Hijos de un rey godo (32 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: Hijos de un rey godo
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—No estoy de acuerdo contigo… Los roccones son nuestro mayor enemigo.

Se hizo el silencio; quien hablaba era Cayo Cornelio; un hombre proveniente de una estirpe romana, no céltica. Poseía tierras en las inmediaciones de la desembocadura del Sella, era comerciante y muy poderoso en la zona. Desde hacía más de un siglo, su familia se había hecho fuerte en la costa. Despreciaba a los montañeses, pero ahora los necesitaba. Su negocio era comerciar con las islas británicas y vender a los francos los productos. Los godos querían destruir todo comercio con las antiguas Galias. Desde hacía varias generaciones los francos, conquistadores de las Galias, y también los pueblos germánicos, habían sido rivales de los godos, tanto en el comercio como en el control de las vías marítimas y terrestres. La campaña actual del ejército godo tenía dos fines: el primero, destruir a los suevos y alzarse con las minas de oro de las tierras galaicas; el segundo, dominar el golfo de Vizcaya y todos los puertos de la costa cantábrica.

—Los godos están hundiendo nuestros negocios y destruyendo las haciendas. Los roccones arrasan las cosechas. Yo os ofrezco hombres y caudales para que controléis los pasos de las montañas y ataquéis tanto a godos como a luggones.

—Tú sólo buscas tu dinero…

—¡Bien que os conviene a todos!

—Pensaremos en tu propuesta, Cayo Cornelio —intervino juiciosamente Nícer.

De aquella reunión no salió más acuerdo que reforzar los pasos de las montañas. «Ser todavía más conejos —le decía Fusco a Baddo—. Escondidos en la madriguera hasta que la comadreja se meta dentro y nos destruya a todos, o hasta que la serpiente nos envenene.» La comadreja eran los godos, la serpiente, los hijos de Lug.

Al regreso de Onís, Nícer llamó a Baddo a su presencia. Ella sabía bien cuál era el motivo: la batalla de Amaya. Mientras tuvo lugar la reunión del senado, se corrió entre los asistentes que la hermana de Nícer había participado en la batalla y que su certera puntería había abatido gran cantidad de godos. Con sorna, muchos le felicitaron por tener una hermana semejante a Boadicea. Nícer estaba furioso con Baddo, se sentía responsable de ella y se daba cuenta de que había corrido un gran peligro.

—¿Hasta cuándo vas a desobedecer mis órdenes? ¿Hasta cuándo vas a seguir comportándote como un muchacho? ¡Eres una mujer…! Las mujeres no combaten.

Después, cambiando de tono e intentando ser conciliador, le puso la mano sobre los hombros:

—Podías haber muerto, o lo que es aún peor, haber sido tomada prisionera y ahora estar en el lecho de uno de esos bárbaros… ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Sí, hermano.

—¿Te das cuenta de que las guerras de los montañeses no son un juego de niños?

— Sí, hermano.

—Te irás con los monjes de Ongar, en el cenobio de las mujeres aprenderás disciplina y saldrás de allí para contraer matrimonio con quien y como se te diga.

—Entonces no saldré jamás de allí.

Nícer indignado, le gritó:

—¡Tú misma has escogido tu propio destino!

Aquella tarde, Ulge la acompañó al monasterio de las mujeres, situado cerca de la cueva de los monjes. Era un lugar solitario, alejado de los caminos de los hombres. En él vivían ancianas, la mayoría de ellas viudas, que lloraban su pasado y se preparaban para la muerte. Además, habitaba en el convento alguna joven que había sentido la llamada a una vida cercana a Dios, o que quería escapar de algún matrimonio forzado. Pronto a Baddo le pesó el encierro.

