Hijos de un rey godo (36 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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La guardia anunció su presencia y entraron en el interior de una sala con colgaduras y unos ventanales velados por vidrios de colores que dejaban pasar una luz fría y azulada. El rey Leovigildo, sentado sobre un escabel, en una silla amplia con aspecto de trono, alzó la cabeza cuando entró su hijo. A Recaredo le pareció que estaba abatido; sin embargo, sus ojos, enmarcados por ojeras profundas, chispeaban con la luz que siempre les había distinguido, la luz de la firmeza, de la seguridad en sí mismo y de una ambición desmedida. Aquella mirada había asustado a Recaredo muchas veces cuando era niño, y ahora continuaba siendo imperativa y turbadora. Su padre vestía con lujo, una larga capa recamada con cenefas doradas, se ceñía la frente con una diadema de oro, en sus manos lucían varios anillos en los que brillaban piedras preciosas, y de su pecho colgaba una cadena de oro muy gruesa terminada en una cruz de ágatas y topacios. Los cabellos y la barba peinados cuidadosamente con aceites caían suavemente sobre los hombros y sobre el pecho. Calzaba unas botas altas cubiertas por una túnica que le llegaba por debajo de las rodillas.

Junto a él, un obispo arriano y varios caballeros de la guardia palatina le prestaban acompañamiento.

Recaredo dobló la rodilla delante de su padre, se llevó la mano al pecho e inclinó la cabeza. Leovigildo se levantó del trono, acercándose a su hijo, al que abrazó y besó en ambas mejillas, ceremoniosamente, alzándole del suelo.

—La campaña del norte se prolonga y hacía tiempo que deseaba veros a ti y a tu hermano. Como ves he ascendido a tu hermano Hermenegildo a capitán del ejército del norte —dijo Leovigildo mirando a Sisberto, quien palideció al sentirse postergado—, ya es hora de que esa campaña llegue a su fin.

—Hemos hecho avances —dijo Sisberto—. Los roccones han sido prácticamente derrotados.

—Sólo queda el nido de víboras de Ongar… —entonces el rey se detuvo y, mirando muy fijamente a su hijo, continuó—… con el que me parece que tú y tu hermano habéis tenido contacto.

Recaredo se puso serio, tragó saliva y recordó Ongar, a todos aquellos a quienes había aprendido a amar: a Nícer, su medio hermano, a su hermosa Baddo y a Mailoc, el monje santo.

—¿Callas…? Sé que habéis estado en Ongar.

—Cumplimos una promesa, una promesa que hicimos a nuestra madre en su lecho de muerte.

—A tu madre, la montañesa, la hija de Amalarico… tu madre… Sí, ya veo…

Leovigildo calló unos instantes y después, dirigiéndose a su corte, ordenó:

—¡Fuera todos, quiero quedarme a solas con mi hijo, el príncipe Recaredo!

La sala se despejó de gente. El rey se sentó de nuevo en el trono, marcando las distancias con su hijo. Permanecieron a solas en el salón enorme, la voz parecía hacerles eco cuando hablaban. El padre sentado, muy erguido, dominaba desde su solio al hijo. Éste se asustó, temía a su padre y, más aún, quedarse a solas con él. El ambiente de la sala se tornó todavía más frío.

—Dime, hijo mío… ¿Cuál es el encargo de tu madre en sus últimos momentos? ¿Por qué yo no supe nunca nada de ello?

Los ojos del rey godo se inyectaron de ira, su faz aquilina se pareció aún más a la de un águila que se dispone a atacar. Recaredo recapacitó, él y su hermano habían hecho cosas a espaldas de su padre que podían no gustarle, así que respondió con voz poco firme.

