Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (14 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En diciembre de 1906, Segismundo Moret sustituyó a Montero Ríos. Algo más joven que su antecesor, tenía una cultura brillante y, teórico importante, había proporcionado en el pasado un bagaje ideológico a su partido. A estas alturas, sin embargo, muchos de los principios en que había basado su pensamiento, como el librecambismo, parecían ir en contra de la tendencia general. Además su carácter, fácilmente influenciable, le hizo en los últimos años de su vida adoptar posturas inconsecuentes. La primera de ellas fue asumir la herencia de Montero Ríos para intentar salir cuanto antes del conflicto militar, aceptando las presiones que se le hicieran y así llevar a cabo otros aspectos de su programa. No sólo no castigó la insubordinación de los oficiales asaltantes de la revista sino que, además, entregó el Ministerio de la Guerra al general Luque, que se había identificado con la protesta barcelonesa y que, como muchos otros jefes militares, exigió que los delitos no ya contra el Ejército sino contra la Patria fueran sometidos a juicios militares.

En marzo de 1906, la llamada «ley de jurisdicciones» fue aprobada después de recurrir a una complicada maniobra para resguardar un mínimo de dignidad para el poder civil. Lo peor del caso, como comentó Unamuno, era que, a partir de este momento, el Ejército se convertía en virtual monopolizador del patriotismo, mientras que no todas las clases sociales estaban obligadas al servicio militar, dada la posibilidad de la redención del mismo pagando una cantidad. Como cabía esperar, la reacción de catalanistas y republicanos resultó iracunda y de ella surgió Solidaridad Catalana, una amplia coalición electoral destinada a obtener el triunfo en la siguiente elección. En las Cortes Moret describió lo sucedido como un zigzag temporal, como si hubiera de conseguir así llevar a cabo un programa liberal auténtico. Pero tenía problemas para mantener unido al partido que acaudillaba. Requirió del Rey el decreto de disolución de las Cortes justificándolo mediante la enunciación de un amplio programa, pero Alfonso XIII rechazó la pretensión porque en el seno del propio partido del presidente incluso quienes estaban al frente de ambas Cámaras no estuvieron de acuerdo con Moret. Lo sucedido demuestra, una vez más, hasta qué punto el sistema político era diferente de la democracia. Moret pidió la disolución porque esperaba una mayoría parlamentaria suya, pero el Rey no se la concedió porque equivalía a vulnerar una regla no escrita del turno, la de que la disolución del Parlamento se concedía sucesivamente a cada partido y no dos veces seguidas al mismo.

En julio de 1906, el general López Domínguez sustituyó a Moret. Era —ha escrito un historiador— «la genuina personificación de la mediocridad discreta», un militar cuya gloria derivaba de haber liquidado la sublevación cantonalista y un político cuya carrera se había hecho a la sombra del duque de la Torre, su tío. La peculiar característica de su gabinete fue que, aparte de incluir un antiguo republicano posibilista y a un canalejista, tenía un programa inspirado precisamente por el propio Canalejas. De acuerdo con esta línea, que situaba el centro del interés de los liberales en el problema clerical, el conde de Romanones derogó una disposición conservadora por la que se exigía la condición probada de no católico para poder contraer matrimonio civil. En octubre de 1906 se hizo además público el proyecto gubernamental de acuerdo con el cual sería imprescindible una disposición con rango de ley votada en Cortes para admitir a cualquier orden religiosa distinta de las explícitamente aceptadas en el concordato vigente.

Los demás dirigentes del partido liberal recelaban de la influencia conseguida por Canalejas, pero esto era especialmente cierto en el caso de Moret. Ahora cometió una nueva inconsecuencia que, en este caso, estuvo además unida a la tortuosidad. Después de haber enunciado él mismo un programa semejante protestó, mediante una nota enviada al Rey, del propuesto por López Domínguez, afirmando que podría llegar a destruir el partido liberal. De poco le sirvió esta maniobra porque, aunque sustituyó a López Domínguez al frente Bel Gobierno, no pudo conseguir ser aceptado por unas Cortes iracundas, en las que los liberales seguían siendo mayoría. El último intento de Gobierno liberal le correspondió, en diciembre de 1906, al marqués de Vega de Armijo, un aristócrata cuya decadencia física era manifiesta. Aunque trató también de tener su propio programa sobre la cuestión de las órdenes religiosas —propuso que el Parlamento revisara las autorizaciones de las mismas—, su Gobierno estaba destinado a la rápida desintegración.