Hilaban, rezaban y limpiaban. Maitines, laudes, vísperas… todo se repetía monótonamente. Baddo no podía creer que aquello fuese su destino. Por un lado, el espíritu de la hija de Aster se serenó; pero en lo más profundo de su corazón una figura de cabellos claros blandiendo una espada junto a la fortaleza de Amaya se le hacía cercana. Era extraño, pero Baddo, en aquella época, confiaba volver a ver al joven godo que alteraba su aparente paz.

Conforme fueron pasando los días, la desesperación de Baddo se tornó mayor al sentir el encierro; ella que siempre había sido libre de ir adonde le apeteciese. Su única salida ocurría al amanecer cuando las monjas se encaminaban a la cueva de Ongar a asistir al oficio divino.

La restitución de la copa

Descendieron resbalando entre rocas de pizarra, espinos y matojos que los arañaban. La noche era muy oscura, unas nubes de lluvia tapaban los cielos. A lo lejos aulló un lobo. Al aproximarse a las luces de Ongar, apagaron la antorcha que les había iluminado en la bajada. Conforme se iban acercando al lugar poblado, los perros de las cabañas ladraban intranquilos, y se escuchaban los ruidos de los animales domésticos. De una pequeña choza de piedra salió un hombre y, con el fuerte acento de Ongar, exclamó:

—¿Quién va ahí?

Ellos se pegaron a un árbol, conteniendo el aliento.

—¿Quién va ahí? —repitió.

Del interior de la cabaña se escuchó la voz de Brigetia:

—Déjalo, Fusco, será algún animal.

A Lesso le latió el corazón deprisa. A pocos metros de él estaba su viejo y querido camarada Fusco. Hubiera querido salir de detrás del roble, donde se escondía, para darle un abrazo, pero aquél no era el momento oportuno.

—De acuerdo, de acuerdo —rezongó Fusco, con una voz que pudieron escuchar claramente—, pero yo creo que alguien con dos patas ronda por ahí fuera…

La puerta se cerró y el perro continuó ladrando. Con alivio, Lesso pensó que, al menos, Fusco no lo había soltado.

Los tres intrusos, una vez que Fusco se hubo marchado, saltaron al camino desde la cuesta de la montaña. Al girar un repecho, el ruido de la cascada junto a la cueva de Ongar se hizo atronador. Lesso percibió que habían llegado a su destino. Más abajo podía divisar oscuramente la fortaleza, la que se elevaba entre las nieblas y que ahora se perfilaba en la ennegrecida oscuridad de la noche.

Deprisa, casi corriendo, subieron la última cuesta que los separaba del lugar de los monjes.

Lesso aporreó la puerta de madera haciendo un ruido fuerte pero sordo.

—¿Quién va?

—¡Amigos…! ¡Queremos ver al abad Mailoc!

La puerta del cenobio se dividía en dos de modo horizontal; se corrió la parte superior asomando la cara de un monje de rasgos gordezuelos, con cejas negras y cabello cano. Su nariz era grande y ganchuda. Manifestó una enorme sorpresa al ver desconocidos en Ongar, pero antes de que hablase demasiado alto o fuese a gritar, Lesso lo agarró por el cuello con una mano mientras que con la otra le tapaba la boca.

Después indicó a Hermenegildo que abriese la puerta, desenganchando el portalón inferior. Los tres entraron con el monje todavía aprisionado y cerraron. Lesso le soltó, al tiempo que le indicaba:

—No te haremos nada; busca a Mailoc.

El monje, asustado, inclinó la cabeza y se coló dentro del cenobio. Los tres se quedaron en una estancia pequeña y de techo bajo que debía hacer las veces de zaguán y refectorio. En el centro había una larga mesa donde comerían los frailes y una cruz colgada sobre la pared de piedra. Al cabo de unos minutos entraron varios monjes armados con palos protegiendo al prior.

Al ver a Mailoc, Lesso se tiró a sus pies. El abad era un hombre anciano pero fornido, en su cara los sufrimientos y la vida de un intenso ascetismo habían labrado arrugas de surcos profundos.