—El encargo… el encargo fue rescatar una copa de manos del obispo católico de Emérita Augusta y conducirla a un monasterio en Ongar, donde vive un monje santo llamado Mailoc. No os dijimos nada porque tenéis muchas ocupaciones y no queríamos añadir una más. Además… además —balbuceó Recaredo—, temíamos…

—Temíais que yo no lo aprobase, porque ese encargo guarda relación con la visita de tu madre a un prisionero del norte, unos días antes de que ella falleciese. ¿No es así?

—Sí, padre.

—De todo esto, lo que más me desagrada es vuestra poca franqueza para conmigo. Yo hubiese entregado la copa a ese monje santo.

—¿Sí…? —preguntó esperanzado Recaredo.

—Lo que nunca hubiera hecho es entregar la copa —aquí Leovigildo levantó el tono—… la copa de poder en manos de los mayores enemigos del reino godo: los cántabros de Ongar. Esa gente está poseída por los demonios. No hay manera de vencerles y ahora poseen la copa sagrada, gracias a mis adorados hijos. ¿Sabes lo que esa copa significa?

Leovigildo se detuvo para continuar hablando en voz más queda como quien confiesa algo que nadie más debe saber:

—Yo tampoco lo sabía plenamente, solamente lo intuía. El viejo Juan de Besson me engañó una vez más. Me engaño más allá de la muerte… y tu madre, la noble y dulce hija de Amalarico, también. El obispo Sunna me ha relatado el secreto de la copa de poder. He descubierto que el pueblo que posea la copa vencerá todas las batallas. ¿Lo entiendes…? Los romanos vencieron porque la poseían, los godos vencieron a Atila y cruzaron Europa victoriosamente porque la poseían. Ahora está en manos de nuestros enemigos los cántabros, porque mis hijos tenían que cumplir una promesa. ¿Entiendes mi enfado…?

—Sí, padre.

—¿Por qué no me consultaste? De ti nunca lo hubiera esperado. Hermenegildo es distinto, ha estado siempre demasiado cercano a su madre, es independiente… pero tú, mi querido hijo Recaredo, debiste tener más sentido común.

A estas palabras, Recaredo agachó la cabeza, pensativo. Le conmovían las palabras de su padre, se sentía preferido ante su hermano y aquello le llegaba al corazón.

—Yo sólo lucho por dejaros a vosotros, mis hijos, un reino fuerte, pero necesito que me ayudéis y no lo estáis haciendo.

—Haríamos cualquier cosa por vos y por el reino godo.

—¿Lo harías? ¿Harías cualquier cosa?

—Sí, padre, lo que queráis.

—Recupera entonces para mí la copa de Ongar.

Recaredo guardó silencio y su piel blanca se tornó rosada en las mejillas.

—¿No me contestas?

—No veo cómo puedo llegar hasta donde está ahora.

—Mira, hijo mío. Tú eres mi esperanza. Te contaré los anhelos que el corazón de tu viejo padre guarda dentro. Quiero fundar una dinastía, una dinastía fuerte que dure generaciones, que perpetúe durante siglos el nombre de mi familia, el nombre de Leovigildo y Liuva, el de Recaredo y Hermenegildo. La dinastía que ha unido la noble sangre de los míos con la sangre real baltinga. Mucho se ha conseguido ya. He logrado unir a las dos grandes facciones del reino, la de los nobles y la de aquellos que apoyan el poder real. He hecho retroceder a los bizantinos a la franja costera. Gracias a tu tío Liuva, he conseguido contener a los francos, evitando que invadan la Septimania. Las nuevas leyes lograrán que los hispanorromanos, que proceden de emperadores, se unan a la raza goda. Voy a aleanzar la unidad religiosa, todo el país pronto será arriano. ¿No te das cuenta de que todo eso va a ser así? ¿Que va a ocurrir muy pronto? Y vosotros, mis hijos, tú y Hermenegildo, seréis los continuadores de un reino influyente, rico y en paz.

