asturias se vieron frustradas en poco tiempo. En 1902 el PSOE celebró un congreso en Oviedo, un año después de que se hubiera creado la federación provincial y en un momento en que el socialismo asturiano representaba la quinta parte del nacional; por aquellas fechas había aparecido ya el diario socialista de la región, La Aurora Social, y Oviedo y Mieres eran, respectivamente, la cuarta y sexta poblaciones españolas en afiliación socialista. Pero el verdadero auge estable del socialismo asturiano fue posterior y vino tras derrotas importantes en una serie de huelgas durante esa primera década del siglo. Fue Manuel Llaneza, un minero que había tenido que emigrar a Puertollano y Francia después de una de las grandes huelgas de esa etapa, quien creó y luego animó el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias. El modelo que puso en práctica fue el de un sindicalismo muy disciplinado y organizado en forma de federación de industria, agrupando la totalidad de la minería, con un elevado porcentaje de afiliación sobre el total de la mano de obra a la que pretendía defender. En 1912 tenía 12.000 afiliados, lo que venía a ser el 50 por 100 de los trabajadores existentes, y en años posteriores llegaría hasta el 80 por 100. Como nunca bajó del 45 por 100 de los obreros mineros cualquier decisión de huelga paralizaba la extracción. Fue, sin duda, el sindicato mejor organizado y más fuerte en la España de la época. Con ello los socialistas, antes de la guerra mundial, tenían en sus manos o bajo su responsabilidad a tres sectores profesionales de importancia: los tipógrafos (dirigidos por García Quejido), los ferroviarios (por Trifón Gómez) y éste, el de los mineros, en que, junto a Llaneza, le correspondía a Egocheaga, en las minas de Río Tinto, una posición más radical.

Al mismo tiempo, en los primeros años de la segunda década del siglo, las perspectivas del socialismo parecían mejorar, más allá de este trípode fundamental de lo que sería su implantación geográfica durante mucho tiempo. En Elche, por ejemplo, existía un sindicato independiente de tendencia republicana que cobijaba a los alpargateros y que desde 1910 se vinculó al PSOE. Alicante se convirtió, así, en la cuarta provincia en implantación socialista. Algo parecido sucedió en 1912 en Granada, también a partir de un sindicato republicano, denominado La Obra. En Cáceres lo sucedido fue semejante, aunque un poco posterior, mientras que en la zona minera junto a Cartagena la conquista sindical socialista se hizo a partir de organizaciones previamente vinculadas al anarquismo. Pero este panorama de progreso no debe dar una impresión errada. También había amplios y profundos huecos en la geografía del socialismo español. En Valladolid el PSOE, fundado en 1894, no tuvo más de 100-200 afiliados hasta los años veinte (y ésa fue la provincia donde la afiliación fue más alta). En Sevilla hubo que esperar a la tercera década del siglo para que los socialistas llegaran al Parlamento. En suma, poco antes de la guerra mundial parecía que por vez primera se había compensado la tenacidad que Iglesias había creado como marca indeleble de su partido y de su sindicato, pero resultaba evidente también que tenía que persistir en ella.

La cultura del fin de siglo

L
os intelectuales de la generación que empezó a destacar en los medios periodísticos y literarios madrileños alrededor del comienzo de siglo han sido denominados habitualmente, aludiendo a la conciencia crítica que los caracterizó, con la fecha del Desastre colonial. Desde comienzos de siglo existió una cierta idea de que se estaba produciendo una cesura en el mundo cultural en ese momento pero el nombre fue adoptado por Ortega, y luego asumido por Azorín, hacia 1913, precisamente cuando empezaba a aparecer en el horizonte otra generación nueva, de rasgos distintos a la que pertenecía el primero. Lo que para Ortega venía a ser un mito proyectado hacia el futuro con voluntad de cambiar España, en Azorín fue un recurso para presentarse a sí mismo y a los suyos con un pasado respetable de cara a la nueva generación. Sin embargo, en el momento presente a la expresión «generación del 98» se le suele dar un valor nulo o muy relativo, pues ni la protesta contra el sistema de la Restauración se engendró entonces, ni basta con ese factor político para definir una estética, ni, en definitiva, la pérdida de las colonias jugó un papel tan decisivo para esta generación intelectual. Debe, pues, afirmarse que lo que antes se ha definido como «generación del 98» hunde sus raíces en el pasado inmediato, y cabe decir que su influencia, significación y valores se prolongan bastante más allá del periodo estrictamente finisecular. Buena parte de su temática estuvo tomada de los regeneracionistas, en especial de Costa, a quien Unamuno designó como «nuestro hermano mayor», mientras que Azorín lo presentó en La Voluntad como Antonio Honrado, el político ejemplar. En todos los escritores de la etapa hubo un patente nacionalismo regenerador que partía de la base de que la mayoría de los males del país debieran ser solventados mediante una inmersión en la propia historia y en su esencia peculiar. Algunos temas concretos predilectos de estos escritores derivaron claramente del propio Costa como, por ejemplo, la necesidad de la transformación económica del país, característica de Maeztu, o la sempiterna preocupación historicista de Azorín. Incluso el talante de estos jóvenes que ahora empezaron a destacar no deja de tener ciertas similitudes con los regeneracionistas: practicaron la misma egolatría un poco megalómana, mezclada con un periódico derrotismo. Y no se entiende, en fin, la generación finisecular sin tener en cuenta el alto nivel de la cultura española desde la época de la Restauración en la que ejercieron como maestros los inspiradores de los escritores posteriores.

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