Inmediatamente, Mailoc levantó a Lesso abrazándole:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Pensé que nunca más volvería a verte…

Lesso se levantó y, con el rostro desfigurado por la emoción, le dijo:

—Vuelvo a Ongar a cumplir la misión a la que fui destinado por mi señor Aster, que en gloria de Dios se encuentre, traigo la copa…

—Dos noticias me confías… —exclamó el abad con voz temblona y bondadosa—. Temíamos la primera, pero nunca hubiéramos supuesto la última. Cuéntame…, ¿qué le sucedió al señor de estas montañas?

—Fue hecho prisionero y ejecutado hace más de un año…

—Eso son noticias terribles que se rumoreaban desde hace tiempo…

Un silencio se hizo entre los monjes, un silencio que afectó a Hermenegildo y a Recaredo. Una vez más, Hermenegildo recordó al caudillo cántabro al que habían ejecutado tiempo atrás por orden de su padre. Recordó que aquel hombre había sido visitado por su madre antes de morir, y que del encuentro había salido la misión que su madre, en el lecho de muerte, les había encomendado. Entonces Hermenegildo terció:

—Ese hombre del que habláis, la noche anterior a ser ejecutado, se comunicó con mi madre…

La mirada de todos los asistentes se volvió hacia Hermenegildo. Al fijarse en él, Mailoc se sobresaltó profundamente. Le pareció ver a Aster redivivo delante de sí, pero los ojos del que le hablaba eran claros, tan claros como lo habían sido los de la mujer sin nombre, aquella que había sido la primera esposa de Aster, príncipe de los albiones. En las sombras, los ojos de Hermenegildo parecían oscuros como los de su padre. El parecido para los que habían conocido a Aster era asombroso. Ante la actitud de todos los presentes, Hermenegildo se calló, percibiendo que algo raro ocurría. Mientras tanto, continuó hablando Recaredo:

—Ella también ha muerto, en su agonía nos pidió que trajésemos una copa que guardaba un santo hombre en Mérida a estas tierras del norte, al cenobio en Ongar.

Hermenegildo soltó la alforja que pendía sobre su hombro y la abrió. De su interior salió una copa labrada, un cáliz ritual de medio palmo de altura, exquisitamente repujada con base curva y amplias asas unidas con remaches con arandelas en forma de rombo.

Mailoc se arrodilló al ver la copa y con él todos los presentes.

—¡Dios sea loado! La copa sagrada está de nuevo entre nosotros.

Desde su lugar arrodillado en el suelo, Mailoc alzó las manos y Hermenegildo, delicadamente, la depositó en ellas. El monje la besó con unción. Después, poniéndose en pie, bendijo con ella a todos los presentes. A continuación, se levantaron y la copa pasó de mano en mano. Después, el abad la recuperó y se dirigieron al templo de Ongar, aquel labrado en la roca. Allí detrás del altar, en una oquedad del muro, depositaron el cáliz sagrado. Mailoc ordenó que se velara día y noche la copa y los monjes se quedaron allí adorando la preciosa reliquia, que parecía refulgir oro, ámbar y coral.

Lesso, los dos hermanos y el monje se retiraron a la celda del prior, pues tenían mucho de qué hablar y mucho que contarse mutuamente. El monje abrazó a los dos jóvenes pero de modo más intenso a Hermenegildo, diciendo:

—Debo agradeceros que la copa vuelva al lugar donde siempre ha debido estar; este cenobio en las montañas, donde los monjes la protegeremos.

Los hermanos, contentos de haber cumplido el encargo, sonrieron, serenos. Les parecía entender algo más el pensamiento de su madre y, de algún modo, sentirla cerca.

En ese momento, Lesso intervino:

—Debemos regresar cuanto antes. Nadie debe saber que hemos estado aquí, si alguien te pregunta, monje, di que la copa ha llegado de modo milagroso conducida por dos arcángeles y por el espíritu de Aster.