La mirada de Leovigildo era febril, se hallaba trastornado por la visión de aquel reino poderoso. Recaredo se sintió sobrecogido y contagiado por aquella misma pasión. Pensó: «¿Acaso no soy yo de estirpe real? ¿Acaso no soy godo? ¿Acaso por mis venas no corre la sangre de Alarico, y de Walia, de Turismundo y del gran Teodorico?» Se sintió llamado a una alta misión. Con Hermenegildo, lo conseguiría. Inclinó la cabeza y su padre posó su mano sobre el hombro de Recaredo, quien habló:

—Mi señor padre, podéis confiar en mí.

Después, en un tono de voz convincente, Leovigildo continuó:

—¿No entiendes que no podemos dejar la copa de poder en manos de nuestros enemigos? Cuando todos los pueblos del norte hayan sido sometidos, entonces ya cumplirás la promesa que hiciste a tu madre y llevarás la copa o lo que tú quieras al hombre santo de Ongar.

—Conseguiré lo que me pedís.

—Sabía que podía fiarme de ti.

Leovigildo dio unas palmadas y entraron los que habían salido antes. Leovigildo mostraba una faz muy distinta a la del comienzo de la entrevista, había rejuvenecido y en sus ojos brillaba una luz de malicia y de ambición.

—Mis hijos, Hermenegildo y Recaredo, son los portadores de la sangre real baltinga. Debéis amarlos y obedecerlos.

Los nobles y clérigos presentes en la sala aclamaron a Recaredo.

—¡Salve a nuestro príncipe el gran Recaredo!

De nuevo Recaredo enrojeció mientras escuchaba las palabras de su padre:

—Volverás al norte y derrotarás a los roccones y a los hombres de Ongar.

Recaredo abandonó la sala, aquella noche hubo una cena copiosa en la que se reunió toda la corte que acompañaba al rey. Bebió mucho, y rio con todos, quizá bebió de más porque en el interior de su alma persistía la duda. En su mente se libraba una batalla, estaba contento de la confianza que su padre había depositado en él; pero pensaba: ¿por qué en él y no en Hermenegildo? El cariño filial por su padre no era superior al afecto profundo que siempre le había unido a Hermenegildo. Los dos sentimientos en este momento tiraban en direcciones contrarias. Sabía que su hermano no iba a consentir que se retirase la copa de Ongar. Además, se acordaba de lo prometido a su madre. Por mucho que se hiciese a la idea de que lo cumpliría más adelante, cuando todo estuviese resuelto y los cántabros vencidos, había algo en él que se resistía a contravenir lo que su madre le había pedido en su lecho de muerte. ¡Oh, cuánto le habría gustado hablar con Lesso! Realmente en él, en el noble y viejo Lesso, era en quien más confiaba su corazón.

Por la noche, en su lecho de la ciudad de Leggio, dando vueltas a todos estos pensamientos, volvieron a su imaginación unos ojos castaños que habían reído de placer al ver la copa, le habían mirado agradecidos, y le habían salvado de la mano de Nícer. Recaredo se quedó dormido y, en sus sueños, vio aquellos ojos, antes alegres, llorar.

Se demoraron allí varios días, pues Leovigildo quiso organizar unos juegos en su honor. Por las noches corría el vino y los juglares amenizaban las veladas. Leovigildo deseaba mostrar a su hijo toda la riqueza y poderío de los que disponía. Recaredo, por su parte, se sentía halagado, el centro de todas las atenciones. Al fin, el rey le ordenó regresar al norte con una única misión, recuperar la copa perdida.

Ongar en llamas

Una columna de humo espeso que subía de las montañas se comenzó a ver en el campamento godo cercano a Amaya, los hombres se reunían en corros señalando aquel fenómeno que ensombrecía la luz del sol y ascendía hacia el cielo. El humo denso, oscuro, se elevaba como una columna amenazadora. Se corrieron rumores, se decía que un bosque estaba ardiendo. Pero, ¿cómo se había incendiado? Todos habían detenido sus quehaceres para observar la señal que se abría en la cordillera. Hermenegildo, lleno de consternación, adivinó lo que podría estar ocurriendo.