Durante los dos últimos años los liberales habían mostrado una incapacidad incluso superior a la de los conservadores para mantenerse unidos. Muchos de sus dirigentes eran puro pasado o, por su carencia de programa y exceso de pragmatismo, merecían el calificativo de «señoritos de la regencia» que luego Ortega les daría. Durante el primer lustro del reinado de Alfonso XIII lo más característico fue, por tanto, una inestabilidad que facilitaba la intervención real, pero no fue exclusivamente provocada por el Monarca. En el lustro siguiente, al menos, ambos partidos lograrían una jefatura indisputada. Lo peor de los liberales en esta etapa fue su aceptación de la ley de jurisdicciones; lo mejor (y no es mucho), que esta ley, como adelantó Moret, estuvo destinada, en la práctica, a una aplicación restringida.

La cuestión nacional y el catalanismo

E
n páginas precedentes se ha podido constatar cómo, a partir de la primera década del siglo XX, empezaron a desempeñar un papel protagonista en la vida política nacional los nacionalismos periféricos o, mejor dicho, el catalanismo, puesto que fue éste el único que logró la independencia electoral respecto del encasillado hecho en Madrid y pudo actuar en el Parlamento. Resulta imprescindible, por tanto, hacer alusión a la evolución del movimiento catalanista, no ya desde la óptica de su influencia en la política nacional española sino atendiendo a su progresiva implantación, así como a su dialéctica interna. Esta visión debe, además, ser completada con la alusión a los otros movimientos, nacionalistas o regionalistas, que si bien no llegaron a jugar por el momento un papel de primera importancia en la vida pública, ni siquiera en las zonas de su implantación originaria, sentaron las bases de una posterior influencia precisamente en estos momentos.

Importa recalcar, en todo caso, que la aparición de estos nacionalismos periféricos guarda estrecha relación con la caracterización que se ha hecho del periodo cronológico aquí estudiado. Todos esos movimientos eran otras tantas fórmulas regeneracionistas en el sentido de que criticaban el Estado de la Restauración mientras que, además, significaban el advenimiento a la arena política de fuerzas políticas e intereses reales enraizados en un sustrato cultural que, si se había desvanecido un tanto en los siglos precedentes, ahora, en cambio, reaparecía pujante. Por otro lado, en todos estos casos, el nacionalismo fue la consecuencia directa o se dio en unas circunstancias sólo explicables por la modernización que iba experimentando España desde finales del XIX o comienzos del XX. A veces la posición nacionalista fue justificada por una voluntad de resistencia al cambio, basada en valores tradicionales, y otras, por el contrario, resultó una consecuencia de ese mismo cambio. Eso explica que al nacionalismo se llegara por caminos incluso divergentes, pero también que el resultado de su influjo en una región fuera siempre un testimonio de esa modernización.

De cualquier modo, aun antes de tratar del que puede ser considerado como el nacionalismo periférico de mayor envergadura, es imprescindible tratar del españolismo. Ya se ha indicado que los años finiseculares presenciaron una reafirmación del nacionalismo español (de gestación tardía y cuyos resultados a lo largo del siglo XIX habían sido relativamente débiles). Ahora, en cambio, se presenció, al mismo tiempo que la eclosión de los nacionalismos periféricos, la reafirmación de la conciencia nacional española, aunque partiendo de criterios distintos de tiempos anteriores. Como España siguió sin tener un adversario exterior no nació un partido nacionalista español. Pero, en primer lugar, el Estado, que había sido bastante inoperante en épocas anteriores, ahora tuvo mayor eficacia nacionalizadora a través, por ejemplo, de la educación (no se olvide que el Ministerio fue creado el mismo año en que ascendió al trono Alfonso XIII), de su intervención en materias económicas y del incremento de la burocracia. Además, existió desde el final de siglo la idea de que era preciso celebrar los grandes fastos nacionales: en 1892 se conmemoró el descubrimiento de América y en 1905 el Quijote. La fiesta nacional fue instituida en 1918 con el poco oportuno nombre de Fiesta de la Raza, pero fue imaginada con antelación. La creación del Teatro Español, durante el gobierno de Maura, también obedeció a esos propósitos, porque había de servir para rememorar a los clásicos. Cuando se crearon instituciones de investigación en el terreno de las Humanidades, como el Centro de Estudios Históricos, gran parte de su tarea estuvo dirigida a reconstruir las raíces de lo español, por ejemplo, explorando la poesía popular medieval.

En general, como se puede percibir, la promoción de la conciencia nacional española fue una tarea en la cual el componente cultural revistió la máxima importancia. No puede extrañar que fuera así porque el espíritu de la época inducía a ello. De acuerdo con el pensamiento de Renán y de Taine, escritores franceses enormemente influyentes en toda España, cada nación se basaba en una identidad producto de los rasgos humanos de sus habitantes y de la geografía. A ellos había que remitirse para transformar a un país en decadencia, regenerándolo. «La vida y la idiosincrasia de las gentes humildes», de acuerdo con Unamuno, describía la esencia de la identidad propia. Los escritores finiseculares la encontraron en la Castilla profunda, en apariencia atrasada pero también auténtica («tierra triste y noble», la llamó Machado). De muchos pensadores de este momento es posible hacer una interpretación en sentido nacionalista. Costa, en definitiva, propuso una movilización de las fuerzas nacionales dirigida a la modernización. Unamuno, que en una etapa de su vida estuvo cercano al nacionalismo vasco, acabó por definir a los nacionalismos periféricos como «una miseria más» de España. Más adelante Ortega propuso a los miembros de su generación intelectual descubrir qué era España para luego poder inculcárselo a las masas. En Azaña es visible idéntico sentimiento nacional español.