—Es muy tarde, el camino está oscuro en esta noche sin luna. Yo quisiera que mañana asistieseis al oficio divino que se celebrará antes de amanecer.

—Podemos ser descubiertos…

—Los monjes no dirán nada, me deben obediencia.

—Pero es que a ese oficio vienen más gentes.

—Las cosas están revueltas en el poblado desde la caída de Amaya. Ahora no sube nadie, exceptuando las hermanas. El sacrificio divino os dará gracia y fuerza para el regreso. Además, debéis dormir y descansar…

A estas palabras, el abad llamó a un hermano lego e hizo que les preparase un lecho para cada uno y se les diese de cenar. Tras una rápida y frugal colación se acostaron. Hermenegildo no podía quedarse dormido. En sus sueños apareció el príncipe cántabro, aquel al que había hecho prisionero. Recordaba cómo en el combate, el que todos llamaban Aster, se había dejado ganar por él a una palabra de Lesso. A su lado, asomando por el cobertor su cabello de color claro, dormía Recaredo con una respiración acompasada. Él dormía tranquilo.

Antes del alba los despertaron y a ambos les pareció que no había pasado ni una hora. Les costó espabilarse. Conducidos por los monjes se dirigieron al templo en la roca. La copa seguía allí, los monjes la habían venerado toda la noche.

Comenzó el oficio divino, tan distinto de los ritos arríanos a los que Hermenegildo y Recaredo habían asistido muchas veces. En un momento dado Mailoc levantó la copa diciendo las palabras en un latín clásico, tan distinto del burdo latín que utilizaban habitualmente:
Hic est enim calix sanguinis mei
.
[16]
Recaredo y Hermenegildo, que habían observado la ceremonia desde el fondo de la iglesia en pie, en ese momento se sintieron forzados a arrodillarse.

Al incorporarse, Recaredo examinó lo que le rodeaba con curiosidad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que a un lado del templo se arrodillaban varias mujeres, algunas de ellas de mucha edad. Vestían los ropajes pardos de las monjas y se cubrían la cabeza con un manto oscuro. Solamente una de ellas parecía una montañesa, cubierta con un manto más claro, una mujer particularmente esbelta, a quien al levantarse se le escapó un mechón castaño de debajo de la toca. Él escrutó su perfil. Al reconocerla, estuvo a punto de gritar. La mujer era la misma que había ocupado sus sueños los últimos meses.

Baddo no le vio. Concentrada en el oficio, rezaba. Le pedía al Dios de Mailoc que la sacase de aquella situación. No podía resistir ya más la vida de enclaustramiento a la que la había castigado su hermano.

Al finalizar la liturgia, Hermenegildo, Lesso y Recaredo salieron de la cueva de Ongar. Este último miraba continuamente hacia atrás, queriendo distinguir a aquella mujer entre sus compañeras, quedándose algo retrasado.

El cielo cubierto y oscuro amenazaba de nuevo lluvia; corría un viento helador. Mailoc se despidió de los tres hombres. De nuevo abrazó de un modo intenso a Hermenegildo. Recaredo, distraído, no prestaba atención a la afectuosa despedida del monje. Y es que en aquel momento las mujeres comenzaron a salir del santuario, enfilando, de una en una, la cuesta que torcía hacia abajo y a la derecha. Recaredo no podía dejar de observarlas. Al salir, Baddo se arrebujó en el manto, pues hacía frío, y buscó en el pórtico de la entrada unas madreñas de madera que solían usar para evitar el barro. De pronto, sintió que alguien la vigilaba, una sensación de cosquilleo en la nuca hizo que se girase. Su corazón dejó casi de latir. Los ojos de Recaredo estaban fijos en ella. ¿Qué estaba haciendo en la cueva de Ongar, el lugar más sagrado de los pueblos celtas, un godo? Quiso gritar, pero él la avisó con tal mirada de complicidad y de petición de ayuda que se vio impelida a permanecer en silencio.

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