—Ongar está ardiendo, lo han atacado.

—Quizá sea un incendio en los bosques… —dijo Wallamir, que le acompañaba.

—No lo creo, tengo la sospecha de que algo grave les está ocurriendo allí.

—Sí, pero…, ¿qué…?

—No lo sé.

Durante todo el día vieron con preocupación la colosal humareda que salía tras los riscos. El humo se elevaba cada vez más alto, cada vez más negro.

Detrás de aquellas montañas no había ya enemigos, sino gente muy querida para Hermenegildo: Nícer, su medio hermano; el sabio Mailoc, el monje; Urna, a quien en su locura había cobrado afecto; la niña mujer, Baddo y, sobre todo, su querido Lesso, el hombre que le había enseñado a luchar. Hermenegildo hubiera deseado que Recaredo estuviese allí, pero éste cumplía las últimas órdenes de su padre y estaba ya en Leggio.

Las horas transcurrieron con una inquietud creciente; al atardecer se oyó una trompeta en las torres de los vigías del campamento. Alguien se aproximaba. Vieron llegar a Lesso con un montañés desconocido para ellos. Era Efrén, uno de los hijos de Fusco. Lesso se dirigió hacia Hermenegildo en un estado de excitación muy grande, sus ropas estaban desgarradas por diversos sitios, y en los brazos mostraba las señales de múltiples arañazos. Hermenegildo le cogió por los hombros cuando estaba a punto de caer por el agotamiento:

—Los roccones… —dijo con voz entrecortada— han atacado Ongar, se han llevado la copa de poder; han apresado a muchos, entre otros a Nícer y a la hija de Aster…

—¡No puede ser! —exclamó Hermenegildo.

El humo de las llamas del incendio parecía menguar en la lejanía. Según Lesso, los roccones se habían hecho con la fortaleza y dominaban Ongar.

—¿Qué ha ocurrido exactamente? —le preguntó Hermenegildo.

—Nícer, ensoberbecido con el poder de la copa, atacó una vez y otra a los roccones. Uno de ellos, fingiendo ser un peregrino, entró en Ongar, robó la copa, que después entregó a Abneo. El valle dejó de estar protegido. Después, unos traidores abrieron las entradas al valle y los roccones tomaron venganza cumplida. Mataron a muchos hombres de Ongar. Nícer y los demás se defendieron. Cuando todo estaba perdido pensé que mi única esperanza erais vosotros, los hermanos de Nícer, los hombres del sur. A través de los bosques hui con Efrén, uno de los hijos de Fusco. ¡ Ay! Hermenegildo, te lo ruego por lo que más quieras, debemos darnos prisa. Mañana es plenilunio, y celebrarán la victoria con sacrificios humanos. Siempre lo hacen así. Matarán primero a dos doncellas, seguramente una de ellas será Baddo.

Hermenegildo pensó en las gentes de Ongar y también en los que ellos llamaban roccones, y entre los celtas, luggones, un pueblo guerrero de costumbres paganas que acostumbraba reunirse en las noches de luna llena para celebrar los ancestrales ritos de culto.

—Entraremos en Ongar…

Hermenegildo reunió a los camaradas más afectos a él y a la casa baltinga en su tienda. Les explicó brevemente lo que sucedía en Ongar. Se mostraron de acuerdo en ayudarle y entrar en el valle sagrado de los montañeses.

Él les dijo:

—Esperaremos al plenilunio, y entonces les atacaremos de noche; tomaremos primero la copa cuando estén en la fiesta, alucinados y borrachos.

Todos se mostraron de acuerdo.

—¿Resiste alguien? —le preguntó a Efrén.

—Han dominado la fortaleza, pero la casa de Fusco y otras en el valle no han sido sometidas. Ellos nos ayudarán.

—¿Por dónde entraron? —continuó preguntándole Hermenegildo.

—Pensamos que por el paso del noreste…

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