Este no significó realmente un cambio sustancial respecto de lo heredado del siglo XIX, en el sentido de que se consideró como única realidad nacional a España, sin tener tan en cuenta su pluralidad, al menos en el grado que desearon los nacionalismos periféricos. España, llegaría a decir Ortega, fue la consecuencia de la «manera castellana de ver las cosas». Esta visión castellanista tuvo en común con los nacionalismos periféricos emergentes un manifiesto exclusivismo. A partir del fin de siglo hubo españoles que sintieron España como Nación y percibieron en otros el «problema» de que no sentían como ellos. Al mismo tiempo en la periferia hubo quienes pensaban que España era un Estado pero con varias naciones (y reservaban su sentimiento nacional para otra entidad). La política y la sociedad españolas no pudieron entenderse, desde entonces, sin tener en cuenta esta realidad y, al mismo tiempo, el fracaso en el intento de cada una de las dos partes por imponerse a la otra. Este rasgo constituye, evidentemente, una de las peculiaridades más características de la especificidad española en el siglo XX hasta tal punto de que resulta muy difícil establecer una comparación con otro país.

Hechas estas precisiones sobre el españolismo podemos tratar a continuación de aquel nacionalismo que de manera práctica y concreta consiguió la suficiente fuerza política como para aparecer como alternativa al mismo, es decir, del catalanismo.

Como veremos que sucedió en otros movimientos parecidos, también en los orígenes del nacionalismo hubo un componente tradicionalista y otro federal, la defensa de unos intereses económicos y el arraigo de una cultura renacida. No se entiende la realidad del catalanismo sin tener en cuenta esta pluralidad de procedencias y de orígenes. Cuando Cambó dijo que los catalanes eran, ante todo, unos sentimentales no erraba pero esta afirmación debe ser complementada con la inevitable mención del papel jugado por la lucha por el proteccionismo en la creación de una conciencia nacional. El factor cultural y el económico-social jugaron, en todo caso, una función previa a la implantación del catalanismo como fuerza política. A la altura de 1898 el catalanismo había definido unos primeros contenidos doctrinales y también había llegado a controlar las principales entidades barcelonesas relacionadas con el mundo cultural y económico. Había rebasado el casco urbano barcelonés y se extendía por el litoral. Sin embargo, a pesar de ello y del control de más de una docena de periódicos, tan sólo había presentado un candidato en las elecciones. La descripción de lo ocurrido en esta ocasión por parte de los propios nacionalistas demuestra que no pensaron seriamente en obtener la victoria. Aunque el Desastre impulsó la reivindicación de la autonomía económica y política, por el momento la integración entre los representantes del poder económico y la política oficial era muy estrecha: once de los trece presidentes del Fomento del Trabajo Nacional, el principal organismo patronal, habían sido diputados. No parecía posible que eligieran otra senda de representación política. El catalanismo alcanzó la mayoría de edad durante el Gobierno de Silvela y el fracaso de los propósitos regeneracionistas del dirigente conservador contribuye a explicarlo en un elevado porcentaje. En Barcelona el general Polavieja consiguió un apoyo como no tuvo en el resto de la Península, sobre todo en los medios económicos más relevantes: las grandes familias industriales de la región (los Ferrer Vidal, Girona o Güell) nutrieron las filas de lo que luego sería la Unió Regionalista, adherida a los manifiestos del citado general. El ascenso de Silvela al poder proporcionó, además, a esos sectores un poder político efectivo en el sentido de que vieron elegidos dos diputados en el «encasillado» oficial, un alcalde (el doctor Robert, que luego se significaría por su catalanismo) e incluso los cargos eclesiásticos promovidos durante esta etapa tuvieron esa misma significación (Morgades, en Barcelona, y Torras i Bages, en Vich). Pero, además, Silvela, después de haber proporcionado poder al catalanismo, le dio también motivos para la protesta. La resistencia frente a los proyectos fiscales de Fernández Villaverde estuvo localizada sobre todo en Barcelona y, aunque fue derrotada, hizo desvanecerse entre los regionalistas la esperanza de que un programa nacido en el seno de uno de los partidos de turno pudiera tener como resultado la satisfacción de sus deseos e intereses. Villaverde, en la polémica, llegó a declarar «funesta» la autonomía fiscal.

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